EL DESPERTAR
por Francisco-Manuel Nácher
Hacía ya tiempo que tenía la ilusión de perderme para la sociedad, de
huir durante unos días del ajetreo diario y aislarme, en el campo, en medio
de la naturaleza, y relajar mi cuerpo y mi alma y olvidar problemas y
agobios y deberes e imperativos y diluirme un poco en la nada... o en el
todo. Aquello llegó a convertirse en verdadera obsesión, en casi un
mandato, una orden ineludible que pronto degeneró en necesidad vital.
Así que, tras haberlo hablado con mi mujer, que comprendió mi
necesidad, dada la intensa vida profesional que llevaba, pedí ocho días de
vacaciones y, con tan sólo una mochila con un una tienda de campaña
individual, un saco de dormir, un queso manchego, unos botes de leche
condensada, un vaso, una navaja, una cuchara, una cantimplora, pan
integral de molde, un tarro de miel y una mezcla nutriente que desayuno
con leche diariamente desde hace muchos años y que contiene germen de
trigo, levadura de cerveza, polen y azúcar de caña, monté en mi coche,
enfilé la autovía, salí de ella, atravesé pueblos y villas y caseríos cuyo
nombre no me decía nada, y aterricé en un paraje cuyo nombre no hace al
caso, al pie de un monte inmenso que, no sé por qué, me llamó la atención.
Bajé del coche, lo cerré, cargué con mi mochila y comencé el ascenso, con
la idea de alcanzar la cima antes de anochecer y hacer de aquel lugar mi
sede de reposo durante una semana.
Corrían los primeros días de mayo. La primavera acababa de estallar.
Durante el trayecto llovió suavemente refrescando el ambiente. Luego,
escampó. El arco iris pareció sentir envidia del campo y descendió a
bañarse en la fresca brisa, que lo besó suavemente, llena de trinos, de
zumbidos, de aleteos y de vida.
Me detuve varias veces para recuperar el aliento que, como homo
urbanus, perdía fácilmente fuera de la ciudad; momentos que aproveché
para admirar la belleza total que me rodeaba por doquier. De un modo
mágico, todo parecía ocupar su sitio, desarrollar su papel, como si de una
gran sinfonía se tratase, cada una de cuyas notas hubiese asumido la forma
de un romero, un tomillo, una jara, una amapola, un pajarillo, una abeja, una nubecilla, un gorjeo, un ronroneo, un arrullo... y, todos juntos, en
completa armonía, elevasen al cielo un cántico de amor, de adoración, de
identificación, de totalidad... Sólo yo resultaba una nota disonante en aquel
acorde eterno, siempre nuevo y siempre el mismo. Deseé de todo corazón
poderme integrar, poderme perder en aquel conjunto y, anónimamente,
sumar mi nota diminuta a aquel clamor perfecto, equilibrado y ajeno a mí
hasta entonces, pero que empezaba a reprocharme, en silencio y
suavemente, mi falta de sintonía. Con aquella sensación me fui
aproximando a un rellano arbolado del terreno, antes de la cima, que me
había impuesto como meta y como refugio para mi desintoxicación
espiritual.
Al llegar a la pequeña explanada, sin embargo, y recorrerla con la
mirada, quedé profundamente sorprendido: Allí, sentado a la sombra de un
pino y recostado en su tronco, había un hombre inmóvil, con los ojos
cerrados. La sorpresa fue enorme: Era lo que menos esperaba encontrar en
aquel paraje solitario y elegido al azar.
Pero mi sorpresa pasó pronto al asombro cuando, al aproximarme
más a aquella figura inmóvil y contemplar su rostro, me di cuenta de que
era... el mío.
Totalmente perplejo, dudé entre echar a correr monte abajo o seguir
allí. Mas, ¿por qué iba a correr, si aquél era yo? Y, por otra parte, ¿quién
podría ser, si no lo era? Pero, ¿y si era otro que, casualmente, tenía un
rostro igual al mío?
Una voz interior, sin embargo, me decía que no temiera. Así que me
aproximé a él lentamente, dejé la mochila, me senté en el suelo y,
apoyando también mi espalda en el tronco de otro pino, frente al
‘’desconocido’’, esperé así, observándolo, respetando su silencio y su
meditación y asombrándome más y más del enorme parecido, de la total
identidad.
