domingo, 28 de junio de 2015

Las Normas


LAS NORMAS 
por Francisco-Manuel Nácher

     Es interesante el estudio de lo que ocurre con las normas, cuál es su causa, cómo se aplican y cómo deberían aplicarse.
    El hecho de que existan normas obedece a que una parte de la sociedad, indudablemente más evolucionada que el resto, considera que es más interesante establecer un marco de actuación para la misma, un modelo al que la conducta de los hombres se ajuste, que su inexistencia, o sea, la anarquía, la ley de la selva o del más fuerte. 
   Teniendo, pues, clara la idea de que las normas, o sean, las Leyes, producen una situación, un modus vivendi más aceptable, más perfecto que la carencia de ellas, examinemos algunos casos que nos ilustrarán sobre su aceptación, aplicación y efectos. 

   Veamos primero una actividad familiar a la mayor parte de la sociedad: 

I .- EN EL DEPORTE 

   ¿Qué ocurre con el deporte y, especialmente, con el fútbol?      

   Ocurre que, para hacer posible su existencia y su permanencia, se le dieron unas normas, contenidas en un Reglamento. Era la única manera de que todos los equipos practicaran el mismo deporte y pudiesen competir unos con otros. De no existir ese Reglamento, hubiera sido imposible la práctica del fútbol por nadie.       

     Teóricamente, redactado el Reglamento, estaba todo hecho: Si los jugadores lo aprendían y lo observaban, el fútbol sería, además de un deporte, un espectáculo muy interesante en el que el equipo más hábil, el más experto, el que mejores condiciones reuniese, en una palabra, el que mejor jugase, ganaría. Se trataría de ver en cada confrontación cuál era el equipo que mejor jugara. 

   Está claro, pues que, sin Reglamento, no sería posible el fútbol y que, sin observarlo, el fútbol dejaría de serlo para volver al estado anárquico anterior.

  Era lógico esperar, por tanto, que los jugadores, conocedores obligatoriamente del Reglamento, se esforzaran por cumplirlo, jugando lo mejor posible; que los directivos y entrenadores se esforzasen en hacérselo observar escrupulosamente, ya que, su fiel cumplimiento por todos y en todo momento, sería la única garantía de que el fútbol perdurase; que los medios de comunicación alabasen públicamente a quienes lo cumpliesen y censurasen de igual modo a quienes lo infringiesen; y que, por último, los espectadores, conocedores también del Reglamento, pues de otro modo serían incapaces de seguir el juego con pleno conocimiento, admirasen a los que, actuando dentro del marco por él establecido, demostrasen ser más hábiles, más fuertes, más resistentes, más tesoneros, más honestos o mejor preparados.

  Para dilucidar las infracciones, las desviaciones sobre lo establecido, las interpretaciones torcidas, es decir, para "salvaguardar la salvaguardia", la norma, se establecieron tres jueces para cada partido, perfectos conocedores del Reglamento y que, en caso de necesidad, harían prevalecer su interpretación y mantendrían invariable la norma. 

  Las sanciones, como es lógico, se hicieron figurar en el Reglamento, no como algo consustancial al fútbol, sino como algo extraordinario y que iba contra aquél que, a toda costa, había que salvaguardar.

  Teóricamente, pues, un partido de fútbol, tal y como lo concibieron los redactores de su Reglamento, debería desarrollarse sin faltas, sin malas intenciones, sin piques, sin desprecios, sin odios, y sólo con deportividad, lealtad, respeto mutuo, esfuerzo y demostración de lo que se es capaz. Ello conduciría, lógicamente, a que el mejor fuera el que ganase y a que el perdedor, reconociendo su derrota, se aplicase con mayor empeño a mejorar.

   Sin embargo, la realidad está bien lejos de todo esto: Privan la violencia, la desconsideración, el odio, el truco y la interpretación aviesa del Reglamento; el ganar a toda costa o, lo que es peor aún, a cualquier precio; la descalificación, el plante, la lesión voluntaria del contrario, la animadversión contra el oponente y las luchas entre espectadores; el haber tenido que enjaular a éstos y a los jugadores, como a los animales en los zoos, mediante rejas y zanjas; las manifestaciones tendenciosas de los entrenadores y directivos, bien contra los árbitros, a los que todos, por  definición, deberían respetar, bien contra el equipo oponente; la provocación premeditada de enfrentamientos, totalmente irracionales y viscerales, por parte de los medios de comunicación, etc. etc.

   Y otro tanto, en mayor o menor escala, podría decirse de todos los demás deportes. Porque, a estas alturas, lo que menos importa es el deporte en sí y lo que todos quieren es ganar. 

  Esta es la situación actual que, no lo dudamos, irá a peor de perpetuarse, como todo parece indicar que va a ocurrir, las posturas actuales frente al Reglamento, que es uno, uno sólo, y el mismo para todos. Y al que todos deberían respetar por igual. 

  Pero sigamos estudiando el fenómeno de las Normas en otros ámbitos. Estudiémoslo, por ejemplo, en la sociedad. 

II .- EN LA SOCIEDAD 

   También la sociedad tiene su Reglamento al cual todos deben adaptar sus conductas. Y ese Reglamento lo constituyen la Constitución y las normas emanadas de los representantes de la propia sociedad, bien en el Parlamento o bien en el Ejecutivo o en el Poder Judicial. 

    Y también , como en el fútbol, se han establecido unas sanciones, aplicables sólo en caso de infracciones de las normas de convivencia en que consiste el Reglamento de la sociedad, y que están contenidas en el llamado Código Penal. Mientras los ciudadanos se comporten de acuerdo con las Normas, es decir, con las Leyes, no será necesaria la aplicación de ninguna sanción. 

   Pero, lo cierto es que el Código Penal está de moda porque en la sociedad está ocurriendo como con el fútbol: miembros de todas las clases sociales, de todos los estamentos, de todas las profesiones, de todos los niveles culturales vulneran cotidianamente las Normas, y hay que aplicarles la sanción oportuna. Y hasta hay que tipificar nuevos delitos recién nacidos. Unos defraudan al fisco, aunque les consta que su dinero es necesario para el bienestar de todos; otros incumplen los contratos que han firmado o concertado; éstos hacen mal uso de su autoridad, de sus cargos o de sus poderes; aquéllos atentan contra la vida o los bienes o la honra o el buen nombre de sus semejantes; algunos, mediante un flagrante fraude de ley, se amparan en determinadas prerrogativas concedidas en defensa de la sociedad y las utilizan en beneficio propio; los medios de comunicación, que tienen la responsabilidad de informar fielmente de los hechos, se dedican no sólo a deformarlos, sino a interpretarlos torcidamente, creando estados de opinión artificiales e infundados, que producen desajustes innecesarios, en beneficio de intereses no confesados; los empresarios aprovechan cualquier posibilidad para reducir sus gastos o para aumentar sus beneficios a costa de los salarios, sin tener en cuenta las necesidades de sus empleados, ni sus derechos, ni la justicia que, según la Ley debe presidir sus actuaciones; los Sindicatos amparan del mismo modo a los honestos que a los vagos, los trepas, carentes de verdaderos ideales, en lugar de expulsarlos ignominiosa y públicamente de sus filas; los partidos políticos anteponen de modo permanente e indigno sus propios intereses a los de la sociedad que aseguran defender; los jueces, con frecuencia, se dejan llevar por sus sentimientos personales o se dejan influir por el ambiente social en el desarrollo de su difícil función, cuando no por otros intereses; los terroristas, que no aceptan las Normas, hacen lo posible por hacerlas desaparecer con la esperanza de, en esa situación, conseguir algo que ni ellos saben qué es y que, a la postre no sería más que favorecer los intereses económicos o de poder de determinadas personas que ellos ni siquiera conocen; la gente se enfrenta, en defensa o atacando a los representantes de ideas o tendencias distintas de las propias, sin tener en cuenta que toda la información que poseen sobre el asunto la han obtenido a través de los medios de comunicación, pero constándoles al mismo tiempo que esas fuentes, las únicas a su disposición, están siempre o casi siempre manipuladas... ¿Para qué seguir? 

