miércoles, 6 de mayo de 2015

Mi amiga



MI AMIGA
 por Francisco-Manuel Nácher 

      Es mi secreto. El único secreto de mi vida que me hace feliz. Sé que es difícil de creer, incluso que es impropio, por mi edad, mi formación y mi alto grado de felicidad conyugal, pero es cierto: Yo tuve una amiga. Una amiga poco frecuente. Todos los hombres deberían tener una amiga como la mía. Era la amiga perfecta: Me comprendía, me escuchaba, me consolaba, me aconsejaba, me esperaba, me soportaba, me hacía vivir pendiente de ella sin sugerirlo siquiera; nunca pedía nada, ni esperaba nada, ni necesitaba nada; me acariciaba, me sonreía, me llenaba con su calor, me abarcaba con su mirada, me hacía un guiño cariñoso de vez en cuando...
    Charlábamos de muchas cosas y, escuchándola, inmóvil, los minutos se me hacían horas, brevísimas y plenas. 
      Mi amiga era una estrella. Sí. Así como suena: Una estrella. Era mi estrella porque, sin pretender ningún título de propiedad, por otra parte imposible, yo la consideraba mía. Pero tampoco en el sentido de que excluyera a nadie, sino como consecuencia natural de una integración que se había ido desarrollando entre ambos. Se me hacía muy difícil pensar que nadie pudiera identificarse con ella, precisamente con ella, como yo lo estaba. Tampoco lo hubiera considerado una infidelidad por su parte, puesto que entre nosotros, que conocíamos el verdadero sentido del amor, no cabía ese sentimiento, sino porque creía que era imposible que se pudieran compartir tantas pequeñas y grandes cosas de un modo tan unificador, esas pequeñas y grandes cosas de que está hecha la vida. 
     Todo empezó una madrugada, hace ya tiempo, poco antes de que los mirlos iniciasen su maravilloso aleluya cotidiano a la llegada de la aurora. 
     Yo, que ya había tenido mis hijos y ya había plantado mis árboles y ya había escrito mis libros; que acababa de alcanzar mi ubilación; que, por tanto, ya estaba de vuelta de las necesidades de autorrealización y de éxito y de renombre que parece exigirnos la vida; que ya no podía dar físicamente mucho más de mí, salvo el arreglo inexperto de algún enchufe o el chapucero pintado de alguna puerta vieja; que había alcanzado una serenidad y una visión de conjunto que me permitían convertirme en espectador de la vida y de los hombres y sonreír con deleite algunas veces y con lástima las más, pero siempre con comprensión; que, aunque físicamente, como he dicho, ni podía ni quería excederme, no me ocurría igual en el campo del pensamiento ni en el campo de los sentimientos; que pensaba, y era natural, que mi pensamiento estaba mucho más maduro y llegaba más alto y profundizaba más y se dejaba distraer menos y sabía distinguir con mucha más facilidad lo importante de lo anecdótico y que todos los malabarismos y saltos mortales que antes había dado con el cuerpo, los podía entonces dar con el alma, con mucha mayor facilidad y con menos esfuerzo y hasta con mucho mayor provecho y deleite; que había perdido el miedo a la soledad y era ella mi más frecuente compañera diurna, porque ya había descubierto que es entonces cuando verdaderamente estamos acompañados; yo, en fin, que no era sino un hombre más, que había extraído del mundo lo que había podido, que le había aportado lo que había sabido y que estaba dispuesto a seguir aportando en planos cada vez más etéreos aunque no menos fructíferos y eficaces, adolecía, como supongo que ocurre a la mayor parte de los que se encuentran en mi caso, de las inevitables rupturas de lo acostumbrado y de la subsiguiente perplejidad, hasta que se encuentra la solución y todo se normaliza. Me estoy refiriendo con ello a esas horas en que antaño acostumbraba uno dormir y que luego, quizás por falta de problemas, de miedos o de agobios, se convierten en horas que algunos llaman insomnio y yo llamo recreo, porque todo depende de cómo se miren las cosas. 
      Ocurría, pues que, cuando avanzada la madrugada, volvía en mí con el recuerdo de las aventuras vividas en el país en que todo es posible, me solía encontrar de costado y con el rostro vuelto hacia la ventana. Dada la altura de ésta y la de mi cama, desde ella sólo podía divisar un trocito de cielo. Un anónimo retal rectangular del universo. Pero me bastaba. 
