EL CASTILLO SOBRE ARENA
(Documento presentado a concurso en el Colegio de Abogados de Madrid)
por Francisco-Manuel Nácher
Polisilogismo de partida:
La anarquía es anterior a la sociedad.
La sociedad, para serlo, necesita estar organizada.
Para organizarse, necesita normas.
Las normas, para ser efectivas, han de cumplirse.
Sólo se pueden cumplir las normas que se conocen.
Ergo: Las normas se han de conocer por quienes las han de
cumplir, so pena de que resulten inútiles y la sociedad, falta de
organización, degenere en una anarquía.
1.
Las principales diferencias entre el animal y el hombre consisten
en:
- La capacidad para relacionar causas y efectos, lo cual le permite
investigar y modificar su entorno adaptándolo a sus necesidades.
- La razón, que le posibilita para formular y relacionar juicios. - La autoconciencia, que le hace sabedor de la propia existencia.
- La diferenciación entre el yo y el no yo, y entre lo propio y lo
ajeno.
- La posibilidad de pasar, conscientemente, del mundo físico
externo, al físico interno, al plano emocional y de los sentimientos y
deseos, y al mundo mental o de los pensamientos.
- El lenguaje, vehículo del pensamiento y único medio de
transmitirlo.
La evolución del hombre, pues, aún no concluida, como confirma
la ciencia, va por el camino de la mente, la última facultad adquirida o
desarrollada por el animal humano.
2.
El Derecho es “la joya de la corona” en el reino de la sociedad
humana. Es la obra maestra del hombre. Un monumento a la lógica, a la
racionalidad, al equilibrio, a la igualdad, a la equidad, a la justicia, a la
contención, a la claridad, a la aspiración. La fuerza del Derecho estriba,
pues, aunque a veces parezca otra cosa, no en las armas ni en el poder ni
en la violencia, sino en la lógica, es decir, en la razón. Por eso “la fuerza
de la razón” puede siempre con “la razón de la fuerza”.
El Derecho, la norma, es como la savia que alimenta y mantiene la
sociedad, que la identifica, que la hace consciente de sí misma. Es el
modo en que una sociedad manifiesta su personalidad. Todo edificio antiguo tenía sus piedras angulares que eran las que
hacían posible que se mantuviera en pie, ya que soportaban el peso del
resto. Luego, con la invención del hormigón, las estructuras metálicas y
demás, todo ha ido cambiando. Pero el concepto de la piedra angular ha
quedado como simbólico de algo básico, fundamental, sin lo que lo
demás no puede construirse ni permanecer ni funcionar.
Las catedrales góticas pasan por ser, son, las creaciones más
maravillosas, más espirituales, más perfectas, más armónicas, más
lógicas, más simétricas, más geométricas, más intelectuales y más
inspiradoras de cuanto al hombre le ha sido dado realizar. Hasta se
asegura que cada una de ellas es, simplemente, el desarrollo de una
fórmula matemática, que se halla grabada en una piedra, oculta siempre
en las proximidades del altar mayor y que, con esa simple fórmula en la
mano, aún sin haber visto la catedral, cualquier iniciado podría
reproducirla hasta en sus menores detalles. ¿Cabe mejor reducción de la
materia y del espacio y de la belleza a las matemáticas, que son
pensamiento puro?, ¿ni, recíprocamente, mejor expresión, en la materia,
de ese pensamiento?
Pues bien, el Derecho es la catedral gótica de la sociedad. Porque,
así como sería imposible aquélla sin las matemáticas, sería imposible
también la sociedad sin el Derecho, hijo, como hemos visto, de la lógica. En el fondo, si bien se mira, toda obra maestra del hombre no es sino una
expresión del intelecto, un pensamiento materializado.
El Derecho podría definirse, sin caer en el error, como “la lógica de
la vida en sociedad”. Como un inmenso razonamiento, el edificio del
Derecho va creciendo y ampliándose y adquiriendo nuevos adornos y
crucetas y rosetones y ventanales y columnas y capiteles y agujas y
gárgolas y torres. Y se eleva cada día más y se complica y desarrolla y se
metaboliza. Pero siempre alimentado por la imprescindible savia de la
lógica. Aún en la más reducida e insignificante disposición legal - e
incluimos en esta denominación todos los preceptos de cualquier tipo
emanados de los órganos competentes - se halla presente la lógica, la
razón.
Las leyes bien hechas, primero se discuten, se argumentan y luego
se acuerdan. Pero, además, cuando se promulgan, van acompañadas de
una Exposición de Motivos, que no es sino la expresión, por una parte,
de la base lógica en que se apoyan y, por otra, la manifestación explícita
de la mens legislatoris, para ayudar a su comprensión y aceptación y
para orientar al juzgador, en su momento, en la búsqueda de la mens
legis. Pero todo lógico, impecable, como parte del conjunto al que se ha
de adosar, del edificio jurídico ya existente, obedeciendo a sus mismas
directrices e integrándose, como un programa informático se integra, se
funde, se comunica, se incluye y se apoya en otro anterior. Siempre la
lógica, siempre la razón, siempre lo justificable, siempre lo justo,
siempre lo mejor.
Y, como el Derecho es puro raciocinio, se establece como
condición sine qua non el que toda sentencia ha de ser “motivada”, es
decir, justificada mediante un razonamiento perfectamente lógico que
conduzca inevitablemente al fallo que contiene y que, partiendo de los
supuestos planteados, dilucida interpretaciones opuestas o distintas de la
misma ley.
Para cualquier profesional, resulta a veces un deleite la lectura de
los considerandos de algunas sentencias, que son un dechado de sentido
común, de claridad de ideas, de razonamientos irreprochables.
Verdaderas obras de arte de la inteligencia aplicada a la justicia, a la vez
que auténticas piezas literarias, bien entendido que el dominio de la
lengua es claro síntoma de un intelecto bien pertrechado.
En las primeras civilizaciones regía la llamada “venganza de la
sangre”, aún practicada hoy día por las mafias y por algunos sectores
marginales como los gitanos aún no totalmente integrados. Consistía,
como sabemos, en el derecho o, mejor, en la obligación, de todos los
parientes de cualquier ofendido, de “vengar” la ofensa, infiriendo otra,
igual o superior, al mayor número posible de miembros del grupo
ofensor. Era una manifestación semicivilizada de la “ley de la selva”,
anterior a la verdadera sociedad.
Esta conducta era lógica partiendo de la base de que las tribus, con
tal sistema, necesitaban, para ser fuertes y sobrevivir, la mayor cantidad
posible de miembros y, correlativamente, privar a las demás del mayor
número de componentes posible.