   Pasemos ahora a estudiar el asunto en otro campo mucho más importante. Estudiemos el comportamiento de los hombres frente a la Norma ética o moral o religiosa que, en el fondo, son lo mismo. 

III .- EN NUESTRO FUERO INTERNO 

   Por supuesto, existen normas éticas y morales y religiosas. Muchas de ellas, la mayor parte, han sido recogidas, aunque con el carácter de civiles y penales, en las Constituciones de todos los países y en las legislaciones que las han desarrollado. 

     Si repasamos, uno a uno, los célebres Diez Mandamientos que, según el libro del Génesis, Jehová entregó a Moisés, comprobaremos que  prácticamente todos ellos están contenidos en las legislaciones de los países civilizados. 

   Y, si estudiamos todas las religiones importantes, no sólo en su aspecto externo - siempre más mediatizado por la historia, los acontecimientos, las épocas y, en última instancia, los egoísmos humanos - sino en su vertiente esotérica - la pura, la prístina, la que constituye la verdadera fuente, sólo conocida por unos pocos de elevado nivel - comprobaremos que todas ellas basan su doctrina, dentro de las variantes de cada pueblo a que fue destinada, en la misma idea: "Compórtate con los demás como a ti te gustaría que los demás se comportasen contigo".

    Ésa es la clave de la sociedad perfecta. De ahí han derivado todas las religiones, todas las legislaciones y todos los reglamentos. En toda norma existente, en cualquier nivel de cualquier actividad, a poco que se hurgue con la uña, aflora siempre esa otra de Derecho Natural, esa Ley de Oro de la naturaleza.

    Es el único medio de convivir en paz, en armonía, en justicia y en felicidad. Imagina por un momento, querido lector, lo que sería una sociedad regida realmente por esa maravillosa Norma o Ley. 

IV .- ¿QUÉ HACER?

   Llegados a este punto de nuestra reflexión, se impone que nos preguntemos: ¿Y por qué, si tenemos Leyes, si las conocemos, si sabemos que son necesarias para la permanencia y funcionamiento de la sociedad a la que pertenecemos y que sin ellas vendría indefectiblemente el caos, no las cumplimos? 

  Esta es una buena pregunta. Una pregunta clave, profundísima. Una pregunta de alta filosofía. Pero que nos urge responder de modo claro, convincente y que todos entiendan.

  Para ello, hemos de darnos cuenta de que lo que acaece en la sociedad es consecuencia de lo que sucede en el aspecto ético de la conducta de cada uno: el olvido de las leyes morales y, fundamentalmente, de esa Regla de Oro citada. Porque todos tenemos nuestras normas de conducta privadas, nuestro propio "decálogo, para la convivencia", al que generalmente permanecemos fieles y que, desgraciadamente, se aleja bastante del citado ideal. 

  Y si, sabido y comprendido y aceptado que, si la sociedad se rigiese por esa Regla de Oro, todo cambiaría infinitamente para bien de todos y, sin embargo, no lo hace, nos queda por ver el por qué de una conducta tan ilógica.

  Si estudiamos la antigua Atenas o la antigua Roma en sus momentos de mayor encumbramiento cultural, cuando alcanzaron el cénit de su evolución interior, veremos que se caracterizaron por su comprensión de la necesidad de la Ley y de lo que significaba para su supervivencia, así como por el respeto que sentían todos por ella. Conocida es la frase romana que resume este modo de pensar: "Dura lex, sed lex"; es decir, "la ley es dura pero es la ley". O sea: "Aunque a veces me perjudique, aunque a veces me gustaría más no cumplirla, como sé que es necesaria y que otras veces me beneficiará a mí y perjudicará a otros que, a pesar de ello, la cumplirán, yo cumplo la ley"

   Esa fue la base de su grandeza. Grandeza que empezó a decrecer cuando se dejó de respetar la Ley, cuando los dirigentes se convirtieron en dictadores, cuando los militares se erigieron en salvadores, cuando el pueblo, imitando a ambos, no vio en la Ley más que un impedimento para su propio bienestar, y cada ciudadano comenzó a esperar ingenua y egoístamente pero de modo suicida, que la cumpliesen los demás puesto que es necesaria para sobrevivir, pero no él mismo. 

  La Humanidad se halla una vez más en esa tesitura. Se hacen leyes, quizá demasiadas, que tratan de hacernos mejores y de perfeccionar lo existente, y todos esperamos que, gracias a su cumplimiento por los demás, funcione la sociedad como deseamos, pero sin sentirnos implicados en esa labor común, porque es común, de arrimar el hombro en lo que nos toque. 

V .- LA SOLUCIÓN 

   ¿Solución? La misma que hizo accesibles aquellos momentos de grandeza. Y no estoy refiriéndome a nada imposible. Es preciso convencernos, primero, de que una sociedad no puede vivir sin Leyes. Reconocido esto, hay que comprender que la sociedad la formamos todos y que, por tanto, todos tenemos que colaborar del modo que establezcan las Leyes para que esa sociedad se mantenga y mejore. Y que para eso tenemos la Ley Maestra, la Constitución. Y que de ella derivan, precisamente cumpliéndola, las elecciones. Y, de ellas, los dirigentes. Y que, por tanto, esos dirigentes, sean gobierno o no, tienen derecho a todo nuestro respeto y nuestra colaboración leales, sin dudas, sin fisuras y sin reticencias. Y que, consecuentemente, todo acto, palabra, interpretación o actitud que menoscabe ese respeto y esa colaboración, necesarias y obligatorias, o que, con cualquier excusa, pretenda salirse de la Ley, va contra la propia sociedad y persigue siempre, sin excepción, intereses aviesos que, a la larga, conducen al desmoronamiento de la sociedad que dice amar y defender. 

   ¿Cuál es, pues, el paso que nos falta por dar para alcanzar esa madurez griega y romana citadas? Simplemente la interiorización de la Ley: Que la situemos en nuestro corazón y la vivamos y la sintamos palpitar en nuestro seno, y la defendamos como un tesoro valiosísimo que nos ha costado mucho de conquistar, haciendo, de ese modo, innecesarios las sanciones y los Códigos. Y, como consecuencia de ello, que cumplamos con nuestra obligación, para sentirnos bien con nosotros mismos, sin importarnos lo que hagan los demás.
    Pero eso ha de empezar por la escuela. Y por la familia. Y, luego, continuar en la sociedad. Es una labor, partiendo del estado actual de las cosas, ardua y difícil pero no imposible y, por supuesto, necesaria. No tenemos más que mirar el globo terráqueo. ¿Qué países han venido y están viniendo a menos? Aquellos en los que la Ley dejó de ser respetada, primero por los dirigentes políticos o militares y luego por el pueblo, que siempre imita a los de arriba. 

    Miremos, pues, a esos países en plena desintegración, abocados a la desesperación y curémonos en salud del único modo posible: Sembrando ilusión y conocimiento y responsabilidad en los futuros ciudadanos, y tratando nosotros de reciclarnos a tiempo. 