     Y me bastaba porque, el primer día que lo vi, la primera vez que me desvelé y me di cuenta de su existencia, ocurrió algo que cambió mi vida: Allí mismo, en la parte superior de ese trozo de cielo, había una estrella que me miraba, yo diría que ansiosa de que me fijase en ella. Dios sabe cuanto tiempo habría estado allí, esperando que yo despertase un día y la viese. Pero la vi. La vi y me vio. Fue un encuentro emocionante, un acercamiento, una atracción instantánea y recíproca, un verdadero amor a primera vista. Quedé prendido de su luz, percibí un algo especial, un calor suave y desconocido, un afecto particular, como un roce sutil; fijé en ella mi mirada y me hizo un guiño. Sí. Me había hecho un guiño. ¡A mí! Estaba seguro de que era a mí. No sabría decir por qué, pero estaba seguro. Además, yo experimentaba también, por mi parte, una inclinación especial por ella. Mirándola me sentía feliz. De ese momento data nuestra amistad.
     Desde ese día, me acostaba sabiendo que, a su hora, me despertaría y ella estaría allí, mirándome, como arrullándome, en espera de que yo la mirase y le contara mis cosas y mis ideas y mis sueños. Y que ella me escucharía complaciente, con comprensión, yo diría que con complicidad; y que, de vez en cuando, con un guiño, me enviaría un beso como sólo ella sabe hacerlos; eran besos sin pasión, sin sombra de deseo o de exclusión o de posesión; eran besos arquetipo, besos que daban a la vez vida, luz, amor, plenitud, serenidad, ilusión; besos tibios; besos de madre, de esposa y de hija a la vez; besos de eternidad, besos que abarcaban todo el ser, por dentro y por fuera y lo hacían vibrar y elevarse a esferas celestes. Y que yo me estremecería indefenso, pero sin ningún deseo de defenderme, y con la secreta esperanza de que no fuera el último. 
     Apenas abría los ojos, allí estaba. Esperándome. Y, cuando la mañana se aproximaba y la luz aumentaba y todo comenzaba a difuminarse, yo la perseguía ansioso con la mirada, sin abandonarla, como no dejándola ir, y la veía hasta cuando casi era de día. Y a ella le gustaba. Hasta que ya, diminuta, casi microscópica, me hacía un guiño de despedida y desaparecía de mi vista, aunque no de mi memoria. 
     Varias veces, antes de acostarme, tuve la tentación de buscarla en el cielo estrellado. Pero no me atreví. Sabía que no la iba a encontrar, y sería terrible. No sabía dónde se ubicaba en el firmamento. Ni a qué constelación pertenecía. Ni cómo se llamaba. Sólo sabía que estaba y solamente sabía buscarla en el trocito de cielo de mi ventana. Allí sí que la encontraba y ella me encontraba a mí. ¿Qué me importaba, pues, en qué zona del cosmos habitara? ¿Qué más me daba que fuera importante o humilde, de primer grado o de tercer grado? Para mí era ella. Para mí era la más hermosa, la más grande, la más brillante, la más próxima, la más mía.
    Le fui contando toda mi vida y la de cada uno de los míos, y nuestros proyectos y nuestros problemas y nuestras ilusiones. Y ella siempre lo escuchaba todo con guiños de comprensión. Porque, poco a poco, aprendí a distinguir sus guiños. Aparentemente eran todos iguales. Pero no. Ella sabía hacer guiños de comprensión y de ayuda y de colaboración y de amor y hasta de protección. En cambio, no sabía hacer guiños de odio ni de orgullo ni de envidia ni de nada negativo. En ella todo era bello, todo era perfecto, todo era maravillosamente armonioso. 
    Cuando, a la hora de la cita estaba nublado y no podía verla, yo sentía, sin embargo, que estaba allí. Y me decía que no me preocupase. Que la separación sólo era aparente. Y, a través de la nube, nosotros charlábamos de nuestras cosas como si el cielo estuviese despejado. 
    Un día me contó que ella era un sol. Muy grande. Y que tenía muchos planetas y los planetas tenían satélites. Y ella los cuidaba a todos y les daba vida y los protegía. Porque en cada uno de ellos había millones de hijos suyos que vivían allí y aprendían y se desarrollaban. Que ella era su dios, aunque la mayor parte de ellos no lo querían creer y no la conocían. Pero eso a ella no la afectaba. Ella les daba su vida permanentemente. Ella se desintegraba cada día un poquito para que sus hijos pudieran vivir y evolucionar. Y era feliz. Y estaba orgullosa de todos ellos. 
    Me dijo que hace muchos millones de años ella también fue hombre. Hombre y mujer durante miles de vidas sucesivas. Y que pasó por todo lo que yo le contaba y que por eso me comprendía. Pero que yo debía saber que también un día, dentro de muchos millones de años, podría ser como ella y convertirme en un sol y tener mis propios planetas y podría dar vida a millones de hijos y verme en ellos y realizarme en ellos y derramarme en ellos y desintegrarme por ellos. Porque lo más hermoso que existe en todo el cosmos, es el amor.
     Me contó que se encontraba a muchos millones de años luz. Pero eso a mí no me importaba. Yo la sentía muy cerca. Yo sabía que estaba cerca. Yo sabía que entre nosotros no había distancias. Que la distancia no existe para el corazón. 