Todo esto ocurría entre los pueblos nómadas. Pero, cuando el
hombre se hizo agricultor y, consecuentemente, sedentario y, tras ello,
por necesidad natural, ciudadano - habitante de una ciudad - ésta
necesitaba también la mayor cantidad posible de habitantes para
mantenerse fuerte y libre y sobrevivir como tal ciudad-estado. Y hubo
que limitar aquella “venganza de la sangre” que, si bien satisfacía el afán
de venganza, debilitaba la ciudad. Y nació la “Ley del Talión”, el
célebre “ojo por ojo y diente por diente” que, aunque desde nuestra
perspectiva actual nos parece una monstruosidad, entonces significó un
considerable avance jurídico y un freno, ya que sólo permitía y era lícito
infligir al oponente, tanto directamente como a través de los tribunales,
el mismo daño que él había causado y no más.
Estas leyes, sin embargo, habían sido dictadas, bien por los dioses
de los distintos pueblos, a través de sus iniciados o profetas, bien por los
reyes, que lo eran “por voluntad divina” o, como se dijo luego, “por la
gracia de Dios”. Fueron leyes impuestas y externas, en cuya confección
el pueblo, es decir, los obligados a observarlas, no tuvieron intervención
alguna.
4.
Esto ocurrió hasta la Grecia clásica, en la que el hombre dio otro
paso definitivo hacia delante e inventó la democracia.
En ella, el pueblo tomaba parte en la confección de las leyes y las
votaba. La ley siguió siendo impuesta y externa, pero fue un primer paso para su interiorización, ya que se discutía, se dialogaba, se reflexionaba,
etc. antes de aprobarla y, una vez promulgada, si bien se imponía su
cumplimiento, el pueblo comprendía y aceptaba la necesidad de esa
imposición que, por ello mismo, dejaba de serlo.
Claro que aquel momento luminoso de la Grecia clásica sólo fue
posible en una sociedad como aquélla, formada por el conjunto más
grande de genios que, en un par de siglos, ha nacido nunca en ningún
país del mundo. Justifica esta afirmación el hecho, claramente ilustrativo
de que, por ejemplo, durante la vida de Pericles, que vivió setenta y dos
años (500 á 428 a.C.), coincidieron, se conocieron y se relacionaron,
sólo en Atenas - y en Olimpia, durante los juegos olímpicos, a los que
asistía todo griego que se preciase -, además de Pericles y su mujer
Aspasia: Fidias, Gorgias, Parménides, Zenón, Demócrito, Empédocles,
Sócrates, Anaxágoras, Protágoras, Esquilo, Sófocles, Eurípides,
Aristófanes, Píndaro, Heródoto, Tucídides, Hipócrates, Agatarco,
Apolodoro, Panemo y otros. Y que, en los años siguientes a su muerte,
aún aparecieron Platón, Aristóteles, Euclides, Aristipo, Alcibíades,
Jenofonte y toda una pléyade de filósofos, matemáticos y artistas aún no
igualados en nuestros días.
Con tales ciudadanos y otros similares y anteriores como los
llamados Siete Sabios de Grecia - Solón, Tales, Quilón, Bías, Pítaco,
Cleóbulo y Periandro - era lógico que todo avanzase y que la ley,
inicialmente impuesta y externa, como en todos los demás pueblos, lo
fuese menos. Aquello, pues, fue como una siembra de ideas para los
siglos venideros, y no una realidad definitivamente asentada. Y ello,
también hay que reconocerlo, por falta de la suficiente evolución mental
de la masa del pueblo griego de entonces.
Porque, recordemos que en Atenas se conocían prácticamente
todos los hombres libres de los que, en la época de Platón, había unos
cuantos miles. Los demás eran siervos y esclavos que, entonces, no
contaban. Y entre genios y, además, conocidos, resultaba relativamente
fácil tener ideas, comprenderlas y llevarlas a la práctica.
La mejor demostración de que la aparición de las ideas geniales fue
un fogonazo, la siembra de nuevas semillas, la constituye el ensayo o,
mejor dicho, los dos ensayos de Platón en Siracusa, con Dionisio el
Viejo, primero, y con su hijo y sucesor, el Joven después, para poner en
práctica sus ideas políticas, y que terminaron en sendos fracasos, debido a que los siracusanos - que no eran aqueos como los atenienses, sino
dorios aliados de Esparta -, no habían alcanzado la suficiente madurez
mental para comenzar a interiorizar la ley y para considerarse, no
objetos, sino sujetos de la misma. Y así, el primero, el propio tirano
Dionisio el Viejo, después de ofrecer su reino a Platón como campo de
experimentación con tal fin, acabó por apresarlo y venderlo como
esclavo.
En la Roma clásica, se acuñó una frase que refleja el avance dado
por el pueblo legislador por excelencia. Es ésta: “dura lex sed lex”. La
ley es dura, pero es la ley. Con eso está dicho todo.
La evolución va muy despacio. Lo sabemos. Y la ciencia ha
confirmado que se necesitan miles y miles de años para la adquisición,
de modo definitivo y generalizado a todos o a la mayor parte de los
individuos de una especie, de cualquier rasgo, órgano o configuración;
adquisición y generalización que se producen, además, desigualmente.
Lo vemos en nuestros mismos sentidos: hay hombres con una
agudeza visual nula, pues nacen ciegos y los hay miopes, astígmatas,
estrábicos, hipermétropes, daltónicos, ciegos a colores, de visión normal
o aguda o agudísima y hasta hay quienes perciben matices de color
inaccesibles a la mayoría y aún quienes ven formas y vibraciones que
escapan a casi todos, gracias a su particular visión etérica. Eso sólo
fijándonos en el sentido de la vista. Pero no hay que olvidar que ocurre
lo mismo con el oído, con el gusto, con el tacto y con el olfato. Y sucede
otro tanto con la fuerza muscular, el equilibrio, la tolerancia a
determinados alimentos o sustancias, el metabolismo corpóreo, la
velocidad del crecimiento, la estatura, etc.
Pero, si eso es cierto en cuanto al cuerpo físico se refiere, ocurre lo
mismo con los sentimientos y con el intelecto. Y hay una gradación
inmensa entre los hombres en cuando al desarrollo emocional y mental
se refiere. Es decir, que unos avanzan más o más deprisa que otros.
5.
La naturaleza toda y, por tanto, la evolución, está regida por una
serie de condicionamientos que la configuran y de los que no puede
zafarse, una especia de marco de actuación o reglamento de conducta
que le es imposible sobrepasar. Unos los llaman “la voluntad divina”;
otros, “las fuerzas del destino”; y la mayor parte las denomina “leyes naturales”. Muchas, muchísimas de ellas nos son ya conocidas, como la
de la gravitación universal, la de la gravedad, la de la palanca, las del
magnetismo, de la electricidad, de las reacciones químicas, y varios
miles más de mayor o menor relevancia.