   Porque siempre, siempre, esa falta de respeto a la ley humana entrañó una violación de la Ley Natural plasmada en la Regla de Oro: "Compórtate con los demás como a ti te gustaría que los demás se comportasen contigo". Y las leyes naturales ni hacen distingos ni perdonan. 

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viernes, 19 de junio de 2015

La Iniciaciones


LAS INICIACIONES 
por Francisco-Manuel Nácher

     La Iniciación, contra lo que se piensa muy a menudo, no es una ceremonia. Puede ir acompañada o no de determinados ritos o actos más o menos públicos y solemnes pero, en sí, es un acontecimiento exclusivamente interno, individual, que tiene lugar en otros planos de conciencia. 
  Tradicionalmente, hasta Cristo, es decir, durante la antigua dispensación, el sendero de la Iniciación no estaba abierto a todos, sino sólo a unos pocos. Los Hierofantes de los Misterios elegían un cierto número de familias, las llevaban al Templo y las separaban de todas las demás. Esas familias elegidas debían observar rigurosamente determinados ritos y ceremonias. Su educación, su alimentación, sus matrimonios y vida sexual estaban igualmente regulados por los propios Hierofantes. El resultado de todo ello era la producción de una clase especial de hombres y mujeres que tenía la suficiente laxitud entre los cuerpos denso y vital y que podía despertar al cuerpo de deseos durante el sueño del cuerpo físico. De ese modo se les colocaba en disposición de recibir las Iniciaciones. Con ellos se constituía una tribu o casta especial, como la de los brahmanes entre los arios o la de los levitas entre los hebreos, dedicadas al culto y a las relaciones con Dios, y que no podían contraer matrimonio con los miembros de las otras tribus o clases. Téngase en cuenta, además, que la vida superior, mejor dicho, el sendero hacia la vida superior, no empieza hasta que se inicia el trabajo en el cuerpo vital, y el medio empleado para activar éste es el Amor o, mejor dicho, el altruismo. De modo que, una vez convencidos los instructores de que el neófito había desarrollado, por su propio esfuerzo y dedicación, además de por medio de los ritos, meditaciones y ceremonias, las facultades necesarias, y seguros de su absoluta buena fe, se le inducía un estado cataléptico, similar a la muerte. Una vez en tal estado, el hierofante hacía salir de su cuerpo físico los vehículos superiores, lo acompañaba a otros planos y le demostraba allí que la muerte no existe, que sólo perdemos el vehículo físico y, tras una serie de experiencias, volvemos a renacer en otro cuerpo; le impartía una serie de conocimientos y, tras ello, transcurridos tres días y medio, al amanecer del cuarto día, lo introducía de nuevo en su cuerpo físico y lo despertaba, con lo que el neófito "volvía a la vida", "resucitaba" convertido en un "hombre nuevo" y por ello se le cambiaba de nombre. Aún hay hoy muchas congregaciones religiosas en las que, al que "profesa" se le cambia el nombre. Pero siempre el neófito debía, previamente, mediante vidas de entrega amorosa al prójimo, pureza y servicio altruísta, haber desarrollado en su interior las facultades que la Iniciación no hacía sino enseñarle a usar. Los miembros de las otras tribus o clases no tenían acceso a ella. 
   Pues bien. Cristo, después de la Iniciación de Lázaro, última realizada según el rito antiguo, y que los Evangelios relatan, simbólicamente, como resurrección, estableció un nuevo sistema en el que el neófito no necesita hallarse en estado cataléptico, sino que puede ser iniciado en pleno estado de vigilia. Y, además, no tiene que pertenecer necesariamente a ninguna tribu o clase escogida - Él mismo no fue levita - sino que cualquiera, sin distinción de raza, sexo, edad o religión, puede ser iniciado, siempre que, por su propio esfuerzo y dedicación - que incluyen alimentación y vida sana, deseos y pensamientos puros y positivos y sincero amor al prójimo y, por supuesto, altruismo e inofensividad - haya logrado desarrollar esas facultades imprescindibles. De modo que uno puede ser, sin saberlo, candidato a la Iniciación, debido a su vida de servicio y entrega al prójimo y, en el momento oportuno y con toda certeza, la recibirá. La Iniciación, pues, no tiene, como hemos dicho, otra finalidad que enseñar al neófito a usar las facultades que él mismo, con su esfuerzo, ha desarrollado, y nunca sirve para adquirirlas. No es posible, por eso, comprarla ni regalarla ni venderla, y quienes aseguran, ofrecen o prometen poder hacerlo, no son sino comerciantes, pero de ninguna manera hierofantes, por más que envuelvan la supuesta Iniciación en ceremonias más o menos solemnes. 
    Hay otra diferencia fundamental entre Cristo y los instructores de pueblos y creadores de religiones anteriores a Él: que éstos debieron morir y reencarnar varias veces para ayudar a sus pueblos respectivos: Moisés fue arrebatado por el Arcángel Miguel - espíritu de raza del pueblo hebreo - y lo condujo al monte Nebo, donde murió; renació como Elías, que también fue arrebatado y murió; y volvió a renacer como Juan el Bautista. Buda murió y renació como Shankaracharya. Por otra parte, cuando le llegó la muerte, el rostro de Moisés brilló, lo mismo que el cuerpo de Buda, señal de que ambos habían alcanzado el estado en que el espíritu empieza a brillar desde dentro. Y entonces murieron. Jesús, en cambio, fue crucificado y murió, resucitando después. Pero antes, en el Monte de la Transfiguración, alcanzó el estado de iluminación y Su obra tuvo lugar después de ese acontecimiento. 
     Hay en la Tierra siete Escuelas de Misterios Menores y cinco de Misterios Mayores. En total, doce.
   Y existen nueve Iniciaciones Menores y cuatro Mayores para nuestra oleada de vida. Las nueve menores van ampliando los conocimientos y, por tanto, la conciencia y los poderes del neófito hasta límites increíbles. Cuando se ha obtenido la primera Iniciación Mayor, se es Adepto. Y un Adepto es ya capaz de crear, para sí, un cuerpo físico en el que actuar en este mundo, en beneficio de la Humanidad, y hacerlo durar siglos en perfecto estado de salud y con aspecto juvenil. Y, cuando considera que le conviene otro cuerpo, puede crearlo y habitarlo.
  Desde la primera Iniciación Menor se posee la "conciencia permanente", es decir, que no se experimenta pérdida de conciencia ni al dormirse ni al despertar ni al morir. Por eso se dice que el iniciado "ha vencido a la muerte".
   Cuando el hombre ha obtenido las cuatro Iniciaciones mayores, queda libre de la "rueda de reencarnaciones", es decir, ya ha asimilado todo el conocimiento que la vida en esta cadena de Períodos evolutivos le puede proporcionar, y ha equilibrado su cuenta con la ley del karma, por lo que no necesita renacer y puede continuar su evolución en otros planos cuya felicidad y cuyas actividades son para nosotros inconcebibles. La mayor parte, sin embargo, de esos hermanos liberados de la necesidad de renacer aquí, optan libremente por permanecer en la Tierra para ayudar a los que quedamos y, especialmente, a los rezagados. Son los llamados Hermanos Mayores y están a cargo del gobierno del mundo desde los planos superiores, siempre respetando la libertad de los hombres, pero siempre dispuestos a ayudarles. Ellos son los que detectan, por el brillo de sus auras, a quienes han desarrollado suficientemente las facultades necesarias para recibir las Iniciaciones, y quienes las imparten.
    Los Iniciados, pues, apenas lo son, se convierten en ayudantes de los Adeptos y colaboran conscientemente en la labor de ayudar a los demás en su evolución. Por supuesto, estarán en su lugar de trabajo, en su familia, desarrollando las actividades normales, sin que nadie pueda distinguirlos de los demás hombres, salvo por su integridad, su amor a la justicia, a la verdad y al prójimo...; y, durante la noche, mientras su cuerpo físico duerme, trabajarán en los planos superiores como Auxiliares Invisibles, enseñando a los difuntos o a los que duermen en ese momento, las verdades ocultas y las leyes de la naturaleza, ayudando en las desgracias, en los accidentes, en los momentos importantes de la vida de cada uno, sugiriendo ideas o soluciones o actitudes, siempre del lado de lo positivo, siempre de modo altruista y desinteresado y siempre respetando la libertad individual que, en todo momento, es sagrada.    - Las nueve Iniciaciones menores ilustran al Iniciado sobre los distintos procesos que han tenido lugar en la evolución de nuestra oleada de vida humana durante el Período Terrestre. 
