SÓLO UN MENDIGO
por Francisco-Manuel Nácher
Nota de prensa.
"Un hombre de unos 60 años, sin documentación alguna y aún
no identificado, ha aparecido esta mañana, al parecer muerto de frío,
en un portal de la Gran Vía. Llevaba sólo una camisa, un pantalón y
unas zapatillas de deporte, y se cubría con una gabardina vieja. Su
mano derecha estaba en un bolsillo de ésta, asiendo fuertemente un
papel enrollado que contenía 900 pts. en monedas de cien y en el que,
a lápiz, había escrito: “Para los sin hogar de Bosnia’’.
Ahí termina la noticia. Y ahí debería terminar nuestro
comentario. Porque, llegados a este punto, lo único adecuado es el
silencio. Un silencio lleno de respeto, de admiración, de ganas de
llorar, de vergüenza...
Porque, ¿es que hace falta saber más sobre él? ¿Es que nos
importa conocer su nombre? ¿Es que nos ayudaría saber cómo él, que
sabía escribir bien, llegó a esa situación, ni cómo ni cuándo fue
perdiendo sus prendas de abrigo? ¿Las fue dando a personas más
necesitadas que él? ¿Cómo perdió su casa? ¿Y su familia? ¿Cómo
llegó a compadecerse, en su precario estado, de los bosnios, hasta el
punto de ahorrar, a costa de su vida, para socorrerlos en la medida de
sus fuerzas?
Todas las posibilidades están abiertas. Podemos pensar que fue
un profesional o un empresario o un comerciante o un funcionario o
un obrero cualificado... ¡qué más da! Podemos suponer que tuvo mala
suerte, mala salud, malos amigos o malos parientes o, incluso, malos
vecinos. Podemos imaginar que su status social y personal se fue
degradando. Y podemos suponer lo que todo ello iba significando para
él: Sus intentos fallidos para recuperar su puesto en la sociedad, sus
fracasos, su caída ininterrumpida, su final resignación, una vez
alcanzado el último escalón social, el de mendigo.
¿Qué pensamientos pasaron por su mente durante los últimos
meses (¿o años?) de desgracias y penurias y desengaños y privaciones
y vergüenzas y frustraciones y retiradas en silencio? ¿Qué sintió su
corazón desilusionado, desesperado, solo...?
Tenía la mano derecha en el bolsillo de la vieja gabardina,
sujetando y señalando a la vez, lo que había ahorrado para los pobres
de Bosnia. ¡Qué relativo resulta todo a la vista de su cuerpo,
empequeñecido por la muerte, pero inmensamente engrandecido por
ése su último gesto!
¿Qué proceso mental y espiritual tuvo lugar en su alma para que
se considerase rico en comparación con las víctimas de la guerra que,
seguramente vio en el televisor de algún bar adonde habría ido a pedir
limosna o a comprar un bocadillo con las pesetillas, recién recibidas,
de alguien que se apiadó de él?
Nada sabemos de su vida. Pero sabemos que era un buen
hombre. O, mejor aún, un hombre bueno.
Ahora que ya no será posible, nos gustaría haberlo conocido y
haberle ayudado y hasta, quizás, haberle franqueado un techo y
tendido una mano y ofrecido nuestra amistad. ¡Hay tantas personas
menos dignas con las que a diario convivimos! Nosotros mismos,
¿podemos considerarnos mejores que él?
Quizá nos lo cruzamos un día, o muchos días, y quizás nos
tendió su mano y quizás miramos a otro sitio y le negamos una parte
mínima de lo que nos sobraba. Quizás nos miró a los ojos y su mirada
hurgó durante unos instantes en el fondo de nuestra alma, pero aquella
conmoción momentánea, poco a poco, se fue borrando de nuestra
memoria. Quizás le dimos algo...
¿Cuánto le costó ahorrar aquellas 900 pesetas? ¿Qué pensaba
solucionar con ellas? ¿O ha sido sólo un símbolo, un toque de
atención y un ejemplo para todos nosotros? Porque su legado no ha
sido, ni mucho menos, de 900 pesetas. No. Su legado ha sido mucho
más valioso y más efectivo que lo hubieran sido muchos millones.
Porque nos ha hecho reflexionar. Nos ha hecho mirar a nuestro
interior. Nos ha hecho volver a ser humanos. En una palabra: Nos ha
hecho mejores.
¿Cómo y cuándo descubrió que todos somos uno; que, lo mismo
que el aire que respiramos es uno y es de todos, y el agua que
bebemos es una y es de todos, también la vida que cada uno creemos
propia, es una y es de todos? ¿Cuándo y cómo se dio cuenta de que, si
polucionamos nuestro aire con nuestros bombas y nuestros gases,
estamos polucionando el aire de todos; y si polucionamos nuestra agua
con nuestros detritus, estamos polucionando el agua de todos; y que si
polucionamos nuestra vida con nuestros egoísmos, estamos
polucionando la vida de todos? ¿Fue una conversión instantánea o fue una laboriosa y dolorosa
reestructuración de su escala de valores, a medida que iba perdiendo
los bienes que le habían parecido siempre tan valiosos, tan necesarios,
tan imprescindibles, hasta quedarse sin ninguno? ¿Cómo y cuándo descubrió que una limosna no lo es en realidad
si, con ella, no damos una parte de nosotros mismos?
Da miedo la vida. Más que la muerte. Es tan frágil, tan
vulnerable, tan inesperada... Creemos que sólo los poderosos, los
célebres, los ricos nos pueden influir y luego, llega un mendigo, un
hombre sin documentación, sólo un hombre, sin más, un pobre
abandonado a su suerte, encogido en el rincón de un portal y, sin
pretenderlo, sin haber buscado fama, ni dinero, ni poder o, quizás
después de haberlos perdido, con su último gesto, nos conmueve a
todos, nos señala, sin pretenderlo, con su dedo, acusador y
comprensivo a la vez, nos vapulea el alma sin quererlo, nos lo dice
todo sin pronunciar una sola palabra, nos hace pararnos en seco en
nuestro deambular por la vida, y graba en nuestra memoria un tatuaje
que ya nunca se borrará: Un tatuaje hecho de amor, de verdadero
amor. Por eso, a pesar de todo, a pesar de su regañina cariñosa y sin
palabras, nos da un mensaje de esperanza. Porque cuando, sintiéndose
morir, metió la mano en su bolsillo y apretó aquel tesoro para que no
se perdiese y llegase así a su destino, estamos seguros de que se sintió
feliz. No es posible evitar el imaginarnos el alma de este hombre, para
todos insignificante, saliendo, luminosa, de su maltrecho cuerpo y
siendo transportada, en volandas, por los ángeles, hasta lo más alto del
cielo, hasta el mismo trono de Dios.
* * *
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