Realmente, el avance científico y técnico del hombre sólo consiste
en descubrir nuevas leyes naturales, estudiar su funcionamiento y
aprovecharlo en beneficio propio. Siempre, eso sí, cumpliéndolas - ya
hemos dicho que nada puede zafarse a su dominio, ni siquiera el hombre,
que es un trozo más de naturaleza - porque si no se cumplen, su
infracción lleva aparejada como consecuencia, también natural e
inevitable, un esfuerzo o un problema o un retraso o, en general, algo
negativo, que restablece el equilibrio roto por la infracción de la ley. La
física lo enuncia diciendo que “a toda acción corresponde una reacción
igual y opuesta”.
Esto se ve claro con sólo darse cuenta de que, por ejemplo, si
queremos elevar algo de un lugar a otro, al ir nuestro deseo en contra de
la ley de gravedad, que atrae los cuerpos hacia el centro de la tierra,
hemos que hacer un esfuerzo que compense esa atracción; y, en cambio,
para bajar algo de donde está, como actuamos de acuerdo con la ley, es
ella misma la que nos ayuda y nos bastará con dejarlo caer, siendo la
propia ley la que haga el trabajo. Lo mismo ocurre si queremos obtener,
por reacción química, por ejemplo, agua: si no mezclamos, en la debida
forma, el oxígeno y el hidrógeno, no lo lograremos. O si queremos
hablar y no disponemos de unas neuronas sanas, capaces de transmitir
las oportunas órdenes a los músculos bucales y guturales, o si éstos no
están sanos y funcionales, nos resultará imposible. Y lo mismo sucede
con cada cosa que hacemos. Siempre hay que atenerse a las leyes
naturales o, en caso contrario, no obtendremos lo que deseamos.
Eso lo tenemos bastante asimilado. Y por eso la ciencia se esfuerza
por descubrir continuamente esas pautas de conducta de la naturaleza,
sea con relación a la biología de un virus, al efecto de un veneno o al
comportamiento de un átomo, de un planeta o de una nebulosa.
Lo que no tenemos tan claro es que, de igual modo, existen
también una serie de leyes naturales que rigen los demás aspectos o
actividades del hombre, como el intelecto y el sentimiento. Ya
Aristóteles descubrió la mayor parte de las leyes de la lógica, que nos
exponen claramente la manera de no errar en nuestros razonamientos y nos demuestran que, si no nos atenemos a esas leyes, que están por
encima de nosotros, no obtenemos lo que pretendemos que, lógicamente,
es la verdad.
A guisa de ejemplo, fijémonos en los silogismos. Es sabido que
son razonamientos que constan de dos premisas - mayor y menor - y una
conclusión, necesariamente cierta, si las premisas cumplen las leyes
naturales que las rigen. Si decimos, como primera premisa, que “los
alemanes son rubios” y como segunda, que “fulano es moreno”, la única
conclusión lógica posible es la de que “fulano no es alemán”, aunque
nos conste realmente que lo es. ¿Por qué? Porque la primera premisa es
falsa y su falsedad se transmite a la conclusión, que será lógica pero no
verdadera. Pero, si decimos que “los españoles son europeos” y luego
añadimos que “fulano es español”, la conclusión única, lógica y cierta
será la de que “fulano es europeo”, porque ambas premisas son ciertas.
En la vida diaria estamos permanentemente haciendo juicios de
este tipo sin darnos cuenta, de modo automático - cuando reclamamos al
restaurante por una comida en mal estado (“he pagado por una comida
en condiciones”; “no me la dan”; luego, “tengo derecho a ser
indemnizado”); cuando el jefe nos recrimina el haber llegado tarde al
trabajo (“según el contrato laboral, debes cumplir tu horario”; “no lo
cumples al llegar tarde”; luego, ”tengo derecho a llamarte la atención“);
cuando reprochamos a nuestros hijos cualquier desobediencia o
travesura (“como padre, soy tu educador y has de obedecerme”; “no lo
haces”; luego, “tengo derecho a castigarte o a recriminarte”), etc. -. Es
nuestra manera de trasladar los pensamientos al mundo físico. Y,
lógicamente, también sucede que unos hombres han evolucionado más
en ese aspecto y son capaces de razonar mejor, es decir, sin errores,
mientras que otros, más atrasados, no perciben la inexactitud de sus
conclusiones ni, lógicamente, sus causas, y van por la vida basando su
actuación en premisas falsas e, incluso, la mayor parte, en premisas
prestadas o sugeridas por otros, generalmente de modo interesado. Ésa
es la base de la publicidad, sea comercial, política o religiosa: hacer
creer a su destinatario que tiene necesidad de algo que no posee y que
quizás no necesita o, incluso, que tiene necesidad de más, aunque ya lo
tenga (dinero, bienes, modas, viajes, fama, etc.) sin darle la ocasión de
racionalizar esa primera premisa, es decir, de comprobar si es cierta.
6.
Todo eso se complica más aún debido a que el hombre posee otra
vertiente en su personalidad que es la afectiva: los deseos, las
emociones, las pasiones y los sentimientos que, por pertenecer también a
la naturaleza, están igualmente sometidos a las leyes naturales que los
rigen.
El ejemplo lo tenemos en toda la serie de crímenes pasionales que
continuamente se producen y que no demuestran más que retraso
evolutivo. Porque parten siempre de una primera premisa falsa, cuya
falsedad es incapaz de descubrir el autor del desaguisado. Es el “la maté
porque era mía”, que admite como primera premisa que, en efecto,
aquella mujer era suya y, una vez admitida esa primera premisa, a todas
luces incorrecta, el resultado de esa aceptación lo es también
necesariamente, aunque la conclusión sea perfectamente lógica.
Pero, no sólo se manifiesta esta falta de claridad mental en los
crímenes pasionales. Se ve ostensiblemente en las adicciones, las filias y
fobias, los fanatismos, los integrismos, los nacionalismos, los racismos,
etc. Parten de una primera premisa falsa, cuya exactitud o no se han
planteado ni investigado o son incapaces de hacerlo por retraso
evolutivo, y su actuación en la vida es la consecuencia lógica de la falta
de exactitud de aquella primera premisa. Desgraciadamente, la mayor parte de la Humanidad está aún en ese
estadio visceral. Vive respondiendo a los acontecimientos que le llegan
del exterior. Carece de estímulos internos. Es incapaz de prever y de
comprender que la mayor parte de las desgracias que le suceden son
simples consecuencias de sus actuaciones anteriores. Y entonces claman
y se lamentan y maldicen y buscan culpables y se sienten abandonados
por Dios, al que consideran injusto. Viven en la superficie de sus
cuerpos. Para ellos, la vida es algo externo, algo que les sucede.
Por su parte, los que han desarrollado el sentimiento - y sienten el
cosquilleo vital en el corazón - han sabido interiorizar sus vidas. Ya
saben que no sólo existe lo externo y que no es lo más importante. Y
aprenden a compadecerse y a sacrificarse por los demás y a suspirar por
algo mejor, extrayendo de ese corazón que ya saben que tienen, amor,
fraternidad, comprensión, tolerancia, etc. Sin embargo, si ese “corazón”
se hipertrofia y domina sus vidas, pueden convertirse en visionarios.