   - Durante la primera iniciación menor, se le muestra al neófito la página de la Memoria de la Naturaleza en la que se conservan los recuerdos de la primera revolución o Revolución de Saturno. Y el iniciado, sin perder su conciencia de vigilia actual, observa, también conscientemente, los progresos de la oleada de vida en aquellos remotos tiempos; entra en contacto con las Jerarquías Creadoras que actuaron en beneficio del hombre, y puede alinearse con ellas. Ve igualmente los procesos que tuvieron lugar durante la primera época o Época Polar, de la cuarta revolución del Período Terrestre, que recapituló el antiquísimo Período de Saturno: Cómo nuestro cuerpo era una especie de saco, blando e informe, de cuya parte superior salía un órgano que detectaba el calor, lo cual nos permitía cambiar de emplazamiento para huir del peligro pues, en aquella época, la mayor parte de la tierra estaba en estado incandescente. Ese órgano es la actual glándula pineal, mientras que el tacto ha pasado a ser un sentido generalizado por toda la superficie del cuerpo. Ve igualmente que la reproducción se realizaba por simple división en dos mitades que, desde el momento de nacer, adquirían el tamaño del progenitor. Era la época en que nuestra oleada de vida atravesaba el estadio mineral, es decir, que sólo disponíamos de vehículo físico y nuestra conciencia era la de trance profundo.
  - La segunda Iniciación Menor muestra al neófito el proceso evolutivo durante la segunda revolución o Revolución Solar y ve también lo ocurrido en la Época Hiperbórea que recapituló aquellos momentos, pero en un grado más avanzado. Comprueba cómo la Tierra ya había formado islas o costras en el mar incandescente, y que el cuerpo físico del hombre fue dotado de un cuerpo vital por los Señores de la Forma y los Ángeles. Ese cuerpo vital permitió crecer al cuerpo físico de la época anterior, asimilando, por ósmosis, sustancias exteriores a él. La reproducción era aún por división pero no en dos parte iguales, sino de  distinto tamaño, y que crecían luego asimilando sustancias externas hasta adquirir el normal. Atravesábamos entonces el estadio vegetal de nuestra evolución y nuestra conciencia era la del sueño sin ensueños. El estudiante presencia también cómo, al finalizar la Época Hiperbórea, el Sol, en el que, hasta entonces se había desarrollado nuestra evolución, arrojó a la actual Tierra al espacio porque sus habitantes - nosotros, más los actuales animales, vegetales y minerales - nos habíamos rezagado y no podíamos soportar las elevadas vibraciones solares, ya que nuestros cuerpos hubieran sido viejos antes de tener tiempo de ser jóvenes. 
   - La tercera Iniciación Menor muestra al estudiante toda la Revolución Lunar, así como su recapitulación, que tuvo lugar durante la Época Lemúrica de la actual Cuarta Revolución del Período Terrestre. Y el neófito comprueba así cómo los fracasados de nuestra oleada en la evolución, fueron lanzados desde la Tierra, al espacio, con la porción de la misma que ahora constituye la Luna. Y cómo tuvo lugar la división en sexos, y la intervención de los Luciferes - rezagados de la oleada de vida de los ángeles - que hicieron al hombre sabedor de que tenía cuerpo físico y de que podía crear conscientemente cuerpos físicos cuando le apeteciese, sustituyendo el instinto reproductor por el deseo y la pasión, y dando con ello lugar al "pecado original" de que habla la Biblia. Y verá que el hombre aún no tenía ojos, sino una especie de ocelos o manchas que percibían la luz. Y que, en ayuda de los hombres, se envió a los Señores de Venus y de Mercurio - rezagados de ambos planetas pero pertenecientes a nuestra oleada de vida y mucho más evolucionados que el resto de los hombres - que nos enseñaron el gobierno, la agricultura, el fuego, la Iniciación, etc. Y verá cómo, antes de esto, el Sol arrojó de sí, primero a Venus y luego a Mercurio, porque sus habitantes tampoco podían soportar las vibraciones solares. Y comprobará cómo cada planeta se ha ido situando precisamente a la distancia del sol que más apropiada resulta para las oleadas de vida que en él evolucionan. Y que la Luna u "octava esfera" es un mundo de descomposición de los fracasados en la evolución. Y que, así como los rayos solares proporcionan la vida, los lunares traen la muerte, y que la Tierra se encuentra a la distancia oportuna de ambos astros para que podamos vivir el tiempo necesario para evolucionar. Y verá cómo se dotó al hombre de cuerpo de deseos, nuestro tercer vehículo. Entonces pasábamos por nuestro estadio animal y nuestra conciencia era la del sueño con ensueños. 
    La cuarta Iniciación muestra al discípulo lo acaecido durante la Época Atlante de la actual cuarta Revolución del Período Terrestre. Y ve que la tierra estaba cubierta de vapor, ya que el agua se hallaba casi toda en suspensión, y que la visibilidad era mínima; que el hombre respiraba por branquias, casi no tenía frente, su cerebro era rudimentario, su estatura era gigantesca, sus brazos desproporcionadamente largos, los ojos pequeños y parpadeantes y el cabello de sección redonda, característica que aún conservan los pueblos que ocupan cuerpos de razas amarillas, descendientes de las razas atlantes; que los vehículos vital y de deseos aún no habían penetrado en el cuerpo físico y se mantenían fuera de él; que, debido a esa falta de coincidencia de los vehículos, la percepción del atlante era mejor en los planos superiores que en el mundo físico; que, con el tiempo, esos vehículos fueron coincidiendo, con lo que empezó a surgir una mejor percepción; que, a finales de la Época Atlante, el hombre recibió su último vehículo: la mente, con lo cual pasó a convertirse en hombre, con conciencia de sí mismo; y que el final de la época coincidió con la condensación de casi todo el vapor de agua en suspensión, lo que produjo lo que la Biblia conoce como "diluvio universal", el hundimiento, no repentino pero relativamente rápido, de la Atlántida, y la aparición, por primera vez, del arco iris, que la Biblia asegura ser demostración del pacto entre Jehová y Noé, que representa a los supervivientes de la catástrofe. A lo largo de esta época el neófito conocerá los avatares de las siete subrazas de la raza atlante: Rmohals, Tlavatlis, Toltecas, Turanios, Semitas originales - origen de las actuales razas arias - Acadios y Mogoles. Verá asímismo la historia de las razas arias y sus características: La Aria, propiamente dicha, emplazada en la India; la Babilónico-asirio-caldea, en Mesopotamia; la Perso-greco-latina en los lugares que sus nombres indican; la Céltica, en Irlanda, Escocia y Galicia; y la Teutónico-anglosajona, en Europa central y Gran Bretaña. Además, el estudiante verá el arquetipo de lo que han de ser las dos subrazas que faltan de la Época Aria: la Eslava, que se desarrollará entre los pueblos así denominados, durante la próxima era de Acuario, y una séptima, aún sin nombre, derivada de ella y de existencia breve; y, por fin, en la Sexta Época, la última raza, que se está fraguando con la mezcla de todas las razas y que eclosionará en lo que es hoy América del Norte. 
   La quinta Iniciación Menor lleva al candidato al final del Período Terrestre, en el que la humanidad estará recogiendo los frutos del mismo y llevándoselos, para asimilarlos, al globo oscuro, denominado “caos” y que constituye la Noche Cósmica subsiguiente a cada Período. Este globo oscuro se encuentra en el Tercer Cielo, o sea, en la Región del Pensamiento Abstracto del Mundo del Pensamiento, el lugar al que San Pablo asegura haber sido arrebatado, lo cual demuestra que estaba en esos momentos recibiendo la quinta Iniciación Menor. 
    Las Iniciaciones sexta, séptima, octava y novena no hacen sino profundizar y ampliar los conocimientos relativos al Período Terrestre y enseñar al iniciado a manejar sus facultades y a operar con las energías bajo su mando, para colaborar en el plan divino, junto con todas las demás Jerarquías actuantes.
   Cada Iniciación habilita al neófito para penetrar en un estrato, cada vez más profundo, de la Tierra, de modo que, al recibir la novena, se puede acceder hasta el noveno estrato, tras el cual sólo queda el núcleo, el corazón, para penetrar en el cual se necesita la primera Iniciación Mayor. 
   A los que han recibido una o varias Iniciaciones Menores se les denomina Hermanos Legos. 
  La primera Iniciación Mayor proporciona al Iniciado todo el poder y todos los conocimientos que la oleada de vida Humana habrá adquirido al terminar las tres Revoluciones y media que faltan del actual Período Terrestre. La segunda Iniciación Mayor, hace lo propio con todo lo relativo al siguiente Período, llamado de Júpiter. La tercera y la cuarta, proporcionan lo mismo, pero relativo, respectivamente, a los Períodos de Venus y de Vulcano.
   Los Misterios Menores, pues, ilustran sobre el pasado, el presente y el futuro inmediato de la Humanidad, y los Mayores, sobre su futuro más remoto.
   Quiere esto decir que el que ha obtenido la cuarta Gran Iniciación posee ya ahora todo el conocimiento que al resto de la Humanidad le va a costar millones de años adquirir, a costa de infinitas vidas, muertes y renacimientos, dolor y sufrimiento. Esa es la ventaja indudable de la Iniciación: Es un atajo en el sendero de la evolución. 
  Cuando se ha recibido la cuarta Iniciación Mayor, como se ha dicho, se puede elegir entre quedarse ayudando al resto de la Humanidad en su carrera evolutiva o pasar a colaborar en otras evoluciones de otras oleadas de vida. A los que optan por quedarse para ayudarnos se les denomina los Hermanos Mayores y tienen a su cargo la evolución de la Tierra y sus habitantes. 