Permanecimos así, quietos los dos, por un buen espacio de tiempo.
Vestía un pantalón vaquero, ya ajado, que creí reconocer; un suéter de
manga corta, de perlé verde, que no me era extraño; llevaba, anudado al
cuello, un pañuelo, que hubiera jurado que era mío; y calzaba unas
zapatillas de deporte que me recordaron sospechosamente otras que había
dejado en casa.
Al fin, el extraño solitario abrió los ojos lentamente y... me miró. El
encuentro con sus ojos ¡iguales que los míos! me conmocionó. Los miré y
me miraron. Yo, escrutador, curioso, inquisidor, intrigado, ignorante. Él,
pacífico, sabedor, seguro, confiado, dominador.
Jamás había experimentado nada igual al cruzar mi mirada con la de
nadie. Fue una sensación indescriptible: Un encuentro, un reconocimiento,
una identificación, una eternidad en un instante...
- ¿Quién eres? - me atreví, tras un largo silencio, a musitar, temiendo
romper con ello aquel encantamiento.
-
Soy tú. - me dijo con una sonrisa.
Pensé que la contestación debería haberme sorprendido. Sin
embargo, no fue así. No sé por qué, la esperaba.
-
¿Yo? ¿Yo mismo? - pregunté, no obstante, seguro de que así era.
- Tú mismo. Somos uno. - fue su enigmática respuesta.
¿Por qué seguir hablando? ¿Se rompería, si lo hacía, aquel hechizo,
aquella situación insólita en que estaba teniendo la ocasión de verme a mí
mismo, por fuera y desde fuera? Callé un momento, pero algo me impulsó
a seguir preguntado, quizás con el secreto deseo, no concretado, de verme
también por dentro... y desde fuera.
- ¿Y por qué nos hemos separado así?
- Porque se había hecho conveniente.
- ¿Conveniente para qué?, ¿y para quién?
- Para ti. Para nosotros. Para que pudieras ver dónde estás y adónde
puedes ir, desde la encrucijada de la vida en que te encuentras.
- ¿Quién te ha dicho que mi vida está en una encrucijada si yo mismo
no lo sé? - pregunté intrigado.
- Lo sé porque soy tú. - contestó con una sonrisa - O, mejor dicho,
porque tú eres yo.
- ¿Que yo soy tú? - dije sobresaltado.
- Sí. - sonrió.
- Sin embargo, yo me siento ‘’yo’’ y a ti te veo como otro igual a mí.
- Ése es el error.
Aquella situación me pareció tan confusa que, incluso sintiendo,
teniendo la certeza interna de que ambos éramos uno, quise saber quién era
ese uno, y cuál, digamos, el auténtico y cuál la ‘’imitación’’, convencido
como estaba de mi propia identidad. Así que hice la pregunta clave:
- ¿El error de quién?
- Tuyo. Tú no eres más que un instrumento mío. - me respondió
mientras seguía sonriéndome de un modo inexplicable pero tranquilizador.
Me desplomé interiormente. ¿Un instrumento? ¿Entonces...? Aquello
no tenía sentido. ¿Estaría soñando?
- No, - dijo - no estás soñando. Pero estás equivocado. Y he creído
que valía la pena sacarte de tu error, en bien de ambos.
¿De ambos? - pregunté, sin tener claro aún qué teníamos en común
y qué nos diferenciaba.
- Sí, de ambos. Tú eres un instrumento mío, pero necesario. Y tú me
necesitas a mí. Y los dos somos el mismo.
- ¿Cómo es eso posible?
- Porque moramos en mundos distintos.
¿Que moramos en mundos distintos? Aquello había que aclararlo de
una vez. Así que, de nuevo intenté formular la pregunta definitiva, y le
pedí en tono premioso:
- ¿Podrías explicarme todo eso de modo que yo lo entienda?