Por fin, los que han desarrollado la mente, saben ya que pueden
dominar sus vidas y su futuro mediante la oportuna programación de
actividades y esfuerzos. Y, lógicamente, suelen vivir existencias menos
accidentadas que los primeros. Sin embargo, si esa polarización mental
se hipertrofia, pueden convertirse en astutos comerciantes sin
escrúpulos, en explotadores, en dictadores, etc.
Lo ideal, pues, es adquirir un equilibrio entre el corazón y la mente.
Pensar claramente, pero atemperar los actos con el sentimiento. Y amar a
los demás, pero de un modo inteligente. Porque, como hemos dicho, la
sumisión de la vida a la víscera nos convierte en animales; la sumisión al
sentimiento, en visionarios; y la sumisión a la mente, en astutos, que no
en inteligentes. El inteligente es el que sabe vivir utilizando paralela y
simultáneamente la inteligencia y el sentimiento, la razón y el corazón.
En una palabra: el que piensa con el corazón y ama con la cabeza. Pero
manteniendo siempre la mente como guía.
De ahí la necesidad de la educación, de la enseñanza, cuyo
principal papel ha de ser el de incrustar en la mente y en el ser de los
educandos la mayor cantidad posible de primeras premisas correctas de
que se sea capaz y, al mismo tiempo, la mayor provisión posible de
vivencias que hagan al educando darse cuenta de que no es sino un
miembro de un conjunto y, por tanto, se debe al conjunto, y que, por
pura lógica, su vida no puede basarse en el mal de otros miembros de ese
todo, del que él forma parte.
7.
Porque, lo mismo que, si queremos levantar algo y con ello
infringir la ley de la gravedad, hemos de pagar nuestra infracción con un
esfuerzo o un consumo de energía, si pretendemos que fulano no es
español porque es rubio, el error inicial, la falsedad de la primera
premisa, la infracción de la ley natural, nos hará tratarlo como distinto y
nos creará problemas a ambos. El adicto al tabaco, por ejemplo - y el
autor lo fue -, paga siempre el precio de su infracción, de la inexactitud
de su razonamiento (“yo puedo hacer lo que quiera con mi cuerpo y
seguir sano”; el “fumar es algo que hago voluntariamente”; luego,
“aunque fume, seguiré sano” o este otro más gráfico: “yo soy libre”, “si
soy libre, puedo hacer lo que quiera con mi cuerpo” luego, “puedo fumar
y seguir siendo libre”, cuando todos sabemos que precisamente su problema radica en que no puede prescindir de fumar, luego no es libre,
cosa que sí se da en el que no fuma que, si quisiera, podría fumar, pero
no quiere); como lo paga el racista (“mi raza es superior a aquélla”; “él
es de esa raza”; luego, “él es inferior”) y el fanático y el integrista y el
forofo del fútbol o de cualquier cosa. Lo que ocurre es que, en la mayor
parte de los casos, esa conducta errónea, fruto de un razonamiento
erróneo y, generalmente, de un predominio de la víscera y un empleo
ínfimo o nulo de la mente, hace mucho daño innecesario, tanto a uno
mismo como a los demás. Pero la base siempre es la misma: la infracción
de una ley natural.
La dificultad crece cuando tenemos en cuenta que el hombre, con
mucha frecuencia, a pesar de poder razonar correctamente y saber que su
conducta no es la correcta, carece de la suficiente fuerza de voluntad y
persiste en su error. Es - continuando con el ejemplo anterior - el caso de
la mayor parte de los fumadores. Ahora que se sabe que el fumar
perjudica, la mayor parte de ellos, aunque no lo reconozcan
explícitamente, está deseando dejar su vicio, pero no han desarrollado la
suficiente voluntad y siguen siendo víctimas de esa debilidad. Porque
también la voluntad evoluciona y se desarrolla y se robustece. Pero
también, como todo, a base de esfuerzo. Pues la naturaleza no otorga
nada gratis.
Con todo ello vemos el distinto nivel evolutivo, tanto en lo
emocional como en lo mental, de los hombres, que existe en una
gradación similar a la de la evolución del cuerpo físico y sus
capacidades, que todos conocemos y nos son familiares.
8.
Hay que considerar, además, otro aspecto evolutivo y biológico
importante: el deseo, el sentimiento, la pasión y la emoción los
compartimos, en mayor o menos grado, con los animales. Son la base del
progreso físico y fisiológico: se percibe algo, resulta apetecible, es decir,
se desea, y uno se esfuerza por lograrlo. Puede asegurarse que los
hombres empezamos a digerir antes de tener estómago, que no es más
que el resultado del deseo de asimilar. Lo mismo que comenzamos
percibiendo la luz antes de tener ojos, mediante ocelos que, con el
tiempo, dieron lugar a los actuales órganos.
Pero, si bien es cierto que los animales son capaces de deseos, sin
embargo, no lo son de pensamientos. La mente es el último instrumento
que el hombre ha adquirido en su periplo evolutivo. Y aún la tenemos
muy poco desarrollada y no sabemos emplearla debidamente.
Recordemos los caballos desbocados y que hay que dominar del símil de
Platón. Por eso a la mayor parte de los hombres les resultan difíciles y
aún inaccesibles las matemáticas, que no son sino pensamiento puro, sin
el apoyo de la materia. Y, por la misma razón, hay muy pocos idealistas
e inventores y compositores y poetas y genios, que constituyen la élite
de la Humanidad porque han avanzado más en el aspecto mental.
Es conveniente saber también que, en la vida del individuo - que
no es más que la repetición del recorrido de la especie en el campo de la
evolución - aparecen primero los deseos y luego la mente. Aquéllos lo
hacen de un modo enérgico e incontrolado con la pubertad, mientras que
la mente, “nace”, por así decirlo, alrededor de los veintiún años y no
termina su desarrollo hasta casi la treintena. Tal es la razón de esa edad
peligrosa que se llama adolescencia y en la que los deseos bullen y
constituyen el objetivo de la vida diaria del joven, que actúa de modo
irreflexivo, anteponiendo sus propios caprichos y “necesidades” a todo.
El único freno a esa preponderancia de los deseos lo constituye la mente,
la capacidad de razonar, de juzgar, de discriminar, de prever las
consecuencias. Por eso resulta prácticamente inútil discutir con un
adolescente o intentar razonar con él. Porque para los adolescentes no
hay más freno que los buenos consejos y, sobre todo, los buenos
ejemplos recibidos en la niñez, antes de los siete años. Y por eso la
adolescencia, a medida que la mente va desarrollándose, va cediendo
terreno a la madurez.
9.