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domingo, 14 de junio de 2015

Las Inercias


LAS INERCIAS 
por Francisco-Manuel Nácher 

   ¡Qué fenómeno tan curioso el de la inercia! Estamos quietos. Todo está quieto. Todo en “stand by”. Todo en espera. Todo con infinitas posibilidades en su seno. Todo con posibles futuros, bien alegres bien tristes, bien exitosos bien fracasados, bien ascendentes bien descendentes. Todo con aspiraciones y con ilusiones, con proyectos y con posibilidades, con realizaciones, con aciertos, con errores, con pérdidas y con ganancias, con felicidad y con desdicha… Todo aún en el inexistente mundo de las posibilidades.
    
   Y todo está quieto, inservible e inútil… hasta que hacemos el primer movimiento, damos el primer paso, escribimos la primera línea, lanzamos la primera idea, movemos una mano, subimos el primer escalón, pronunciamos la primera palabra… 

     Porque entonces, su energía rompe las compuertas que impedían manifestarse a la vida y ésta se desborda encarrilándose por una de las mil posibilidades que súbitamente se han abierto ante nosotros. Con ello habremos roto la primera inercia. Eso lo vemos claro en el mundo físico: Es necesario hacer un primer esfuerzo para mover algo.

    Pero es que los seres humanos,- aunque la mayor parte no sean conscientes de ello – estamos viviendo simultáneamente en varios mundos. Y en todos ellos rige la misma ley de la inercia y, por tanto, ha de haber un primer movimiento para que las cosas se muevan. Se necesita un “fiat”, un esfuerzo inicial de un ser creador, que ponga en marcha la naturaleza.

   Llegada la hora de cerrar debidamente el año que concluye, resulta oportuno reflexionar sobre la inercia. Pero no sólo sobre la primera, la inercia física, sino sobre otra mucho más importante para nosotros: la inercia espiritual Porque es muy frecuente que leamos, que estudiemos, que reflexionemos, que asistamos a conferencias, que estudiemos cursos, que nos empapemos de conocimientos ocultos y, sin embargo, no hagamos ese necesario primer movimiento que rompa la inercia espiritual. Porque, para movernos – en cualquier mundo – es preciso “querer movernos” y, consecuentemente, dar el primer paso en la dirección correcta. 

  Todos hemos leído a Max Heindel, hemos memorizado sus Enseñanzas, hemos admirado la claridad de sus exposiciones y hemos soñado con seguir sus pasos. Pero la inercia se ha apoderado de nosotros y, creyéndonos ya en el camino definitivo, no hemos dado aún el verdadero primer paso, es decir, no hemos decidido definitivamente cuál es nuestra verdadera escala de valores. 

    Y eso es lo único que nos puede ayudar en nuestra evolución: tener perfectamente clara nuestra escala de valores. Porque, una vez estructurada debidamente, respondiendo honestamente a nuestras expectativas y preferencias reales, y sólo entonces, podremos caminar con ierta soltura por el Sendero.

   Pero esas circunstancias no se dan si perdemos de vista que somos partecitas de Dios, que Él está viviendo en nosotros y nosotros en Él, exactamente igual que las células de nuestro cuerpo viven, inevitablemente, en nosotros y nosotros vivimos en ellas o, dicho de otro modo: vivimos gracias a ellas al tiempo que ellas viven gracias a nosotros.

    Aclarado esto, ya resulta más fácil estructurar nuestra escala de valores. Pero no “la nuestra”, sino la de Dios, cuyas células somos y cuya vida vivimos al tiempo que influimos en la Suya.

   ¿Y qué escala de valores tendrá Dios? ¿Cuál será Su primer valor, aquél a cuya consecución todos los demás valores se supeditan? ¿nuestro éxito material?, ¿nuestra felicidad?, ¿nuestra fama? ¿nuestras riquezas? ¿nuestra importancia entre los hombres? ¿nuestra sabiduría?, ¿nuestro poder...? 

   ¿No habrá que pensar que, si para nosotros el primer valor es la vida (puesto que sin ella ningún otro valor significaría nada) y somos células en el cuerpo de Dios; y, si la mejor manera de conservar la vida es lograr que nuestras células estén “sanas”, ocurrirá lo mismo con Él y habremos nosotros de estar “sanos” para que Dios lo esté también?

