lunes, 28 de octubre de 2013

EL OÍDO, EL TACTO Y LA VISTA



EL OÍDO, EL TACTO Y LA VISTA
por Francisco-Manuel Nácher

Según Max Heindel, y con él todos los ocultistas serios, el primer 
sentido que desarrollamos en nuestra evolución fue el del oído. No un oído como el actual, por supuesto, sino una “función auditiva”, una sensibilidad especial para las vibraciones sonoras.
Fue el mismo proceso que se dio con la digestión: que antes de 
tener estómago, ya digeríamos los alimentos. Lo hacíamos, bien por ósmosis, bien por fagocitosis, pero lo hacíamos, e incorporábamos con ello a nuestro organismo sustancias hasta entonces extrañas a él. De lo cual se deduce que la actual digestión no es sino un perfeccionamiento, aún no concluido, de aquella función elemental asimiladora.
Pues bien, una vez nacido el sentido del oído o sensibilidad a la 
vibración sonora, el espíritu, envuelto en materia extraña, tuvo necesidad de entrar en contacto con ella para hacerse una idea de cuál era su situación y, de esa necesidad, surgió la función elemental táctil, de la que el actual sentido del tacto no es más que un perfeccionamiento aún no concluido.
Pero es que, además del oído físico, poseemos también y hemos 
desarrollado hasta cierto punto, un oído astral y un oído mental y un oído espiritual.
Y, del mismo modo, poseemos un tacto astral y un tacto mental y 
un tacto espiritual.
¿Y cómo funcionan esos sentidos no físicos? Igual que los físicos: 
percibiendo las vibraciones correspondientes e interpretándolas.
Y así, del mismo modo que somos capaces de oír un concierto 
físico, podemos “escucharlo” con nuestro cuerpo de deseos y hasta con nuestra mente, con la misma diafanidad. Es sólo cuestión de hábito, de esfuerzo, de insistencia en un empeño determinado.
¿Y qué ocurre con el tacto? Lo mismo: que, igual que somos 
capaces de tocar, de palpar, de percibir los objetos físicos, somos 
capaces también de hacer lo propio con los objetos astrales y mentales o espirituales que, en sus respectivos mundos, son tan palpables y reales como aquí los físicos.
Y ése es uno de nuestros cometidos principales durante nuestra 
meditación: afinar, robustecer, desarrollar esos sentidos no físicos, 
aprender a escuchar las voces y las músicas y los sonidos astrales y 
mentales y espirituales pero, sobre todo, lo proveniente de los mundos superiores, de nuestros tres Espíritus, de nuestro Yo Superior, que nos llega a través del Cordón de Plata.
Si nos acostumbramos a rezar el Padrenuestro como nuestra 
filosofía nos enseña, y con frecuencia y, cada vez, visualizamos nuestros vehículos y nuestros tres Espíritus y las tres Personas de la Trinidad y las corrientes de energía que con la enunciación de nuestro mantra producimos, poco a poco nos haremos sensibles a sus mensajes y, a fuerza de “palparlos”, de acostumbrarnos a percibir sus peculiaridades, desarrollaremos de un modo seguro nuestro oído y nuestro tacto en sus aspectos superiores.
Y, lo mismo que, en nuestra evolución, al oído siguió el tacto, al 
tacto siguió la vista, consecuencia del deseo del Espíritu, encarcelado en la materia, de ver, de percibir en forma más concreta y aclaratoria aquello que lo rodeaba y lo limitaba y lo constreñía. Y vimos también, antes de tener ojos.
Por tanto, del mismo modo, siguiendo el proceso anterior, una vez 
desarrollados el oído y el tacto superiores, podremos también desarrollar la visión superior y convertir el deseo en aspiración, la aspiración en imaginación, la imaginación en intuición y la intuición en iluminación. 
Todo depende de nuestro propio esfuerzo y de las veces que oremos y meditemos y de la seriedad con que lo hagamos. Pero, en última instancia, de nuestro propio esfuerzo. Como siempre.

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EL LADO BUENO


EL LADO BUENO
por Francisco-Manuel Nácher

Cualquier persona, cualquier situación, cualquier suceso, como 
cualquier objeto, son susceptibles de observación y estudio. Y, en ese estudio, es posible encontrar un lado bueno y un lado malo. Cada uno de nosotros es completamente libre de fijarse exclusivamente o de poner el acento en uno u otro. Lo más importante, sin embargo, es que, hecha la elección, esa actitud condicionará en el futuro nuestro modo de ser y, por 
tanto, nuestra actitud ante la vida y, últimamente, nuestra felicidad. Porque las consecuencias principales de nuestra postura ante la vida son:

1.- Que adquirimos el hábito de ver, siempre y en todo, lo bueno o lo malo.

2.- Que ello condiciona definitivamente el que pasemos por la vida 
sonriendo o llorando.

3.- Que, consecuentemente, seamos simpáticos y sociables y 
agradables, o antipáticos, insociables y desagradables, con todas las 
consecuencias que, en cada momento de la vida, ello produce.