- Claro. Verás: Yo soy lo que podríamos llamar tu ‘’Yo Superior’’, tu
verdadero yo. Pero habito en otro mundo, en el Mundo del Pensamiento
Abstracto. Y para evolucionar necesito actuar, además de en mi mundo, en
el Mundo del Pensamiento Concreto, un poco inferior al mío, en el Mundo
del Deseo, en el Mundo Etérico y en el Mundo físico, que es el tuyo o el
que tú crees tuyo. Y, para actuar en ellos, he creado cuatro utensilios,
cuatro herramientas, cuatro yoes, hechos a mi imagen y semejanza, uno en
cada uno de esos mundos. Y tú eres el del mundo físico.
- ¿Entonces, - dije atónito - yo no soy nadie? ¿Yo no pinto nada? ¿No
decido nada? ¿No estoy viviendo, en realidad?
- Sí. Estás viviendo, claro. Y pintas mucho, puesto que eres necesario
para mí. Pero no te preocupes: Tú eres también yo.
- No lo entiendo. - respondí desmoralizado.
- Ten paciencia y lo entenderás: Tú eres lo que podríamos llamar mi
“personalidad”. En realidad eres un cuerpo físico, un cuerpo etérico, un
cuerpo de deseos y un cuerpo mental. Todos juntos, conexionados,
interpenetrándose íntimamente, sintiéndose uno, siendo conscientes de
vivir, pero sin dejar de ser instrumentos necesarios para mi evolución.
- O sea, - dije, cada vez más confuso - ¿que soy cuatro cuerpos? Pues
eso aún lo entiendo menos.
- Déjame explicártelo: - insistió, agudizando su sonrisa - Por el hecho
de tener una forma física, compuesta de materia del mundo físico, eres un
cuerpo físico, mi cuerpo físico, para ser exactos; pero, cuando asimilas los
alimentos o creces o percibes algo a través de los sentidos o recuerdas
algo, estás actuando con mi cuerpo etérico; y, cuando sientes deseos o
emociones o sentimientos o atracción o repulsión por algo, es mi cuerpo de
deseos el que lo hace; y, finalmente, cuando piensas, cuando razonas,
cuando juzgas o interpretas, actúas en mi cuerpo mental. ¿Vas
comprendiendo?
Sí. Ahora voy viendo más claro. Pero entonces, ¿dónde estás tú?
- Yo estoy más arriba, en un mundo más tenue y más real, puesto que
está más cerca de Dios, fuente de la vida y de todo lo existente, y del cual
yo, a mi vez, sólo soy un instrumento. Como, para que lo comprendas
mejor, son instrumentos tuyos, sin los cuales no podrías evolucionar, las
células que forman tu cuerpo físico.
Aquello iba aclarándose.
- ¿Y de dónde han salido esos cuatro cuerpos? - quise saber, un tanto
desazonado.
- Tu cuerpo físico es el más antiguo que tengo, el primero que creé.
Y, por tanto, el más perfecto. El etérico, el de deseos y el mental le siguen,
por ese orden, en edad y, por tanto, en perfección. Es decir que, aunque
necesarios, me son menos útiles. Pero, vistos desde abajo, donde tú estás, a
ti te son imprescindibles. Sin ellos no podrías vivir ni sentir ni pensar ni
ser tú.
- ¿Y qué es entonces la “personalidad” de que has hablado y que
dices que soy yo? - aquello sí que era definitivo.
- Es el conjunto de todos esos cuerpos, actuando al mismo tiempo,
pero cada uno en su mundo. De igual modo que los pueblos tienen su
manera de ser y de reaccionar y de pensar, que es la suma, la resultante de
los de todos sus miembros, la personalidad, lo que tú llamas tu “yo”, es la
resultante de los modos de ser, de reaccionar y de actuar de tus cuatro
cuerpos, que son mis cuatro vehículos inferiores. ¿Lo entiendes?
- Sí, eso lo entiendo. Pero, ¿por qué te me apareces y me dices todo
esto? ¿A todos los hombres les ocurre lo mismo?
- Al mismo tiempo, no. Aunque les ocurrirá en su momento. Cada
uno de nosotros, a los que podrías denominar Espíritus Virginales, somos
también distintos de los demás. Y cada cual tiene sus vehículos y cada uno
de esos vehículos ha evolucionado de distinta manera. Y todos tomamos
las medidas que consideramos oportunas para que nuestra propia
evolución se desarrolle de la mejor manera posible. Tú, o sea, mi
personalidad, has llegado a un momento de tu evolución en que he creído
conveniente manifestarme a ti para que, a partir de hoy, si tú quieres,
colaboremos más estrechamente en bien de los dos.