  ¿Y puestos en el papel de células del cuerpo de Dios, ¿qué conducta será la más conveniente a Su salud? Lo lógico es pensar que la que nos aconsejó Él mismo cuando estuvo entre nosotros. 

  Entonces, ¿será conveniente para la salud de Dios que nos enemistemos con nuestros hermanos; o que pongamos nuestros intereses individuales por encima de los de ellos; o que no ayudemos a quienes necesitan ayuda sabiendo que ellos y nosotros somos lo mismo? ¿O será más conveniente que nos amemos unos a otros como Cristo nos amó y nos sigue amando, como nos demuestra con Su venida anual en el Solsticio de Invierno, para derramar sobre nosotros Su propia Vida con el fin de que nosotros podamos vivirla y devolvérsela del mejor modo que sepamos hacerlo? 

  Planteadas así las cosas – y es la única manera lógica de plantearlas - ¿dónde quedan nuestro orgullo, nuestros vicios, nuestras tendencias, nuestras enemistades, nuestras venganzas, nuestras envidias, nuestro afán de bienes materiales y, en una palabra, nuestro egoísmo?

   Si, considerado lo que antecede. los probacionistas intentamos escribir la Carta Anual al Maestro, ¿habrá realmente algo de lo que podamos considerarnos orgullosos? Y, ¿de qué habremos de arrepentirnos y, por tanto, corregirnos? Seguramente llegaremos a la conclusión de que estamos obligados a romper la inercia, que nos tiene encadenados a una situación de inmovilismo mientras, erróneamente, nos pavoneamos orgullosos de logros realmente inexistentes. 

  Ésta es, pues, la segunda inercia que hemos de vencer, la espiritual. Y la más importante. Y, hasta que no la venzamos y nos pongamos seriamente en movimiento, no tendremos derecho a enorgullecernos de nuestro recorrido espiritual.

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sábado, 13 de junio de 2015

Las guerras


LAS GUERRAS
por Francisco-Manuel Nácher 

     Las guerras son todas distintas y todas iguales. Son distintas en cuanto a los protagonistas, a los escenarios, a los medios técnicos que utilizan y a los hombres que mueren en ellas. Son iguales en cuanto a que todas suponen siempre el fracaso del hombre y el triunfo de la animalidad y de la víscera sobre el intelecto; del egoísmo y la intolerancia sobre la comprensión y la convivencia; de la parte inferior del hombre sobre su parte espiritual. Y todas, sin excepción, dejan sin resolver el problema que les dio nacimiento. Y todas conducen a un período de odios, de privaciones, de desajustes, de readaptaciones, de restañamiento de heridas y de ampliaciones de conciencia, en cuanto sus protagonistas asimilan las dolorosas experiencias vividas. Y todas obligan, tanto a los vencedores como a los vencidos, a reemprender pacíficamente el camino de la convivencia en el punto en que lo interrumpieron violentamente. Son el ejemplo más frecuente y que más a mano tenemos del error en la elección del sendero de la evolución. 

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jueves, 11 de junio de 2015

La gafas del alma


LAS GAFAS DEL ALMA 
por Francisco-Manuel Nácher

    Cada uno de nosotros circula por la vida con unas gafas puestas. Son unas gafas espirituales que todos nos hemos construído inconscientemente, como hemos construído nuestros hábitos y nuestro lenguaje y nuestro modo de comportarnos. Son unas gafas que llevamos puestas sin saberlo y que, hasta que nos demos cuenta de que las llevamos, no podremos empezar a intentar quitárnoslas y ver la vida y el mundo y a los demás como verdaderamente son. Porque esas gafas que llevamos son unas gafas coloreadas que hacen que todo, absolutamente todo lo que nos rodea, lo veamos tintado de ese color. Lógicamente, las conclusiones que saquemos de nuestras percepciones y nuestras reacciones ante la actitud, las posturas o el comportamiento de los demás, estarán siempre influenciadas por ese color con lo que, aunque no lo pensemos así, incluso aunque pensemos o creamos lo contrario, nuestras percepciones y nuestras conclusiones, nuestras reacciones y nuestros pensamientos y nuestras conductas, no serán nunca las más apropiadas ni, por tanto, todo lo positivas ni constructivas que deberían ser. 
   Pero, ¿cuál es ese color? ¿Qué tono es ése que tiñe nuestras gafas espirituales? 
   Ese color que lo tiñe todo, que lo adultera todo y que, por tanto, lo deforma todo, es distinto para cada hombre. Es la suma de todos sus defectos, de todas sus imperfecciones, de todos sus complejos, de todas sus frustraciones; en una palabra, es la suma de todo lo negativo que hay en él, pues nadie en este mundo puede presumir de ser perfecto. Pero, dentro de toda esa negatividad, dentro de todos esos defectos, hay siempre uno que sobresale, que domina, que condiciona la vida toda de ese individuo. Y ese es el tono predominante, bien que teñido o empañado con los tonos de los demás vicios o defectos del individuo en cuestión. 
   Y así, el soberbio, en el que el orgullo predomina sobre todos los otros defectos, interpretará cualquier palabra, obra o conducta de cualquier semejante como una ofensa a su propio superego. Porque, como lleva las gafas del orgullo, cualquier actuación del prójimo, por intrascendente que sea, la ve teñida con el color de sus gafas y, claro, reacciona como él considera que debe reaccionar ante una "ofensa", un "insulto" o una "falta de respeto" cuando, en realidad, no hay nada de eso.
   Y el lujurioso interpretará una minifalda como una provocación o una invitación a la agresión sexual, porque ése es el color con que él lo ve todo. 
   Y el avaro estará permanentemente interpretando que los demás intentan privarle de sus bienes.
  Y el iracundo se saldrá de sus casillas por cualquier cosa sin importancia. 
   Y el glotón interpretará la presencia de cualquier alimento como una invitación a saciar su apetito. 
  Y el envidioso verá en cada acontecimiento de la vida de los demás, un injusto menosprecio a él mismo y un motivo para envidiar y actuar en consecuencia.
   Y el perezoso encontrará siempre una excusa para no actuar, para no esforzarse, porque todas las ocasiones de hacerlo las verá tintadas con el color de esa tendencia.
   Y el ladrón interpretará que la existencia de dinero en manos de otros es causa suficiente para apropiárselo.
  Y el mentiroso verá mil ocasiones para justificar su falta de veracidad. 
   Y el calumniador verá coloreados con sus propios defectos los actos o las palabras de los demás y creerá actuar justamente denunciando lo que sólo él ve, debido a sus propias imperfecciones.   Cuando veas, pues, que alguien calumnia, ése es víctima del defecto que imputa a otros; y, cuando veas un puritano que clama contra las minifaldas, ése es un obseso sexual; y, cuando veas a alguien que desmitifica o desprestigia a otro, ése es un envidioso y envidia al otro; y, cuando veas a alguien que se ofende de todo y por todo y que siempre se siente aludido, ése es un soberbio; y, cuando veas a alguien que se queja de no tener, aunque tenga más que otros, ése es un avaro; y, cuando veas a alguien que asegura comer poco, estando gordo, ése es un glotón; y, cuando veas a alguien que se dice agotado de tanto trabajar, ése es un vago.
   Y - y esto es lo más importante - cuando te sorprendas a ti mismo adoptando alguna de esas posturas, ten por seguro que estás siendo víctima del defecto que atribuyes a los demás; que tus gafas están coloreadas con ese color, que te impide ver las cosas como realmente son. Trata, pues, rápidamente, de corregir ese defecto tuyo, ese hábito, esa tendencia y, de  repente, la vida cambiará, las personas serán más agradables y el mundo resplandecerá con mil colores maravillosos, y no sólo con tu color pardusco y sucio, que te impedía ser feliz.
  Porque, no lo dudes: existen también gafas de color de rosa, que todo lo hacen agradable y a todos los ven buenos y honestos y bien intencionados. Y es mejor ponerse y usar las gafas de esta segunda clase. 

