RECORDAR, QUE NO APRENDER
por Francisco-Manuel Nácher
¿Hasta qué punto se puede enseñar la ciencia oculta o cualquier otra materia, si el hombre es, intrínsecamente, una parte de Dios y, por tanto, omnisciente?
Lo único que hacemos al “enseñar” es provocar el recuerdo. Estamos en una vía de retorno. En el camino de venida, fuimos olvidando. En el de regreso, hemos de recordar. El buen maestro, pues, es el que es capaz de conseguir evocar en el alma de sus discípulos la mayor cantidad de recuerdos posible, dado el avance evolutivo de cada cual.
¿Qué ocurre cuando se nos enseña una de estas verdades? ¿Por qué no nos levantamos y nos vamos? Porque algo, en nuestro interior, nos va diciendo que esto es cierto, y sentimos un contentamiento interno, como un movimiento hacia más conocimiento, como una inquietud suave que, paradógicamente, nos produce paz y hambre del alma. La certeza de lo que escuchamos, a pesar de su apariencia de novedad, se debe a que, en realidad, estamos recordando lo que en un tiempo supimos y se están produciendo en nosotros continuas ampliaciones de conciencia.
Esa necesidad de bienestar, esa búsqueda permanente de la belleza, de la verdad, de la perfección, de la que todos somos víctimas, no es sino pura nostalgia de algo que tuvimos, que supimos y que se nos perdió.
El hombre más inteligente es el que, basado en los datos que posee almacenados en su memoria, y mediante la voluntad, puede realizar el mayor número de conexiones y correlaciones con cualquier nuevo dato que se le presente. Por eso es importante estudiar y leer y meditar y observar, y por eso hemos de robustecer la voluntad. Porque, como aprendices de dioses que somos, hemos de ser cada día más inteligentes, más capaces de resolver problemas y de dominar la naturaleza, en base a lo que ya sabemos.
Cada nueva verdad “revelada”, cada “recuerdo”, es una pieza
más que vamos añadiendo al puzzle de la vida y que nos permite
comprenderla mejor y tener más perspectivas de completarlo.
El único pecado del hombre, pues, en última instancia, es la
ignorancia o, mejor dicho, el olvido. Hemos olvidado que somos
dioses y nos comportamos como simples criaturas. Los conocimientos
ocultos tienen por misión hacernos recordar y conducirnos de nuevo a
la Casa del Padre, como nos expone clarísimamente la parábola del
Hijo Pródigo.
Y no debemos olvidar que Dios aprende a través nuestro, que
somos una avanzadilla suya en el mundo físico.
Se es, pues, lo que se conoce. Por eso la ignorancia es la mayor
desgracia. Porque entonces, al conocer menos, se es menos y se puede
manifestar menos esa divinidad, que todos hemos de tender a expresar.
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