EL DESPERTAR DEL ESPÍRITU
por Francisco-Manuel Nácher
Como estudiantes de las Enseñanzas de la Sabiduría
Occidental, sabemos que nuestro verdadero yo, nuestra Mónada,
nuestro Espíritu Virginal, se encuentra en el Mundo de los
Espíritus Virginales, un plano, inmediatamente inferior al
Mundo de Dios, en el que posee una conciencia colectiva y en el
que, lógicamente, no se conoce el mal.
Porque el mal, como valor absoluto, no existe. No puede
existir. Si todo está en Dios y todo lo existente ha sido creado
por Él, y todo está compenetrado por Él, el mal no tiene cabida
en el universo. Lo que sí existe es lo que nosotros llamamos el
MAL. Pero ese mal es sólo un concepto relativo porque, lo que
para unos es mal, para otros no lo es o, incluso, es un bien.
¿Quién puede negar que una operación de apendicitis es un bien
para el cuerpo enfermo que se salva de una muerte cierta,
mientras que es una muerte cierta para las células que forman
parte del apéndice desechado? ¿Y quién puede negar que, si
queremos evolucionar, siquiera sea físicamente, hemos de
desprendernos de nuestro cuerpo físico viejo, ajado, enfermo e
inservible para nuevas experiencias – lo cual supone un mal para
él pero un bien para el espíritu - y hemos de sustituirlo por otro
nuevo, joven, mejor construido y capaz de nuevas vivencias y
nuevos avances?
Recordemos que, en el Libro de Job, el espíritu del mal es
considerado como una criatura más de Dios. Y en la inmortal
obra de Goethe, Fausto, también Mefistófeles dialoga con Dios
como una de sus criaturas e, incluso, cuando Fausto le pregunta
quién es, no puede por menos de responder: soy aquél que,
queriendo hacer al mal, acaba haciendo el bien. Porque el mal
es, como nos enseña Max Heindel, sólo bien en formación.
El mal, pues, no existe como tal. Es sólo una valoración
subjetiva de unas circunstancias dadas, en base a determinadas
referencias innatas o adquiridas.
Con eso in mente, nos resulta ya fácil comprender la
afirmación inicial de que en el Mundo de los Espíritus
Virginales no existe el mal. Aunque sería más exacto decir que
no existen ni el Bien ni el Mal, ambos, conceptos relativos y
siempre referidos el uno al otro.
Imaginemos a un ciego de nacimiento que, gracias a una
operación, adquiere la vista. A todos nos parecerá que con ello
ha resuelto su problema y se ha convertido en un hombre
normal.
Pero su problema o, mejor dicho, sus problemas, no habrán
hecho más que empezar. ¿Y, por qué? Porque, hasta ese
momento, su mundo estaba formado por las ideaciones por él
realizadas en base a los estímulos sensitivos que su oído y su
tacto le habían ido proporcionando a lo largo de los años.
Para una persona con vista, el campo visual está siempre
lleno de cosas. No hay vacíos. Veremos el cielo, el suelo, las
nubes, las personas, los árboles, el mar...llenándolo todo. Todo
estará en su sitio y no habrá ningún punto en el que, si miramos,
no veamos nada, como nos demuestra la máquina fotográfica
que, aunque enfoquemos sólo una persona, se empeñará en
recoger también su entorno, por la sencilla razón de que está ahí.
Está siempre ahí.
Pero, como hemos dicho, el mundo del ciego es distinto y
en él, lo que no sea ideación de estímulos táctiles o auditivos,
está vacío, sin nada que lo llene, sin ninguna imagen.
¿Y qué ocurre cuando ese ciego de nacimiento adquiere la
vista súbitamente? Pues le ocurre que empieza a percibir formas
y colores y movimientos que, para él, son completamente
nuevos, que no había percibido nunca y sobre los que, por tanto,
no había podido hacerse ninguna idea; que se ve inmerso en un
mundo que no sabe interpretar. Verá, por ejemplo, los árboles,
pero no sabrá lo que son. Verá a sus parientes y amigos, pero no
los reconocerá. Se verá, incluso a sí mismo en un espejo, pero
no sabrá quién es. Y no sabrá traducir a datos aprovechables
todos los estímulos ópticos que llenan su recién adquirido
campo visual. Lo cual le producirá una sensación de hallarse
totalmente perdido, sin referencias, sin posibilidad de
orientación ni de ubicación ni, consecuentemente, de actuación,
y teniendo, para poderse sentir seguro, que cerrar los ojos y
recurrir a su antiguo sistema de percepción, interpretación y
actuación. En principio, pues, la adquisición de la vista no le
habrá aportado ninguna ventaja, sino sólo inconvenientes,
desorientación y problemas. Claro que, con el tiempo,
cometiendo muchos errores y ayudándose de sus antiguos
sentidos, irá identificando los objetos y seres de su entorno y
creando de ellos imágenes mentales, y empezará a apreciar las
ventajas del ver, frente a las antiguas de sólo oír y tocar.
Algo muy semejante le ocurre a nuestro Espíritu Virginal
cuando se ve introducido en cuerpos de materia, que le impiden
la percepción a la que estaba acostumbrado en su mundo.
Porque pasa de un plano, en el que el mal no existe, a otro en el
que sí que existe y actúa, y esa actuación resulta definitiva para
su propia evolución o despertar. Ese nuevo mundo le produce un
estado de estupor semejante al de nuestro ciego con la vista
recién adquirida.
Y, como nuestro espíritu se ve forzado a actuar y a
relacionarse para sobrevivir, lo hace sin distinguir el bien del
mal, ya que jamás en su mundo los ha distinguido porque no
existían. Y produce el bien y el mal. Y, si produce el mal, como
ese mal perjudica a otros, pone en funcionamiento la Ley de
Causa y Efecto, que hace que ese mal recaiga luego sobre él,
produciéndole vidas desgraciadas y llenas de problemas y
sinsabores.
Nuestro espíritu necesita, pues, comprender ese
mecanismo extraño que extrae un castigo de algo que, a su
modo de ver, no lo merece.
Y el medio para que comprenda, se le proporciona
mediante la muerte del cuerpo físico. Entonces, en el período
post mortem, puede ver las cosas desde su antiguo punto de
vista y desde el del mundo que acaba de abandonar y al que
habrá de volver. Y, con las enseñanzas que ello le proporciona,
puede crear un cuerpo más capaz para su próxima encarnación,
y puede orientarse mejor en ese mundo y tratar de dominarlo
dominándose a sí mismo en cuanto a sus inclinaciones que en
ese mundo inferior producen el llamado mal. En una palabra:
aprende a comportarse aquí como la Ley de Retribución exige
que es, curiosamente, lo mismo que en su mundo original hacía,
es decir, considerar a todos los demás seres como a sí mismo,
como formando con él un solo Todo, un solo Ser. Claro que, en
ese recorrido, además de haber descubierto que era distinto de
los demás, habrá conocido el Mal. Y eso supone dos pasos
importantes para su propia evolución como espíritu o, lo que es
lo mismo, para el avance en su propio despertar.
Esta es la historia de nuestro Espíritu. Y contiene la
sencilla explicación de todos los males que nos afligen. Una
explicación lógica, comprensible y suficiente para, una vez
asimilada, no sólo luchar por avanzar conscientemente nosotros
mismos, sino para comprender a los demás y justificar sus
errores como justificamos los del ciego que ha recobrado la
vista. Y para ayudarles a situarse debidamente en este mundo y
a ir ajustando su escala de valores a la que establecen las leyes
naturales.
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