EL SERVICIO, MOTOR UNIVERSAL
por Francisco-Manuel Nácher
1.- La mayor parte de la Humanidad no comprende por qué
suceden las cosas. Piensa que la vida es una especie de lotería y no le
encuentra ningún sentido a lo que le sucede, ni de bueno ni de malo.
2.- Sin embargo, cuando se estudia un poco de ocultismo y se
familiariza uno con las dos leyes cósmicas fundamentales, la de Causa y
Efecto o del Karma y la de Renacimiento, todo se aclara y cobra sentido.
3.- Y acaba de aclararse totalmente cuando se conoce la tercera ley
cósmica, que establece que todo trabaja para el bien, es decir, que todo
acaba siempre conduciendo al bien
4.- DAR GRACIAS ¿A QUIÉN?
Dado que Cristo es el Regente y el espíritu interno de nuestra Tierra, cada
vez que comemos, ingerimos Su carne y cada vez que bebemos, Su sangre. Por
ello suena, en el mejor de los casos, como un contrasentido el pedirle, al sentarnos
a la mesa, que bendiga nuestros alimentos, puesto que nuestros alimentos son ya
santos. Sin embargo, sí podemos y debemos darle gracias por ellos.
Meditaba recientemente sobre este tema, imaginándome dando gracias,
sentado ante la mesa preparada para, con mi familia, dar comienzo a una comida
cuando, como ocurre siempre que se medita, de repente, empecé a ver claro;
comenzaron a llegarme una serie de evidencias en las que nunca había reparado y
que, como siempre también, desembocaban en la certeza de que, aunque no lo
queramos o aunque no lo creamos, en todo momento estamos formando parte de
un todo al que influimos y que nos influye.
El punto de partida, como he dicho, fue: Si bien es cierto que resulta
superfluo pedir a Dios que bendiga nuestros alimentos, sí parece lógico que,
sentados frente a ellos, y antes de proceder a ingerirlos, agradezcamos el hecho de
poderlo hacer.
Pero pronto vi que ese alimento lo debíamos agradecer a muchas personas, a
muchos seres. Y apareció en la pantalla de mi mente, mi esposa, que había
dedicado su tiempo y su ciencia culinaria, en primer lugar, a buscar, elegir y
adquirir, y luego a preparar aquellos alimentos de la manera que más agradable
nos fuesen, con la mayor ilusión y dejando seguramente de hacer otra cosa que le
hubiera resultado más atractiva; le debíamos, pues, mis hijos y yo, agradecimiento
por ello. Parte, pues, de nuestra acción de gracias debería ir destinada a ella.
Pensé luego en el tendero, los tenderos que le habían proporcionado los
alimentos, así como las fábricas que los habían confeccionado y preparado. Todos
ellos buscaban su negocio, es cierto, pero, al mismo tiempo, inconscientemente,
estaban desempeñando su papel en el engranaje de la vida y, gracias a ellos,
aquellos alimentos habían llegado a nuestra mesa. A esos tenderos, pues, debería ir
dirigido también algo de nuestro agradecimiento.
Recordé a continuación a los mayoristas, los transportistas, los mediadores
de todo tipo, que habían consagrado parte de su tiempo y de su actividad a hacer
posible que, en ese momento, tuviésemos esos alimentos frente a nosotros.
Mi mente me presentó luego los trabajos y los sinsabores de los agricultores,
desde la siembra - o, incluso, desde la preparación de la tierra para la siembra -
pasando por la labranza, el rastrillado, los riegos, la escarda, los tratamientos, el
abonado, etc., hasta llegar a la recolección que, además, en muchos casos, incluye
la siega, la trilla, etc., y va seguida por el transporte, el almacenamiento y el tira y
afloja con los mayoristas para obtener la correspondiente compensación
económica. Otra parte, pues, y no pequeña, de nuestro agradecimiento, debería ir
destinada a los agricultores que, en contacto directo con la tierra, realizan
diariamente el milagro de multiplicar los alimentos.
Pero mi mente no se detuvo ahí. Enseguida caí en la cuenta de que, antes
que los agricultores habían actuado quienes les facilitaron las semillas, los aperos
agrícolas, los abonos, los medios de transporte, etc., ya que sin ellos y su acción,
tampoco los alimentos hubieran llegado a nosotros. Y más aún: Los que dieron
lugar, con sus investigaciones y sus inventos, a la selección de las especies
vegetales, a la fabricación de las máquinas y herramientas agrícolas, quienes
descubrieron y transmitieron las leyes de la vida vegetal y los usos agrícolas e,
incluso, quienes dieron lugar a las disposiciones legales que regulan la producción
y tráfico de los alimentos; y quienes inventaron, fabricaron y permitieron que
llegaran a mi casa los utensilios de cocina que mi esposa había utilizado; y quienes
hicieron posible que cada una de esas personas recibiese durante su vida el
alimento que la mantuvo activa y la hizo capaz de desarrollar su labor; y los que
construyeron sus casas e hicieron posible que se vistiesen y tuvieran luz y agua;
los que los cuidaron en sus enfermedades y los que les compraron sus productos,
haciendo posible que todo el tráfago de la vida continuase. También ellos
merecían nuestra gratitud.