Hemos echado un vistazo a la fisiología interna del hombre. Pero
también hemos dicho que el individuo no hace sino reproducir en sí
mismo el proceso por el que está pasando la especie, de la que sólo es un
miembro. Y eso se ve perfectamente en las distintas capas sociales
humanas: las hay visceralizadas, capaces de las mayores atrocidades sin
la menor reflexión, porque aún no emplean la mente y no han llegado a
prever el futuro (es decir, las consecuencias de sus actos), y su
conciencia está centrada en el plexo solar; las hay más previsoras, reflexivas y sensibles, centradas ya en el corazón; y las hay
mentalizadas, razonadoras, frías, calculadoras, que se centran en la zona
frontal del cerebro. Desgraciadamente, la mayor parte de la Humanidad está aún
centrada en el epigastrio - donde se nota el consquilleo vital - y son, por
ello, fácilmente manejables por los más mentalizados que, precisamente
por serlo, pronto descubren la manera de hacerlo. La demagogia,
utilizada con profusión y sin recato por la mayor parte de los políticos,
es una muestra de tales posibilidades. Las alusiones a la bandera, la
patria, la igualdad, la valentía, la devoción, el sacrificio, la raza, la
nación, la libertad, el honor, la independencia y, ¿por qué no?, el equipo
de fútbol, etc., bastan para levantar oleadas de emoción y de
sentimientos, siempre irreflexivos y, por tanto, irracionales y de
consecuencias imprevisibles, por carecer sus víctimas del freno de una
mente bien amueblada o de la suficiente fuerza de voluntad, pero
siempre muy fáciles de conducir a las metas que el hombre mentalizado
se proponga como consecuencia de sus propias miras, siempre egoístas.
Es ésta la causa de los millones de muertes en cientos de guerras
innecesarias, en que las víctimas han sido, y siguen siendo, juguete de
quienes saben soliviantar sus sentimientos, al tiempo que amordazan sus
mentes. No es casual que la primera medida que todo dictador adopta,
una vez en el poder, consista en eliminar a los intelectuales que son,
precisamente, los únicos que, por ser los mentalmente capaces, pueden
ofrecerle una resistencia suficiente y desenmascarar su falta de razón; y
la segunda, en manejar los medios de comunicación, que le permiten
adaptar la realidad a “su verdad” y suministrarla así, reelaborada, a los
ciudadanos comunes, menos proclives al discernimiento.
10.
Las leyes naturales que rigen la capacidad intelectiva del hombre
ofrecen una particularidad específica, que consiste en que actúan en dos
planos al mismo tiempo, el consciente y el subconsciente, dos registros
paralelos y simultáneos de nuestras vivencias diarias de todo tipo, dos
memorias que almacenan continuamente datos. De modo que, puede
ocurrir - y ocurre continuamente - que conscientemente no nos
percatemos de un error de juicio, de una primera premisa falsa, de una
inexactitud, de un acto equivocado y, sin embargo, nuestro subconsciente sí que lo detecte. Y entonces, como consecuencia de ese
desequilibrio, de esa desigualdad entre las imágenes almacenadas por la
consciencia y la subconsciencia, aparezcan malestares psíquicos y
físicos, porque, como se ha dicho, las leyes naturales han de cumplirse,
so pena de experimentar las consecuencias de su inobservancia. Y la ley
natural establece que los contenidos del consciente y del subconsciente
han de coincidir por referirse al mismo asunto. A nivel personal
podríamos indicar miles de ejemplos de desequilibrios tales y de sus
consecuencias en la vida diaria: el mentiroso teme siempre ser
descubierto; el ladrón, teme ser atrapado; el infiel, no puede olvidar su
infidelidad; el explotador teme la venganza; el ofensor, la respuesta; el
soberbio, la humillación, el acumulador de riquezas, su pérdida, etc. Y
todo ello va produciendo un sustrato de desequilibrios que acaban
manifestándose en el consciente. Y aparecen el estrés y la falta de
estímulo y la desgana y el negativismo y la búsqueda de culpables y, lo
que es peor, la huída hacia delante en una vorágine de sensaciones,
placeres, irresponsabilidades, etc., o el aislamiento, la depresión, el
trastorno mental y, quizás, el suicidio.
11.
Las Escrituras, tanto la cristiana como las de todas las religiones
importantes, aunque esté de moda menospreciarlas - una prueba más del
proceder visceral que acepta, sin contrastarlas, las opiniones ajenas
como verdades incontestables - contienen mucha Sabiduría - con
mayúscula - a disposición del que quiere molestarse en buscarla.
Sabiduría que, por serlo, nos puede ayudar a solucionar nuestros
problemas y perplejidades. La principal de las cuales, relativa al
contenido de este trabajo, podría ser: ¿y cuáles son las leyes naturales
básicas a tener en cuenta para pensar, sentir y actuar correctamente, es
decir, sin producir desajustes en nuestro organismo interno?
Las respuestas son fáciles de encontrar. Fijémonos sólo en cuatro
frases de Cristo a las que no se suele dar la importancia que tienen:
1ª.- “Compórtate con los demás como te gustaría que los demás se
comportasen contigo” (Mateo 7:12).
2 ª.- “Para que veáis que el Hijo del Hombre tiene poder para
perdonar los pecados, tú, paralítico, levántate, toma tu camilla y vete a
tu casa” (Mateo 9:2-7; Marcos 2:5-11; Lucas 5:20-24).
3ª.- “No peques más, no sea que te ocurra algo peor” (Juan 5:14).
4ª.- …conoceréis la verdad y la verdad os hará libres” (Juan 8:32.
Por supuesto, no pretendemos proponer en este artículo un curso de
teología ni de interpretación bíblica. Éste es un trabajo de contenido
jurídico. Pero cuanto antecede y cuanto seguirá en este parágrafo resulta
necesario como introducción a la propuesta con que concluirá.
Fijemos nuestra atención en la primera frase. Curiosamente,
cuando la leemos en serio y la interiorizamos nos damos cuenta de que,
si todos actuásemos de ese modo, el mundo sería un paraíso. ¿Por qué?
¿No puede haber nadie que no opine así? Pues no. Si piensa en serio, no.
¡Porque se trata de una ley natural! Por eso ningún hombre puede
sustraerse, ni mental, ni emocional ni físicamente, a su aceptación. Pues
bien, eso es lo que nuestro subconsciente trae grabado al nacer. Y por
eso, todo lo que discrepe de ello - que es lo que las religiones llaman
pecado -, crea malestar interno.
Por supuesto, no es fácil ajustar nuestras vidas a esa ley natural.
Claro que no. Aún falta mucha evolución para que alcancemos esa cota.