- ¿Más estrechamente? ¿En bien de los dos?
- pregunté tratando de
imaginar cómo podría actuar más estrechamente conmigo mismo -
Explícame esas dos frases, por favor.
De acuerdo: Más estrechamente, porque, si bien tu personalidad
actúa, de ordinario, por su cuenta, yo no dejo en ningún momento las
riendas y hay momentos en que intervengo directamente.
- ¿Cuáles, por ejemplo? - pregunté con verdadera curiosidad.
- Por ejemplo, para hacerte venir aquí. ¿Quién crees que te ha hecho
sentir la necesidad de unos días de retiro, y ha propiciado que tu jefe, tan
reacio y en un momento tan inoportuno como éste, tú lo sabes, te diese el
permiso, y que tu mujer aceptase quedarse sola con los niños y la casa y su
propio trabajo? ¿Y quién te ha guiado por la autovía y las carreteras y los
caminos y las sendas, hasta aquí? ¿Quién hizo que entrases a trabajar en
esa empresa, y que conocieras a tu mujer, y quién, antes, hizo que salieses
ileso de aquel accidente consecuencia de tu imprudencia, y quién te ha
hecho rezar con cierta frecuencia, y no caer en determinadas tentaciones, y
mantenerte en una línea de rectitud y honestidad considerables, y quién te
ha inspirado cuando has compuesto tus poemas y cuando has escrito tus
obras, aún desconocidas para los demás? ¿Quién crees que te instruye
cuando duermes y te aconseja en voz baja cuando dudas? ¿Quién es lo que
tú llamas tu “conciencia”...?
Aquello fue definitivo.
- Pero, - pregunté emocionado - si todo lo que yo tengo es tuyo, y lo
que hago lo haces tú, ¿cuál es mi destino?
- Tu destino, tu meta, es unirte a mí, transmitirme todo lo que has
aprendido y fundirte conmigo sin verte privado de tu propia identidad, que
ya será la mía. Porque tu identidad y la mía se van aproximando, aunque
desde distintos niveles. Si yo no existiese, tú no existirías Tú eres una
manifestación mía en otros mundos, distintos del mío, un enviado especial
con cierta autonomía y que se puede desviar de su cometido. Pero sigues
siendo yo. ¿Comprendes? Por eso te he dicho que este encuentro era en
bien de los dos. ¿Lo tienes claro?
- Sí. Está claro. Pero, - quise saber aún - ¿cuál será mi papel a partir
de ahora?
- El de siempre. Tú seguirás con tu familia y en tu trabajo actual y
con los mismos amigos y conocidos, como hasta ahora. Pero ya no serás el
mismo. Porque sabrás cosas muy importantes que antes no sabías y porque
me has visto, y eso hará que tu manera de vivir y de hablar y de pensar y
de actuar estén ya marcadas por ello.
- ¿Y por qué he de aprender, precisamente ahora, esas cosas?
- Porque en nuestra evolución hemos llegado, tras muchas vidas, a un
punto en que este encuentro se nos ha hecho posible. Hasta ahora, yo, gracias a tu actuación durante millones de años y miles de vidas, he ido
despertándome de un sueño que sólo cesaba poco antes de cada
renacimiento tuyo, para recrear tus cuerpos con las lecciones por ti
aprendidas, y en el que caía de nuevo poco después. Han sido tus vidas, tus
experiencias, las que me ha ido proporcionando conciencia de mí mismo y
de cuál era mi situación. Ahora ya estoy suficientemente despierto para
tener este encuentro y, si tú quieres, acelerar, los dos de acuerdo, nuestra
evolución y, por tanto, aproximar nuestra unión.
- ¿Y si no aceptase? - inquirí, más por curiosidad que por decisión
interna.
- Si no aceptases, habríamos de esperar una serie, quizás muy larga,
de nuevas vidas. Tendrías que nacer y morir muchas veces, que cometer
muchos errores y, aprendiendo de ellos, es decir, de sus consecuencias, ir
conociendo lo que ahora pretendo que conozcas directamente para que tú
evoluciones más deprisa con menos dolor y para poder, los dos juntos,
ayudar a otros que estén más atrasados en su evolución.