No tardé en darme cuenta, sin embargo, de que había más seres a los que
debíamos dar las gracias: En primer lugar, las plantas y frutas que nos
disponíamos a comer, habían dado su vida por nosotros. ¡Nada menos que la vida!
Una vida física, una encarnación, para hacer posible una comida nuestra.
¿Podríamos nunca agradecer bastante a los espíritus de dichos vegetales, así como
a sus espíritus-grupo, tal sacrificio? ¿Y qué decir de los espíritus de la naturaleza
que hicieron posible el crecimiento de todos esos alimentos? Y, al fin, como base,
como resumen, tras destinar nuestra acción de gracias a una serie casi ilimitada de
seres, acabé, como es lógico, donde se termina siempre: En última instancia,
debemos agradecer nuestros alimentos a la Madre Tierra, que ha hecho posible la
vida física y la actividad de todos, esta Tierra cuyo Espíritu Interno es,
precisamente, el mismo Cristo. Eso es, indudablemente, lo que Él tenía in mente
cuando afirmó que, al comer y beber, comíamos y bebíamos Su cuerpo y Su
sangre. Y eso es lo que nos hace pensar que constituye casi una blasfemia el pedir
a Dios que bendiga nuestros alimentos. Nuestros alimentos son más que benditos,
son obra de Dios a través de miles y miles de seres, hermanos nuestros, incluso
muchos de ellos pertenecientes a otras oleadas de vida, todos los cuales han
trabajado y están trabajando para hacer posible nuestra existencia actual.
Al llegar a este punto no pude evitar un estremecimiento. Resultaba
verdaderamente impresionante, prácticamente inabarcable y casi incomprensible,
aunque evidente que, desde el origen de los tiempos, hubiera habido seres
trabajando para hacer posible aquella nuestra comida; lo cual equivalía a decir que
aquella comida nuestra estaba incluida en el Plan Divino que comprendía toda la
Creación... Y todos esos seres, todos actuando, en todo momento, con entera
libertad, al tiempo que realizaban su labor y con ello evolucionaban, hacían
posible inconscientemente el cumplimiento exacto y puntual de ese plan divino, en
cuanto a nuestra alimentación se refería.
Un segundo estremecimiento me sacudió al dar el siguiente paso: Nosotros,
mi esposa, mis hijos y yo, también formábamos parte de esa Humanidad, también
actuábamos y pensábamos y hablábamos continuamente, también éramos
miembros de esa cadena de seres que, innegablemente, están dando cumplimiento
al plan de Dios y, por tanto,
cada instante de nuestras vidas estábamos siendo protagonistas de dicho plan, en
cuanto que nuestras acciones iban a producir unos efectos innegables, inevitables,
incalculables e imprevisibles en una serie de seres en los que ni siquiera pensamos
pero que, en el Plan Divino son destinatarios de los efectos de nuestro paso por la
vida...
Vi entonces claramente, qué gran responsabilidad entraña cada
pensamiento, cada palabra, cada deseo, cada acto e, incluso, cada omisión.
Comprendí, de manera incontestable, de qué modo tan fácil, tan sencillo y tan
discreto actúa la Ley de Consecuencia; y me percaté, de un modo que ya nunca
podré olvidar, de que no estamos nunca solos, de que somos únicamente un
eslabón en la enorme cadena que supone la vida, pero en la que todos los
eslabones son protagonistas: Que, aunque en algún momento de nuestras vidas
podamos sentirnos olvidados o abandonados, ello no será más que una ilusión
nuestra, consecuencia de nuestros propios actos y de nuestras propias y
consecuentes limitaciones, pero realmente imposible, puesto que imposible nos
resulta a todos renegar de nuestra filiación divina. Comprendí, experimenté en mi
propia carne mental, qué gran consejo es aquel de actuar siempre de acuerdo con
las leyes naturales, de no oponernos a ellas, pues sólo desgracias nos acarrearemos
y que, puesto que todos somos uno en Dios, el pensamiento clave de nuestras
existencias debe ser el formulado por el propio Cristo: “Ama a tu prójimo como a
ti mismo”.
La Creación entera, pues, no es sino una ininterrumpida, ilimitada e
interminable corriente de amor, desde Dios hasta Sus criaturas, sin olvidar
ninguna; y otra corriente, de justísimo agradecimiento, de las criaturas hacia Dios.
Todos somos uno, todos nos influimos, todos necesitamos de los demás, todos
ayudamos a los demás, todos nos debemos amor, todos nos debemos
agradecimiento, todos vivimos en Dios y Dios vive en todos. ¿Cabe nada más
hermoso y confortador?
me regaló una bicicleta. Yo, hacía ya tiempo que soñaba con tener una pero, por
convertido mi sueño en eso... un sueño. Por lo tanto, el regalo de mi abuela fue
como algo llovido del cielo que agradecí intensamente.
nosotros porque su padre, hermano del mío, era igualmente Perito Agrícola allí, le
regalaron otra bicicleta, pero ésta con dos ruedas pequeñas adosadas a la posterior
de aquélla, de modo que él no se caía y yo estaba siempre en el suelo. Días
aprender a ir sobre dos únicas ruedas, la situación se invirtió. Pero yo me voy a
referir a la intervención de mi abuelo durante esos días en que yo, a pesar de su
árboles.
mi primo. Que la mía no me gustaba porque siempre se caía y chocaba contra todo