Pero es una meta, un objetivo que nuestro subconsciente tiene siempre
presente. Y compara con él cada pensamiento, cada palabra y cada obra
de nuestra vida. Y porque no la alcanzamos, experimentamos continuas
zozobras y problemas. La segunda frase va precedida en el Evangelio de una escena
curiosa: Cristo, al ver al paralítico, le dice “tus pecados te son
perdonados” y, ante las protestas de los presentes, que le niegan tal
poder, pronuncia la frase en cuestión. La tercera, va precedida de la
curación de otro tullido, al que se la dirige tras el milagro. A primera
vista ambas frases resultan muy enigmáticas. Y lo son…salvo que se
comprenda que nos están revelando que la enfermedad sólo es
consecuencia del desequilibrio interior producido por la infracción de la
ley natural, o sea, por el llamado “pecado”.
Y pasemos, por fin, a la cuarta frase: “…conoceréis la verdad y la
verdad os hará libres”. ¿Qué quiere decir?, ¿a qué se refiere?, ¿qué es la
verdad?
Con lo que se ha dilucidado en los parágrafos precedentes, no
resulta difícil descubrir que “la verdad” a que se refiere es la que resulta
del razonamiento correcto. Está diciéndonos que pongamos atención al
manejo de nuestra mente, que examinemos las ideas que nos lleguen,
que aprendamos a discernir si son o no ciertas, que nos acostumbremos a
obtener, mediante el razonamiento, nuestra verdad. Porque esa verdad
nuestra, consecuencia de razonamientos correctos, y que es la misma que
el subconsciente lleva consigo, no producirá desequilibrios entre él y
nuestro consciente y, por tanto, seremos libres. Libres de errores, libres
de las consecuencias de acciones incorrectas, libres de tener que aceptar
la verdad de otros y, por tanto, únicos dueños de nuestro destino…
12.
Hemos recalcado en el párrafo anterior las palabras “nuestra
verdad” y “la verdad de otros”. ¿Por qué? Porque, si cada hombre es
único, debido al distinto nivel evolutivo de cada cual en los aspectos
físico, mental y emocional, además de a su distinta cultura y experiencia
y ubicación social, es lógico deducir que cada cual ve, percibe,
comprende y asimila las mismas cosas de modo distinto. Y lo que hemos
de tender a hacer todos es esforzarnos por obtener, sobre cada cosa,
sobre cada asunto, “nuestra propia verdad”, la única que no producirá
desajustes ni desequilibrios internos. La “verdad de otros” es suya, es el
fruto de su evolución y de su esfuerzo, pero no es nuestra verdad ni
pertenece a nuestra vida. Y, si aceptamos verdades ajenas y atenemos a
ellas nuestras vidas, o se nos obliga a aceptarlas y a ajustarnos a ellas, el
subconsciente, automáticamente, reaccionará contra esa flagrante
infracción de la ley natural y experimentaremos las consecuencias de
nuestro “pecado”.
13.
Ahora podemos retomar ya el “hilo jurídico”. Y lo vamos a hacer
hablando de la ley. ¿Qué es la ley? En sentido lato, que es el que nos
interesa, es “todo mandato emanado de la autoridad competente y
debidamente promulgado”.
¿Y cuál es la autoridad competente? Aquí ya nos adentramos en el
meollo de la cuestión. Indudablemente es la aceptada como tal por la
sociedad.
Antes, con las monarquías absolutas, impuestas por la fuerza a los
súbditos que, debido a su falta de formación, de cultura y de
posibilidades de ejercitar su intelecto, no tenían más remedio que
aceptarlas y cumplirlas, el origen de las leyes estaba en la autoridad real
que, consciente de su falta de legitimación de origen, se irrogaba la
divina, proclamándose respaldada “por la gracia de Dios”.
¿Y por qué ha de ser promulgada la ley? Lógicamente, porque
hasta los más torpes llevan dentro de su subconsciente el parasilogismo
que encabeza este trabajo. Y les resulta incontestable que es imposible
cumplir algo que se desconoce. Y por ello, hasta los más terribles
dictadores, se cuidan muy mucho de dar a conocer, es decir, de
promulgar, sus leyes.
El problema se planteó cuando los absolutismos empezaron a
declinar y el poder, hasta entonces real, tuvo que pasar a…¿a quién?
La solución la brindó Rousseau con su Contrato Social, ayudado
por Montesquieu con su Espíritu de las Leyes. Según ellos, la autoridad
del estado y, por tanto, del poder legislativo - uno de los tres en que se
dividió la anterior y omnímoda autoridad del monarca - surge de un
pacto tácito entre los ciudadanos según el cual, cada uno de ellos cede
voluntariamente al estado parte de sus libertades que, desde ese
momento se ven limitadas para hacer posible la convivencia.
Teóricamente, la solución es genial… y lógica. Pero, como
conclusión de un razonamiento, es falsa. Porque el silogismo que da
origen al poder legislativo del estado moderno es éste: “Los ciudadanos
poseen todas las libertades”; “los ciudadanos ceden libremente parte de
sus libertades al estado”; luego, “el estado posee la suma de las
libertades cedidas y, por tanto, puede plasmar en leyes los límites dentro
de los cuales los ciudadanos pueden ejercer su restante cuota de
libertad”.
El razonamiento, como se ve, es lógico y la conclusión también.
Pero la segunda premisa es falsa, no responde a la verdad. Y, por tanto,
infringe las leyes naturales. Y, como consecuencia de lo ya visto arriba,
la conclusión es tan falsa como la premisa menor. Y produce en quienes
se ven obligados a cumplir las leyes, una desazón interior, un
desequilibrio entre el consciente y el subconsciente, porque a éste le
falta un dato: ¿de dónde le viene al estado la autoridad?.
Habrá quienes, conocida la segunda premisa, la acepten y con ello
dejarán de experimentar ese conflicto. Pero también habrá quien no la
acepte, ni acepte que se le imponga, o que la ignore. Y ésos pasarán sus
vidas luchando por “su verdad”, es decir, rebelándose contra la
limitación de sus libertades. Y, como consecuencia de esa lucha y esa
desazón, experimentarán desequilibrios internos que se verán
aumentados si el estado, en uso de su autoridad, les obliga, a través de
sus otros dos poderes - ejecutivo y judicial - a cumplirlas. Ésa es la razón
última de los levantamientos, alzamientos, sublevaciones, revoluciones
e, incluso, de los partidos políticos que, en el fondo, sólo están
expresando un descontento interno con las leyes - las verdades ajenas -
impuestas por otros, en base a una limitación de las libertades de todos,
consecuencia, a su vez, de una presunción falsa.
Hasta el primer tercio del siglo veinte, la cosa no fue grave. Pero, a
medida que la gente fue teniendo acceso a la enseñanza, lo que le
permitió ejercitar y desarrollar su mente y con ello encontrar “su propia
verdad” y esa verdad chocó con la que se le pretendía imponer, empezó
el problema, que no hemos solucionado aún.
14.
A cuanto antecede se añade otro “detalle” importante. Y es el de la
necesidad de promulgación de que hemos hablado y que todo el mundo
comprende de un modo “intuitivo” o subconsciente.