      Me dijo que todos los soles que hay en el cosmos son hermanos suyos, que un día fueron también como somos ahora los hombres.        Yo le pregunté cómo era posible que teniendo tantos planetas y tantos hijos en qué pensar, se preocupase por mí y me esperase todas las noches y perdiera el tiempo conmigo escuchando mis cosas que, comparadas con las suyas, no tenían ninguna importancia. Y me respondió que en el cosmos todo es igual de importante, y que si yo sufro, sufren conmigo todos los seres y si yo soy feliz, mi felicidad llega hasta el último rincón de los cielos. Y que ella podía atender a todos sus asuntos y charlar conmigo porque los que charlaban no eran una estrella y un hombre, sino dos almas, y las almas se comprenden enseguida. 
     Durante nuestra relación hablamos de todo. Y de muchas cosas más. No podría reproducir aquí todas las conversaciones que tuvimos en lo más profundo de nuestros corazones, en la poblada soledad del firmamento, en la omnipotencia sublime de la relajación, ni todas las muestras de amistad y de amor que recibí de mi amiga. La mejor de todas, sin embargo, la certeza de que estaba allí, de noche cuando la podía ver y de día cuando parecía no estar. Siempre. Y de que, incluso cuando yo no dormía, cuando no la buscaba en su trocito de cielo, cuando mi atención estaba en otros asuntos, siempre menos importantes, ella me envolvía en su vibración y yo experimentaba, sin saber que venía de allí, un impulso de devoción o de alegría o de amistad o de compasión o de tolerancia, según la clase de guiño que me hiciera. 
    Yo le dije a mi estrella lo afortunado que era por haberla encontrado, por haber respondido a su mirada, que me había convertido en el más feliz de los mortales. Que su mirada me había hecho más bueno. Y ella me dijo que era justo que así fuese, que yo la había buscado y por eso la encontré. 
     Le pregunté qué podría yo hacer para que todos la buscasen, a ella o a otras estrellas, y pudiesen ser tan felices como yo. Y me dijo que, desgraciadamente, no quieren descubrirla, aunque su hermano, nuestro sol, se esfuerza día a día por que lo hagan. Pero que, si quería colaborar en esa obra maravillosa... 
    Y entonces me hizo una confidencia. Yo sé que, en lo más profundo de su corazón de estrella, sintió un poquitín de pena al decirme lo que me dijo. Lo sé. La conocía tan bien que no me lo pudo ocultar. Me dijo que, dentro de mí, yo tenía una estrella como ella. Y que yo debía mirarla. Mirarla mucho, como había hecho con ella. Con mucho amor. Con verdadera entrega y sin esperar nada. Con totalidad. Y entonces, alimentada por mi amor, mi estrellita comenzaría a brillar en mi corazón y crecería y se haría luminosa y radiante y se convertiría en mi mejor amiga, mejor aún que ella, porque sería una parte de mí. Sería yo mismo. Y sólo así, haciendo crecer mi estrella dentro de mí, podría conseguir que los hombres, al ver su luz y al saber que ellos también tienen una igual y que puede crecer y convertirse en un sol, y que lo único que necesita para ello es que se la alimente con un poco de amor, hicieran que el mundo se convirtiera así en un trozo de cielo más, cuajado de estrellas. 
    Yo seguí su consejo y me miré muy adentro. Y allí percibí una lucecita. Era diminuta, casi imperceptible. Pero simpática. Noté, supe con certeza, que estaba esperando que la mirase. Y, en cuanto la miré, me hizo un guiño. 
     Desde entonces, mi estrella interior ha crecido mucho. Y ya es mi mejor amiga. Estoy con ella todo el día. Ya no he de buscarla a través de mi ventana. Sé dónde está siempre y qué piensa y qué le gusta y oigo su voz y soy feliz.
     Y algunos hombres me han preguntado dónde he encontrado esa luz y yo les he explicado que yo veo una igual que la mía, escondida en su corazón. Y ellos se han puesto a buscar en su corazón y la han encontrado y la han mirado y su luz ha empezado a crecer.
    Pero no he abandonado a mi amiga. Claro que no. Algunas noches, cuando me despierto, miro al rinconcito de mi ventana y allí la veo. Y, enseguida, me hace un guiño. Es un guiño nuevo que yo no le conocía. Es un guiño de satisfacción, yo diría que de orgullo pero, sobre todo, es un guiño de amor. Y yo lo veo, lo recibo y, con mi estrella interior, le respondo con otro guiño. Pero el mío es de gratitud, de iluminación y, por supuesto, de amor, el mismo amor que ella me enseñó a sentir. 
      Mis dos estrellas, pues, me han hecho comprobar que el amor es la única fuerza real del universo y que por eso, aunque lo ignoremos, todo el universo está permanentemente enamorado. 

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