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martes, 9 de junio de 2015

La Oración


LA ORACIÓN 
por Francisco-Manuel Nácher 

    Debemos orar - elevarnos - siempre que nos acordemos, siempre que nos sea posible. Porque, cada vez lo hagamos, nos acordaremos más y, al elevarnos, cada vez nuestra concentración será mayor. Y cada vez estaremos rodeados de vibraciones más elevadas, que irán haciéndonos inaccesibles o, mejor aún, insensibles, a las más bajas. Ello aumentará, nuestra sensibilidad para las vibraciones sutiles. De modo que nuestras actividades todas elevarán, día a día, su tasa vibratoria. 
  Pero, ¿cómo orar? Fundamentalmente, y convencidos intelectualmente como estamos, de que somos una parte de Dios y, por tanto, estamos permanentemente rodeados por Su amor, la oración ha de consistir en enviarle el nuestro sin condiciones ni excusas, sin flaquezas, sin más motivo que la necesidad que sentimos de estar con Él. Él, por Su parte, derramará, acto seguido, su amor a manos llenas sobre nosotros, lo cual nos hará amarlo más y tender más a manifestarle el nuestro. 
      No hacen falta grandes frases ni fórmulas rimbombantes. Basta algo así como: “Señor, aquí estoy para hacer Tu voluntad”. Si lo hacemos sinceramente, sentiremos en el acto el descenso de Su respuesta, que recorrerá nuestro cuerpo todo, llenándonos de felicidad. 
     Hemos, pues, de orar, no de pedir. Pero, si queremos pedir, que sea para la Humanidad en general, sin particularizar la petición. Si, no obstante, creemos procedente pedir algo para alguien, debemos hacerlo siempre con la coletilla sincera de “no obstante, que no se haga mi voluntad, sino la tuya”, para no interferir con nuestra voluntad creadora en los planes de Dios para con nuestro prójimo y para con nosotros mismos. En cuanto a la petición para nosotros, en el Padrenuestro puso Cristo el límite: “El pan nuestro de cada día”

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La evolución, insuficiente


LA EVOLUCIÓN, INSUFICIENTE
 por Francisco-Manuel Nácher 

     La evolución de las especies, incluída la del hombre, de que nos habla la ciencia, no satisface a nadie. Y no satisface porque entraña una injusticia manifiesta que repugna a la lógica que se percibe en todos los procesos naturales.
    Porque, lo que nos dice la ciencia es que cada individuo, y con él toda su generación, se esfuerzan, se adaptan, desarrollan facultades y capacidades y avanzan perfeccionando sus cuerpos y, luego, el resultado de ese esfuerzo lo aprovechan otros individuos y otras generaciones que nada hicieron para ello. Ésa es la misma injusticia implícita pero radical de la afirmación de que “el pecado de Adán y Eva recae sobre toda la Humanidad” y, en otro contexto, “que los pecados de los padres recaen sobre los hijos”. 
   Y ésa es la razón del respiro de satisfacción y reconocimiento interior que nos produce el primer contacto con la Ley de Renacimiento. Eso ya es otra cosa. Eso ya es lógico y justo. Es la pieza que faltaba en el rompecabezas: Si nos esforzamos por mejorar, el resultado de ese esfuerzo, el fruto de esas mejoras lo disfrutaremos nosotros mismos. Si hacemos mucho, mucho. Y, si hacemos poco, poco. ¡Ahora sí! - parece decir nuestro subconsciente - ¡Ahora sí que resulta lógica la evolución! Y ahora se comprende lo que la Escritura quería decir, porque los herederos de nuestros errores y de nuestros aciertos ¡seremos nosotros mismos en nuestras futuras encarnaciones!

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sábado, 6 de junio de 2015

¿Es que no ves?


¿ES QUE NO VES? 
por Francisco-Manuel Nácher

   ¿Es que no ves que la vida no tiene sentido, ni lo tienen las diferencias entre hermanos (hijos de los mismos padres y descendientes de los mismos ancestros), ni las desigualdades sociales o culturales o económicas o de salud, ni los golpes de suerte, ni las afinidades o simpatías o aversiones a primera vista, ni las desgracias aparentemente injustas o inoportunas, ni el esfuerzo sin recompensa, ni el premio sin mérito, ni la muerte prematura, ni la locura, ni el amor no correspondido, ni tantas y tantas cosas... si no admites que ésta no es más que una de las numerosísimas encarnaciones de tu espíritu que, a lo largo de todas ellas, va sembrando y recogiendo, para evolucionar, lo mismo que todos los demás, hasta alcanzar la sabiduría y con ella la perfección?

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viernes, 5 de junio de 2015

Errores flagrantes



ERRORES FLAGRANTES 
por Francisco-Manuel Nácher

    Lo mismo que nadie puede negar que un catalán, un valenciano, un balear, un vasco o un gallego, por el hecho de serlo, es tan español como un segoviano o un extremeño o un murciano, puesto que todos nacieron en España, nadie puede tampoco discutir que los idiomas catalán, valenciano, vasco y gallego son tan españoles como el castellano, ya que todos ellos nacieron en España y al mismo tiempo, y todos se siguen hablando en España por varios millones de españoles. 
   Y ahí está la gran equivocación: Lo mismo que, por un error de traducción, "el Canal de la Manga" se convirtió para los españoles en "el Canal de la Mancha", por un error de óptica política, se atribuyó el nombre de "idioma español" al idioma castellano. 
   Esa atribución exclusiva, sin embargo, presupone que los demás idiomas españoles, tan españoles y tan viejos como el castellano, no son “españoles”. Y tal situación duele. Duele a los españoles que se sienten orgullosos de serlo y que tienen la suerte de manejar, desde niños, dos idiomas, españoles ambos: el castellano y el de su propia región. 