La promulgación, mientras la mayor parte de los ciudadanos no
sabían leer ni razonar ni tenían medios de manifestar sus opiniones, fue
fácil, pues eran pocos los destinatarios conscientes de la ley y pocas las
leyes.
Pero cuando la población aumentó de modo que hizo imposible
recurrir a los pregones y los pasquines para promulgar las leyes, se
planteó otro problema grave. Que se solucionó con otra ficción jurídica
falsa: la de que “la ignorancia de la ley no excusa de su cumplimiento”
plasmada tal cual en nuestro ínclito artículo segundo del Código Civil.
El problema de la debida promulgación era grave y grave fue
también la solución adoptada. Porque no hay posibilidad alguna, no hay
nadie que pueda pensar que es posible exigir a alguien que cumpla algo
que ignora. Es una ley natural y, por tanto, infranqueable y, consecuentemente, su infracción produce desequilibrios, que son el
precio o, mejor, la consecuencia del “pecado”.
El ciudadano, pues, sin saberlo, sin ser demasiado consciente de
ello, en su fuero interno está rechazando esas dos presunciones
totalmente falsas que le aprisionan y le encorsetan sus libertades a las
que nunca renunció, ni puede renunciar porque, por ley natural, el
hombre nace libre, y son irrenunciables.
Añadamos, como condimento y catalizador a la vez, algo
gravísimo y sobre lo que no se ha llamado suficientemente la atención:
deslumbrados por los avances técnicos y científico-prácticos (que
siempre se basan en otros anteriores, teóricos), hemos dado de lado a la
formación humanística (filosofía, historia, religión, literatura, gramática,
urbanidad…), olvidando que es el único modo que existe de inculcar a
los jóvenes los valores fundamentales de la sociedad y la convivencia, y
los únicos medios de evitar, permitiéndoles encontrar “su propia
verdad”, los desequilibrios internos.
Para mayor escarnio, no nos limitamos a promulgar una
disposición o dos. No. Ya situados en el plano inclinado de las
presunciones falsas, creamos cada día decenas de ellas, que vienen a
sumarse a los miles ya en vigor. Y, claro, además, pretendemos que
todos las cumplan escrupulosamente todas. Y les exigimos
coactivamente su observancia.
No es de extrañar, pues, que el malestar interno esté
exteriorizándose en una serie de conductas ilegales, antisociales e
incontrolables, porque surgen del deseo, de la víscera, por la cual se guía
aún, como hemos dicho, la mayor parte de los ciudadanos, pero que
tienen su raíz en una contradicción entre lo interno, lo que se sabe, lo
que se intuye, y lo que nos vemos obligados a hacer. Se empieza con la
defraudación, se sigue con la búsqueda del enriquecimiento rápido; se
continúa con el blanqueo de dinero, el tráfico ilegal, la fractura de la
confianza en que se basa, por definición, el derecho mercantil; se pasa a
la oposición a los poderes constituidos, a la destrucción de ídolos, a la
desmitificación de todo aquel que destaque en algún aspecto, a la crítica
negativa y destructora, a la falta de respeto a todos, al abandono de los
valores morales y éticos más elementales…todo lo cual no hace sino
incrementar el desequilibrio. Y llegan las adicciones (drogas, alcohol,
sexo, juego, etc.), los atracos, los secuestros, las violaciones, los malos tratos a parientes, el racismo, los nacionalismos, el desprecio a los
demás, el “sólo se vive una vez”, etc.
Y no digamos nada sobre lo que ocurre a nivel internacional, en las
relaciones entre estados. Ahí es más comprensible, porque todos son
conscientes de que no hay nadie por encima que pueda imponerles leyes
y, por otra parte, cuando algunos bien intencionados - bien
intencionados que se reservan el derecho de veto - pretenden crear un
organismo supranacional, ponen todas las trabas posibles y recurren a
toda clase de subterfugios para burlar las leyes que no les benefician.
En este sentido no hace falta recordar acontecimientos tan recientes
como la invasión de Panamá o de Granada; las guerras de Corea o de
Vietnam; los secuestros de aviones o de delincuentes; los
incumplimientos permanentes de contratos entre estados; los bloqueos a
países, que producen terribles estragos entre la población inocente y
dejan en su trono a los dictadores; la explotación de los países pobres de
un modo cruel, inhumano y exterminador; la destrucción del medio
ambiente en el que todos vivimos, incluso los que lo amenazan (ejemplo
típico de conducta visceral totalmente irreflexiva); el ser incapaces de
perdón, y devolver todas las agresiones recibidas, en una irracional e
interminable cadena de crueldades y abominaciones; el descubrir, como
panacea universal, la libre competencia que, según la más estricta lógica,
conduce a la lucha a muerte entre los competidores y, finalmente, al
propio exterminio…¿para qué seguir?
15.
Nos encontramos, pues, en una situación curiosa: hemos
construido, como decíamos, una obra maestra de la lógica, una inmensa
catedral gótica del derecho; nos esforzamos por que todas las
disposiciones respondan a las más estrictas leyes del pensamiento;
nuestras sentencias se esmeran por ser irreprochables…
Pero no dejamos de darnos cuenta interiormente de que ese
magnífico edificio, al que cada día añadimos nuevos adornos, es un
castillo construido sobre arena: sus dos piedras angulares, las dos
columnas en que se apoya, la ficción jurídica de Rousseau y la ficción
jurídica del conocimiento, juris et de jure, de la ley, no soportan el más
elemental examen lógico y, por tanto, no sirven como piedras angulares
para sostener toda la construcción. Son falsas. Son la primera premisa falsa que, necesariamente, acarrea la falsedad incontestable de la
conclusión, que es la sociedad actual.
16.
¿Y cuál es la solución, si es que la hay? La respuesta es sencilla y
única: cumplir las leyes naturales.
¿Y cómo hemos de cumplir las leyes naturales? Ya lo hemos visto
en muchos de los párrafos anteriores pero, valdrá la pena darles un
repaso.
Si no se puede cumplir lo que no se conoce (precisamente porque
no se conoce) y la exigencia de su cumplimiento produce desequilibrios
y efectos negativos, como hemos visto, hagamos que se conozca lo que
pretendemos que se cumpla. Pero, ¿cómo hacer que todos conozcan el
cúmulo de leyes existentes y las que ven la luz cada día? No hace falta
tanto.
Bastará con que en la escuela, en el instituto, en la universidad, en
la familia y en los medios de comunicación se inculquen con insistencia
y con claridad, a los niños, los jóvenes y los adultos, las bases - las
verdaderas - en que se apoya la sociedad, empezando por convencerles
de la necesidad de la existencia de ésta y del derecho. Y continuar con
los llamados “principios de derecho”. Y seguir con la primera de las
frases de la Escritura citadas que, querámoslo o no, es la base de la
justicia y, por tanto, del derecho. Y luego, proporcionar a todos, los
rudimentos del derecho civil y el mercantil y el administrativo y el
político y el laboral y el internacional y el penal.
