CURAR AL ENFERMO
por Francisco-Manuel Nácher
Durante algún tiempo, al principio de mi estudio de la Filosofía
Rosacruz, me atormentaba una pregunta, aún confusa dentro de mí, que no acertaba a expresar con claridad, pero que me hacía sentirme mal, como si hiciese algo ilógico, cada vez que rezaba el Servicio de Curación.
Por fin, un día en que ese sentimiento se manifestó con mayor
fuerza, decidí dar un “parón” y concentrarme sobre el tema. De esa
concentración, surgió aquella pregunta con toda claridad:
“¿No es un contrasentido que, por un lado,
consideremos correcto el proceder de la ley natural al hacernos experimentar los efectos de nuestras actuaciones negativas en forma de enfermedades, para que aprendamos lecciones de vida y, por otro, consideremos también correcto interrumpir esas consecuencias o enfermedades, cuando aún están realizando su función docente y, por tanto, no la han
concluído?”
La pregunta, pues, estaba clara. Pero ello no hizo sino aumentar mi
angustia, mi malestar y mi confusión. Porque, por un lado, así, a bote pronto, no encontraba una respuesta satisfactoria, que armonizase sus dos términos, aparentemente irreconciliables. Y, por otro, temía meditar seriamente sobre el tema y, al no hallar la solución, acabar atribuyendo una falta de congruencia a las Enseñanzas que habían cambiado mi vida y a las que tanto debía y tanto amaba. Porque, por un lado:
Leía en los Evangelios que Cristo, hubo lugares en los que no
pudo hacer ningún milagro, debido a la falta de fe de los enfermos.
Y que, cuando curó al paralítico dijo: “Para que veáis que el Hijo
del Hombre tiene poder para perdonar los pecados, tú, tullido,
levántate, toma tu camilla y vete a tu casa.”
Y que, a los que curaba, los despedía diciéndoles claramente:
“Vete y no peques más , no sea que te ocurra algo peor”.
Pero, por otro lado:
Veía que el Servicio de Curación era considerado en la Fraternidad
como de importancia capital.
Y había estudiado que la misión principal de los Auxiliares
Invisibles, era la de curar a los enfermos.
Y conocía el mandamiento de Cristo a sus discípulos: enseñad la
Buena Nueva y curad a los enfermos.
Y todo ello me parecía hermoso, pero difícilmente armonizable. No
encontraba el denominador común que me permitiese comprobar que todos esos hechos y afirmaciones no se contradecían realmente entre sí y estaban encaminados a un mismo fin y que, además, ese fin era bueno y justo y lógico.
El problema llegó a obsesionarme, a convertirse en una espina que
no me podía arrancar y que, permanentemente, me dolía en el alma.
Hasta que decidí - ahora ya sé que eso es lo que hay que hacer, de
primera intención, en esos casos - que debía planteármelo en una
meditación profunda, hasta resolverlo, y verlo claro de una vez por
todas.
Y eso hice. Y comencé a repasar lo que ya sabía, de que nuestra
conducta negativa produce disonancias en los vehículos superiores y esas disonancias se transmiten a los inferiores y acaban manifestándose en forma de dolencias físicas.
¿Y por qué habían de manifestarse en forma de dolencias físicas? -
continué preguntándome en la meditación - La respuesta vino pronto:
porque en el cuerpo físico tenemos centrada la conciencia - y por eso percibimos sus enfermedades - ya que es el vehículo más denso y más perfecto que tenemos y resulta necesario para la evolución.
Y entonces empezó a hacerse la luz en mi mente: el cuerpo físico
es el mejor instrumento del Ego. Y por eso tenemos la obligación de
cuidarlo y mantenerlo en el mejor estado posible durante el mayor
tiempo posible, puesto que un cuerpo enfermo no rinde espiritualmente lo mismo que uno sano, porque le faltan la energía y la libertad de movimiento y el atrevimiento y la confianza. Por eso, cuando el cuerpo físico de un Auxiliar Invisible está enfermo, no se le permite realizar su trabajo como tal.
Y, - seguí viendo - si la enfermedad es consecuencia de nuestros
actos, libremente realizados y, por tanto, una lección de la Ley de
Retribución, es lógico que seamos también libres para eliminar sus
consecuencias. Pero, ¿cómo?
Estaba claro que, si seguíamos con la actuación anterior, la
enfermedad seguiría manifestándose. Luego, el medio tenía que ser el comprender que esa causa producía tal efecto y que, para eliminar éste, había que cesar en aquélla. Porque, si nuestros actos negativos no eran necesarios, tampoco lo sería su consecuencia, la enfermedad.
Ahí estaba el meollo de la cuestión: Por eso Cristo identificó el
pecado y la enfermedad.
Y por eso no pudo curar a quienes no estuvieron dispuestos a
cambiar de vida, porque les faltó voluntad o comprensión o capacidad, carencia que la Biblia llama “falta de fe”.
Y por eso advertía a los que curaba que, si reincidían, se volvería a
producir la misma consecuencia o, quizás, peor.
Y por eso, claro, es aconsejable “curar al enfermo” que está
dispuesto a eliminar la causa de su enfermedad, es decir, que “ha
aprendido la lección” que esa enfermedad pretendía enseñarle. Y por eso nuestro Servicio de Curación va destinado a “quienes lo han solicitado o, deseándolo, no han podido solicitarlo.”
Y esa respuesta me condujo a comprender el por qué del ejercicio
de retrospección diario: en ella nos arrepentimos, es decir, aprendemos la lección, y el pecado queda borrado del átomo simiente y, por tanto, no producirá enfermedad, puesto que habremos eliminado su causa, la distorsión en los vehículos superiores y, consecuentemente, no descenderá a los inferiores.
Pero, ¿cómo?, ¿cómo curar a quienes han aprendido la lección
cuando la enfermedad ya se les ha manifestado? - Y ésta era una nueva pregunta interesante.
Aquí se planteaba otra cuestión crucial: ¿cuál era la forma correcta,
la mejor, de curar?
¿La de la medicina convencional, que sólo mira y trata de mitigar
los síntomas y los efectos que se manifiestan en el cuerpo físico?
Estaba claro que no.
¿Como hacen muchos, que se denominan sanadores, que aplican
las manos o la fuerza mental sin más? Tampoco.
¿Cuál era, pues, la forma correcta, desde el punto de vista de los
conocimientos ocultos? La respuesta llegó sola: la de la Fraternidad
Rosacruz, que abre al enfermo los ojos del alma y le ayuda a vencer sus tendencias negativas, a fortificar su voluntad de cambio y a energetizar sus cuerpos.
Porque, “saber es poder” y, cuando uno comprende la causa de lo
que le aqueja, si tiene dos dedos de frente, hace lo posible por
remediarlo. Y sólo los que no lo creen así y no ponen nada de su parte y no se esfuerzan, pagando con ese esfuerzo el precio
necesario, siguen con su dolencia por su falta de fe.
Y vi claro por qué se nos dice que el estado natural del hombre es
el de estar sano. Y comprobé que todo era perfectamente congruente con la voluntad divina.
Y mi tensión interior desapareció.
* * *
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