LA INEXACTITUD DE LA PALABRA
por Francisco-Manuel Nácher
El nombre de una cosa intenta siempre, en cualquier idioma, describir
o simbolizar alguna característica de la cosa nombrada, ordinariamente la
más importante o la más significativa, pero nunca todas las que en sí
posee, ya que resulta totalmente imposible. Cada palabra, pues, tuvo una
razón de ser y una intención cuando nació. Luego, por similitud, por
analogía, por proximidad, las palabras fueron - y siguen haciéndolo -,
derivando unas de otras, pero conservando esas dos características: Un
significado y una descripción o referencia. Aunque siempre parciales.
Y, como lo que usamos para comunicarnos son palabras, nos
transmitimos siempre un mensaje parcial.
De ahí la pobreza de la palabra hablada y, consecuentemente, de la
escrita, ante lo mucho que las cosas son y contienen y sugieren y
recuerdan; ante lo mucho, lo muchísimo, que habría que decir y que nunca
diremos, porque no sabemos y, por tanto, no podemos.
Cuando decimos "casa" o "bosque" o "mar", por supuesto
provocamos en quien nos oye la evocación de los estímulos sensoriales
relativos a esos objetos y la idea que los representa. Pero esa idea
responderá más a la creación del que nos oye o lee, por ese reflejo
condicionado que el sonido o la palabra escrita provoca en su mente, que a
lo que nosotros hemos pensado al pronunciarla o escribirla y, menos aún,
se aproxima a lo que esos objetos realmente son y significan y contienen
para nosotros.
Pero si, en vez de nombrar cosas concretas y perceptibles por los
sentidos, nombramos o escribimos sobre el "amor" o la "virtud" o la
"alegría" o la "amistad", ¿qué es lo que realmente estaremos
transmitiendo? Casi nada. Tan sólo provocaremos el reflejo condicionado
que hará que nuestro interlocutor o nuestro lector saquen de su propia
memoria los datos, las vivencias allí acumuladas y las hagan presentes a su
propio ojo interior. Pero eso no tendrá nunca nada que ver con lo que
nosotros hayamos visto con el nuestro en nuestra propia pantalla mental al
pronunciar o escribir aquellas palabras.
Y, si lo que pronunciamos o escribimos es el nombre de alguien, la
inexactitud es infinitamente mayor. Si decimos o escribimos "Juan", quien
nos oiga o lea traerá a su mente el recuerdo que tenga de cuantos Juanes
haya conocido. Y, si hablamos de un Juan concreto, visualizará lo que de
él sabe. Pero nunca lo que nosotros conocemos ni lo que, al pronunciarlo o
escribirlo, hemos visto, sentido ni pretendido expresar. Porque un hombre
es un mundo, un universo de vivencias, de experiencias, de ideas, de
sentimientos, de juicios, de comparaciones, de conclusiones, de
aspiraciones... y cada hombre tiene los suyos, absolutamente personales e
intransferibles.
Decir "Juan", pues, es no decir nada. O, mejor, es decir algo distinto,
completamente distinto para cada oyente o cada lector.
O sea que, por mucho que la memoria y la inteligencia y la voluntad
de quien nos oye o nos lee se esfuerce, nunca agotará el contenido de lo
que "casa" o "amor" o "Juan" significan y representan para nosotros.
De ahí la incomunicación o, por lo menos, el desentendimiento a que
estamos condenados.
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