No se pretende que curse toda la población la carrera de Derecho.
No. Pero sí que sepan - cosa que no saben ya y van camino de ignorar
por completo a raíz de la caída de las Humanidades de los planes de
estudio - que la vida civilizada necesita normas (el polisilogismo inicial);
que el derecho nos envuelve permanentemente y, por tanto, es lógico
que lo conozcamos, que nos familiaricemos con él, que sepamos que si
tomamos un autobús o nos matriculamos en un centro docente o tenemos
un hijo o conducimos un coche o nos casamos o trabajamos, adquirimos
ciertos derechos, pero también asumimos ciertas obligaciones que
limitarán nuestra libertad, porque todo derecho lleva aparejada,
inevitablemente, la otra cara de la moneda, que es la correspondiente responsabilidad, lo cual siempre supone limitación de derechos y de
libertades.
Realmente, si nos lo proponemos, no resultará difícil. Y si no nos
lo proponemos y, por tanto, no lo llevamos a efecto, la desintegración
social será cada vez mayor.
Mediante la solución que se apunta, desaparecerían todas las
contradicciones internas que predisponen al ciudadano contra el estado,
que en vez de un valedor y un defensor, aparece a sus ojos como un
opresor, un esquilmador y un enemigo peligroso.
17.
Fijémonos, a guisa de ejemplo, en las cárceles. Teóricamente
tienen por misión principal la separación de la sociedad de aquellos de
sus miembros que se han mostrado insociables y, además, aprovechando
ese tiempo de aislamiento y ese tiempo libre, tratar de prepararlos para
su reinserción, una vez hayan cumplido su condena.
Pero, precisamente en la cárcel, es donde se hace más ostensible la
incongruencia que supone el estar condenado por infringir una ley que
nace de dos ficciones jurídicas, ambas ilógicas y, por tanto, injustas. Y
sin que nadie trate de justificárselas al recluso.
¿Cuántos hay que no se reinsertan y continúan delinquiendo al
salir?
Incluso los que se reinsertan como consecuencia de la ayuda que
en las cárceles se les presta salen, en el mejor de los casos, con una
profesión aprendida, pero sin la formación básica humanística y
ciudadana mínima necesaria.
Porque, si queremos que se reinserten de verdad, lo primero que
hemos de lograr es que dejen de tener desequilibrios internos; y eso sólo
se puede conseguir haciéndoles comprender la necesidad del derecho y
de las leyes, y la razón y la finalidad de su aislamiento, y lograr así que
se conviertan en futuros ciudadanos conscientes de lo que eso significa.
Y, después de eso, enseñarles un oficio, si es preciso. Fijémonos en que,
sintomáticamente, Cristo siempre, lo primero que hizo fue curar a los
“enfermos” y luego, multiplicó los panes y los peces para dar de comer a
los “hambrientos”.
Y es lógico: si el origen de la enfermedad es interno, habrá que
curar primero el interior para que esa sanación se manifieste en lo
externo.
18.
El hombre, al nacer, es arrojado a un mundo hostil y desconocido.
Y ha de ir aprendiendo a manejarse en él. Por eso necesita conocer,
dominar, asimilar y hacer propios los conocimientos básicos necesarios
para, sobre ellos, edificar su propia vida.
Para ver claro el modo de proceder, resultará conveniente estudiar
el proceso de la formación de la llamada conciencia colectiva. Es el
siguiente:
a- Un idealista, hombre cuya evolución mental le permite actuar y
centrar su conciencia en el mundo de la materia mental abstracta,
concibe o atrae o es inspirado por una idea nueva; la examina, la hace
propia, la elabora y la enuncia, plasmándola en materia mental concreta.
b- Esa idea elaborada y enunciada, es captada y aceptada por otros
pensadores, capaces de actuar conscientemente en el plano mental
concreto, que la asimilan y reelaboran, a su vez, y la vuelven a enunciar
en un lenguaje aún más concreto.
c.- La enunciación hecha ha adoptado ya una apariencia que la
hace deseable por la masa, cuya conciencia está centrada en el mundo de
los deseos y los sentimientos.
d.- De ese modo, aquella idea original se convierte en opinión
pública, en conciencia colectiva, apta ya para plasmarse en la realidad
física.
e.- Por supuesto, lo que llega a constituir opinión pública es sólo
un remedo, un pálido reflejo, un resto muy adulterado de la idea inicial
ya que, con cada “traducción”, pierde algo de su pureza y claridad
iniciales y recibe algo también de quien la hace propia, la elabora y la
transmite enunciándola de nuevo.
f.- Cada idea que enriquece la opinión pública o conciencia
colectiva se convierte en un peldaño en la lenta elevación del hombre
hacia el mundo del pensamiento, que es nuestra meta.
Así funcionamos. Y ésa es la explicación de que una idea como la
de la democracia, tan reciente para los españoles, que a todos subyugaba
y sigue subyugando en el nivel mental, cuando se plasma en la realidad física, no satisfaga por completo a nadie, debido a que cada cual formó
su propia idea de ella, según su nivel evolutivo mental, sentimental,
emocional y hasta físico y, en el proceso de su plasmación en el mundo
físico, ha experimentado interpretaciones y adiciones que la han
deformado inevitablemente.
Sabiendo, pues, que éste es el proceso que las leyes naturales
tienen establecido para formar la conciencia colectiva, hagamos lo
mismo, traduzcamos a lenguaje inteligible y apetecible las bases de la
sociedad y del derecho y, con un esfuerzo mínimo, todo cambiará.
En estos momentos, los medios de comunicación - es sabido que
hemos llegado al punto de que lo que no aparece en ellos no existe - van
en la dirección opuesta: violencia, insolidaridad, egoísmo, sexualidad
exacerbada, hedonismo sin sentido, materialismo a ultranza, búsqueda de
la fama, etc., actitudes todas opuestas a aquella ley natural enunciada
clarísimamente en la primera de las frases traídas a colación en el
parágrafo once.
Si, mediante esa enseñanza, realmente rudimentaria pero básica,
logramos despertar las mentes de la gente y hacer que cada cual obtenga
“su verdad” sobre cada tema, pero todos con un sustrato mínimo
semejante, habremos llevado a cabo el cometido que se nos está
poniendo clarísimamente ante los ojos a los profesionales del Derecho.
A nadie se le ocultará tampoco que los colegios de abogados tienen
mucho que decir y que hacer sobre el particular.
Y volviendo, para terminar, a la Escritura, cantera inagotable de
Sabiduría, obsérvese que uno de los principales objetivos de la religión
de occidente consistió en tratar de “interiorizar la ley”, hasta entonces
externa e impuesta, convenciéndonos de su necesidad y de su
conveniencia. Por eso aquello de: “que tu mano derecha no sepa lo que
hace la izquierda”.
Porque ésa es la única manera de que “la verdad nos haga libres”.
* * *
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