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Epigénesis y creatividad


EPIGÉNESIS Y CREATIVIDAD 
por Francisco-Manuel Nácher

   La epigénesis es creatividad. Y ésta es la búsqueda de nuevos enfoques, de nuevas ideas, de nuevos objetivos, de nuevas metas.         Hemos de adquirir, como hábito, el de la creatividad y, para ello, acostumbrarnos a no dar nada por sabido, a no considerar nada obvio, a rebuscar en todo pensamiento, en todo conocimiento, en toda práctica, para descubrir nuevos ángulos, nuevas perspectivas, nuevos puntos de vista, perlas escondidas que, siempre, una vez halladas y compartidas, resultan ser lógicas y comprensibles y apetecibles y hasta obvias, para quienes no fueron capaces de hacer el esfuerzo de su búsqueda. 
  La creatividad debe llegar a ser nuestra manera normal de empezar a pensar sobre cualquier tema. Pero, ¿cómo ejercitarla? Hay mil maneras, pues en cada caso varían las circunstancias. Pondré un ejemplo para su mejor comprensión: 
  Se nos dice que Jehová dio a Moisés las Tablas de la Ley, que contenían el conocido Decálogo. Bien. Se nos enseñó eso y la mayor parte nos quedamos ahí. Pero nosotros, estudiantes de ocultismo, no podemos, no debemos quedarnos ahí. ¿Y qué podemos hacer? Muchas cosas. Por ejemplo: preguntarnos: ¿Por qué en dos tablas y no en una? Y, ¿por qué precisamente diez mandamientos?
   A poco que pensemos, comprobaremos que los tres primeros mandamientos, los de la primera Tabla, se refieren a la relación entre Dios y el hombre y los otros siete (los de la segunda), a las relaciones entre los humanos. 
  ¿Y si seguimos preguntándonos? Veremos que los tres de la primera Tabla hacen referencia al hecho de que son tres las Personas de la Trinidad. Y los de la segunda, al de que el hombre es de constitución séptuple (cuerpo físico, etérico, de deseos, mental, Espíritu Humano, de Vida y Divino).
  Y, si seguimos en nuestro empeño, veremos que el diez es el número perfecto, el del equilibrio de las dos polaridades, el resultado y el resumen de los números inferiores y el origen de los superiores… Eso es epigénesis. Eso es creatividad. Y eso es lo que debemos acostumbrarnos a hacer de un modo instintivo, porque es la única vía para recorrer el Sendero con un mínimo de esfuerzo, obteniendo ininterrumpidamente ampliaciones de conciencia que nos permitirán un avance sistemático en la comprensión de nosotros mismos, de nuestro entorno y de la creación toda. 
  Max Heindel nos aconseja siempre que puede que usemos la mente, que aprendamos a utilizarla y a concentrarla. Y que la Verdad tiene infinitas facetas y, cuantas más dominemos, más fácil nos resultará el siguiente paso para conocerla mejor. 
   No ejercitamos la epigénesis, pues, porque no somos creativos. Y no somos creativos porque no utilizamos la creatividad, que es lo que nos hace pensar de modo diferente al generalmente aceptado, y no quedarnos en lo ya sabido y del modo sabido, y cuyos frutos son ya patentes, así como sus limitaciones. En resumen: nos olvidamos continuamente de que somos seres creadores, hechos a imagen y semejanza de nuestro Creador. 

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jueves, 4 de junio de 2015

¿Enseñar al hambriento?



¿ENSEÑAR AL HAMBRIENTO?
 por Francisco-Manuel Nácher 

     El amor, en su manifestación a efectos docentes, tiene su lógica. Fijaos en que Cristo, en el pasaje a que se refieren los Evangelios en Mateo 14:13-23; Marcos 6:30-44; Lucas 9:10-17 y Juan 6:1-14, como Indicador del Camino, primero sació el hambre espiritual de sus seguidores, que se contaban por miles, (así lo relata, medio veladamente, Mateo al decir que sanó a los enfermos; y así lo dice explícitamente Marcos) y luego atendió su hambre física y multiplicó cinco panes y dos peces y dio de comer a cinco mil y sobraron doce canastos (5+2=7; 7+5=12). 
    Dicho esto, debemos detenernos a reflexionar un poco: ¿Quiere decir el texto evangélico que resulta más fructífero hablar de Dios al hambriento que al saciado? No. Pero quiere decir que es más importante el hambre del espíritu que la del cuerpo. 
  Los antiguos romanos decían: “Primum vivere, deinde philosophare” (es decir: “primero vivir, y luego filosofar”). Y eso es, más o menos, lo que predica la llamada Teología de la Liberación: Primero, solucionemos los problemas de subsistencia de los pueblos y, luego, ya les hablaremos de Dios. Porque, si hablamos de Dios a los hambrientos, como no entenderán la justicia de un Dios que les hace pasar hambre, sólo obtendremos la conversión de los estómagos agradecidos (y, por tanto, falsa) o la de los poco inteligentes, que sólo se convertirán luego en fanáticos. Pero, si predicamos a gente con sus necesidades mínimas cubiertas, dado que sus mentes y sus corazones están libres de agobios apremiantes, obtendremos creyentes conscientes, que lo serán por libre elección. 
   Y Todo ese razonamiento sería perfecto si no fuese porque en la naturaleza humana está el acordarse de Dios cuando se sienten necesidades o dolores o problemas, y olvidarse de Él y del más allá, cuando aquellos brillan por su ausencia y todo se ve de color de rosa. Los romanos y los defensores de la teología de la liberación tenían y tienen una visión materialista de la vida y, partiendo de ella, sus afirmaciones son correctas. Pero, desde el punto de vista espiritual, es inútil predicar a los hartos, porque son los que menos comprenden las necesidades del prójimo y ven más difícil ponerse en su lugar y sacrificarse por él. En cambio, los que están sintiendo las privaciones o el dolor, comprenden fácilmente los sufrimientos de sus semejantes y están más prontos a ayudarles. Y también están más preparados y más receptivos para que se les expliquen las causas de sus males y los posibles remedios para eliminarlos. 
   Y eso fue, precisamente, lo que nos quiso enseñar Cristo en el pasaje que comentamos: Viendo la gran multitud de gente que le había seguido durante tres días, atendió primero su hambre de conocimiento, de luz, de comprensión y, luego, se preocupó de sus necesidades materiales. 
    Pero, sabiendo que cada escena de los Evangelios no sólo es algo histórico, sino también algo simbólico, ya que Cristo estaba enseñándonos el Camino (de la Salvación, es decir, de la evolución sin retrasarnos con relación a nuestra oleada de vida) y, por tanto, tuvo que vivir todas las etapas y situaciones por las que todos hemos de pasar a lo largo de nuestro ciclo evolutivo, ¿de qué hambre habla, en realidad, el Evangelio? Por supuesto, del hambre física, aunque no hay que suponer que los que seguían a Cristo fueran pordioseros, mendigos, desarrapados ni descastados. Pero, al mismo tiempo, nos está exponiendo cómo impartía una lección a sus discípulos. La escena nos dice veladamente que Cristo estaba enseñándoles a multiplicar objetos. Por eso les dijo: “Dadles vosotros de comer”. Pero fallaron. Y entonces Él, conmovido de la multitud hambrienta, lo hizo por ellos. Pero esos cinco panes y esos dos peces y esos doce canastos de sobras y esos cinco mil hombres, todos ellos números cabalísticos, simbólicos y llenos de contenido, nos están, en realidad, hablando de toda la Humanidad. Puesto que toda la Humanidad tiene hambre, hambre de verdad, hambre de justicia, hambre de luz, hambre de amor.

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miércoles, 3 de junio de 2015

La luz y las tinieblas


LA LUZ Y LAS TINIEBLAS 
por Francisco-Manuel Nácher

   La Luz, en sí, no tiene sombras. Pero, para percibirla, las necesitamos. Si no percibiéramos las sombras, no distinguiríamos nada. Todo sería algo blanco, uniforme, vacío e inmutable. Son las sombras, pues, que no existen, ya que no son sino ausencia de Luz, las que nos permiten distinguir, tanto la Luz como los objetos.
    
     Y lo mismo ocurre con el Bien y el Mal. Éste no existe, pues no es más que ausencia de aquél, pero nos resulta necesario para percibirlo. Por tanto, si nos identificamos con el Bien, venceremos al Mal, del mismo modo que si nos identificamos con la Luz, caminaremos en la Luz, sin sombra alguna, porque las sombras habrán desaparecido. 

   Tras estas consideraciones, se comprende lo que Cristo quiso decirnos al pronunciar aquellas enigmáticas palabras: “Yo soy la Luz del mundo”. Porque, si nos identificamos con Él, que es la Luz, es decir, si logramos la unión de nuestros espíritus y nuestra personalidad, si realizamos el matrimonio místico, caminaremos en la Luz y las sombras habrán desaparecido de nuestras vidas. 

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