¿QUIÉNES SON MI MADRE Y MIS HERMANOS…?
por Francisco-Manuel Nácher
Sabemos, por nuestra filosofía, que estamos, inevitablemente, en
manos del karma que hemos venido creándonos a lo largo de nuestra
vidas anteriores… y del que, desgraciadamente, seguimos acrecentando
en ésta. Y que, como consecuencia de la necesidad de pagarlo, elegimos,
antes de cada renacimiento, el que queremos cancelar. Es el karma
“maduro”. Y es el que nos hace nacer en una familia determinada, de
unos padres concretos y con unos hermanos y unos parientes y un
ambiente familiar específicos. Y que esos parientes sean, precisamente,
quienes en esas vidas anteriores fueron nuestros verdugos o nuestras
víctimas, de modo que, al nacer en sus proximidades y, al tener que
relacionarnos inevitablemente con ellos, tengamos la oportunidad de
pagar y de cobrar, es decir, de saldar tales deudas de destino mediante el
amor y el servicio desinteresado.
Ésa es una de las principales razones por las que no nos conviene
recordar las vidas pasadas antes de estar lo suficientemente
evolucionados como para saber y poder comprender y perdonar.
Porque, ¿qué ocurriría, por ejemplo, con la mayor parte de las
madres actuales, que amamantan y acunan a sus retoños con orgullo y
los rodean de un aura de amor y se sienten capaces de los mayores
sacrificios por esas criaturas sonrosadas, inermes y que dependen
totalmente de sus cuidados, si supiesen que ese ser que tienen en sus
brazos y al que han dado la vida, fue su enemigo mortal, al que
asesinaron en un acto de venganza o de traición? ¿y cómo
reaccionaríamos nosotros si supiésemos que esa madre o ese padre, a los
que tanto admiramos, en otra vida nos abandonaron y fueron la causa de
nuestra muerte por inanición? ¿o si ese hermano al que protegemos con
dedicación fue nuestro antagonista profesional, al que hundimos en la
miseria?
Hemos, pues, de evolucionar aún bastante hasta ser capaces de
comprender que, como células de Dios que somos, no debemos hacer
diferencia entre los demás y nosotros mismos y que, por tanto, en todo
momento, somos los custodios de nuestro hermano.
Porque sólo cuando, pagada la parte más grave de ese karma y
aligerados de peso, comenzamos a percatarnos de que, además de
nuestros familiares, hay también otros hombres y mujeres que merecen
atención y ayuda, y que debemos prestársela, y nuestro concepto de la
familia se debilita y difumina, y empezamos a ampliar nuestro campo
afectivo, hasta llegar a un punto en que nos sentimos un poco como
padres de todos los niños y como hijos de todos los padres y como
hermanos de todos nuestros semejantes, no empezamos, en realidad, a
caminar por el Sendero.
Y sólo entonces podemos realmente alcanzar el profundo sentido
de las palabras de Cristo en Mateo 12:48-50 cuando, al decirle que su
madre y sus hermanos habían llegado y deseaban hablar con Él,
respondió: “¿Y quiénes son mi madre y mis hermanos? Los que
cumplen la voluntad de mi Padre en el cielo, ésos son mi madre y mis
hermanos”.
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