4.- Que nuestro modo de actuar esté lleno de fuerza, de ilusión, de 
energía y de esperanza, o vacío, débil, sin convicción y falto de vida.

Una persona, la que sea, tiene siempre cualidades buenas o 
agradables o admirables o deseables, y cualidades malas, desagradables, negativas. Debemos acostumbrarnos, mediante todo el esfuerzo de que seamos capaces, - porque en ello nos va nuestra propia felicidad - a ver, siempre y antes que nada, las características positivas de cada persona y a hacer caso omiso de las negativas. De ese modo, alabaremos en el otro lo bueno que tiene, con lo que lo inclinaremos a esforzarse por incrementar su encanto, y nosotros, viendo sólo lo bueno, instintivamente tenderemos a 
serlo también.
Igualmente, cualquier situación reúne circunstancias agradables y 
desagradables. Acostumbrémonos a ver sólo las agradables, la parte buena, las consecuencias favorables. Así, viviremos siempre rodeados de situaciones positivas.
Y también, cualquier cosa puede ser utilizada positiva o 
negativamente. Habituémonos a buscar y ver y disfrutar el lado positivo y en nuestra vida sólo encontraremos cosas bellas.

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EL AMOR - SABIDURÍA



EL AMOR - SABIDURÍA
por Francisco-Manuel Nácher

Casi nunca caemos en la cuenta de que los Grandes Seres que 
dirigen nuestra evolución, y a los cuales oramos, funcionan en otros planos muy distantes y distintos del nuestro, y que hemos de esforzarnos para comprender cómo será allí lo que aquí denominamos, sentimos y concebimos de un modo determinado. 
Si a un pez de las zonas abisales, a miles de metros de profundidad, 
que ha provisto su cuerpo de puntos de luz fosforescente para atraer a sus víctimas, le preguntásemos qué entiende él por luz, no cabe duda de que nos respondería con un concepto estrechísimo, aunque suficiente para él, incomparable con la luminosidad del sol que nosotros conocemos.
Y, si preguntásemos a una célula de nuestro estómago, qué 
entiende por distancia, por dimensión o por velocidad, nos expondría ideas y conceptos totalmente distintos de los que nosotros manejamos con esas mismas denominaciones.
Pues hemos de ser conscientes de que a nosotros nos ocurre lo 
mismo con respecto a los Grandes Seres.
Y que lo que aquí llamamos amor y lo que llamamos sabiduría, a 
Su nivel, ha de ser algo totalmente distinto.
Y, ¿qué será?, ¿a qué equivaldrá, traducido a nuestro nivel?
Lo primero que hemos de tener en cuenta es que esos Seres no 
tienen su conciencia centrada en el Mundo Físico ni en el Mundo del Deseo ni siquiera en la Región del Pensamiento Concreto y que, por tanto, sus concepciones, sus vivencias, están limpias de todo vestigio material, emocional, egoísta, separatista o razonador.
Claro que, nosotros, si a lo que llamamos amor le quitamos el 
componente emocional e, incluso, el intelectual, no nos queda 
prácticamente nada. Es lo mismo que le ocurre al pez abisal con la luz del sol, cubierta por las sombras de las profundidades del mar, y a la célula gástrica con la distancia, la dimensión y la velocidad, si reducimos el mundo al tamaño de un estómago.
¿Cómo “quedan, pues, el Amor y la Sabiduría, cómo son en 
realidad, si nos elevamos a las alturas de los Grandes Seres?
El Amor-Sabiduría, nota clave de la Segunda Persona de la 
Trinidad, Cristo, no es ni amor, tal como los hombres lo solemos 
entender y sentir, ni sabiduría tal como los hombres la solemos concebir y definir.
Ese Amor de Dios, al que los estudiantes de lo oculto debemos 
tender con todas nuestras fuerzas es, en realidad, una “comprensión perceptiva”, un darse cuenta de las causas y procesos que han llevado a una situación determinada - ignorancia, en el fondo - y, prescindiendo de 
toda crítica y, por tanto, de toda influencia astral (emociones, 
sentimientos) y mental (ideas, conceptos, razonamientos), comprender e identificarse con lo que debe ser amado. Eso es el verdadero Amor. Es el silencio benéfico que lleva la curación en sus alas.
Eso hacía Cristo: no criticar, no condenar, sino comprender e 
identificarse con el otro. Y ésa es la base del Perdón: la comprensión.
La verdadera Sabiduría, por su parte, si sublimar es transformar un 
sólido en gas sin pasar por el líquido, la verdadera Sabiduría, digo, es la sublimación del intelecto, de los aspectos superior e inferior de la mente. 
Es una mezcla de intuición, percepción espiritual, colaboración con el Plan divino y apreciación intelectual espontánea del contacto 
establecido.
Esa verdadera Sabiduría, por su propia naturaleza, se fusiona con 
el verdadero Amor para dar lugar a un sentido esotérico: el llamado 
“Amor-Sabiduría” de los Grandes Seres, infinitamente superior a 
nuestras concepciones, que no son sino meras caricaturas, deformaciones e interpretaciones insuficientes suyas.

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