- ¿Y qué es lo que quieres enseñarme?
- En realidad, ya casi te lo he expuesto en cuanto he dicho: Que
existe un proceso inevitable, una ley natural, que hace que tú vayas
naciendo y muriendo, pero acumulando las experiencias adquiridas en las
vidas anteriores. Que, entre cada dos vidas, recibes y vives en tus propios
vehículos de deseos y mental, en lo que la gente llama el Purgatorio y el
Cielo, las consecuencias de tus actos de la última vida. Que, con esos
sufrimientos y esos disfrutes, aprendes las lecciones que te harán, que
harán a tu personalidad, cada vez mejor. Y que esas penas y esos dolores
responden a otra ley natural, que hace que todo lo que hacemos, decimos,
pensamos, deseamos o sentimos, produzca unas consecuencias sobre los
demás y sobre todo el mundo, de las que somos responsables; y, por eso,
recaen luego sobre nosotros mismos, constituyendo la parte agradable o
desagradable de la vida. Y que, por tanto, si hacemos, pensamos y decimos
el bien, nos vendrán dicha y felicidad y evolución. Y, si actuamos mal,
penas, dolor y retroceso.
- Pero, - interrumpí - ¿cómo puedo saber si lo que hago o digo o
deseo o pienso es bueno o es malo?
- Muy sencillo: Tú colócate siempre, antes de hacer, decir, desear o
pensar algo, en el lugar del destinatario de tu actuación. Y haz, di, desea o
piensa lo que a ti te gustaría que los demás hiciesen, dijesen, deseasen, o
pensasen con relación a ti. Si así lo haces, estarás haciendo el bien y, por
tanto, identificándote conmigo, evitándote sufrimientos y acelerando nuestra evolución. Si no, te alejarás de mí y sufrirás, vida tras vida, oyendo
cada vez más lejana mi voz.
- ¿Y qué me puede ocurrir si retrocedo en esta vida y luego sigo
retrocediendo?
- Sólo una de estas dos cosas: Que recapacites a tiempo, que te
canses de sufrir, que escuches mi voz, que te llegará de muy lejos porque
te habrás hecho casi sordo a mi llamada, y tengas que recorrer de nuevo, a
base de nuevas vidas y nuevos sufrimientos, el camino que ya habías
recorrido. O que yo, ante tu insistencia en ir por el sendero equivocado, me
convenza de que ha sido inútil crearte, y te abandone a tu suerte y te
pierdas en el caos para siempre, diluyéndose en la nada tu personalidad.
Quedé aterrado. ¡Diluirse en la nada mi personalidad! ¡Perderme en
el caos!
- No temas - me dijo sonriendo una vez más e interrumpiendo mis
pensamientos - No ocurrirá. Estamos ya muy en contacto para que eso
suceda, aunque tú no te hayas percatado del todo. Por eso es por lo que he
querido que me vieras y que supieras de mí.
- Y, ¿cómo sabré de ti, de ahora en adelante? - pregunté angustiado.
- Mantén siempre un estado de ánimo predispuesto a escuchar mi
voz, y la oirás. Cada día más inteligible, más clara, más diáfana, más tuya.
Se quedó mirándome suave y profundamente. Sentí que su mirada
me penetraba todo y me llenaba de amor, de luz, de alegría, de confianza...
y me sentí en armonía con la naturaleza que me rodeaba, que pareció darse
cuenta de mi incorporación y elevó su diapasón de colores, cánticos y
felicidad.
Y, en plena contemplación de mí mismo, de aquella imagen que me
miraba desde mi más íntimo yo, desapareció de mi vista. En el lugar que
había ocupado, para ahuyentar la posibilidad de que creyese que todo
había sido un sueño, dejo el pañuelo, mi pañuelo del cuello.
Los días siguientes, en contacto íntimo con él, en diálogo
permanente, y formando ya parte del paisaje, por dentro y por fuera,
entoné mi cántico particular y sumé mis acordes a los de todas las
criaturas, que se regocijaron conmigo de mi despertar.
Y mi vida cambió.
* * *
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