jueves, 23 de abril de 2015

El despertar


EL DESPERTAR
 por Francisco-Manuel Nácher

   Hacía ya tiempo que tenía la ilusión de perderme para la sociedad, de huir durante unos días del ajetreo diario y aislarme, en el campo, en medio de la naturaleza, y relajar mi cuerpo y mi alma y olvidar problemas y agobios y deberes e imperativos y diluirme un poco en la nada... o en el todo. Aquello llegó a convertirse en verdadera obsesión, en casi un mandato, una orden ineludible que pronto degeneró en necesidad vital.
    Así que, tras haberlo hablado con mi mujer, que comprendió mi necesidad, dada la intensa vida profesional que llevaba, pedí ocho días de vacaciones y, con tan sólo una mochila con un una tienda de campaña individual, un saco de dormir, un queso manchego, unos botes de leche condensada, un vaso, una navaja, una cuchara, una cantimplora, pan integral de molde, un tarro de miel y una mezcla nutriente que desayuno con leche diariamente desde hace muchos años y que contiene germen de trigo, levadura de cerveza, polen y azúcar de caña, monté en mi coche, enfilé la autovía, salí de ella, atravesé pueblos y villas y caseríos cuyo nombre no me decía nada, y aterricé en un paraje cuyo nombre no hace al caso, al pie de un monte inmenso que, no sé por qué, me llamó la atención. Bajé del coche, lo cerré, cargué con mi mochila y comencé el ascenso, con la idea de alcanzar la cima antes de anochecer y hacer de aquel lugar mi sede de reposo durante una semana.
   Corrían los primeros días de mayo. La primavera acababa de estallar. Durante el trayecto llovió suavemente refrescando el ambiente. Luego, escampó. El arco iris pareció sentir envidia del campo y descendió a bañarse en la fresca brisa, que lo besó suavemente, llena de trinos, de zumbidos, de aleteos y de vida.
    Me detuve varias veces para recuperar el aliento que, como homo urbanus, perdía fácilmente fuera de la ciudad; momentos que aproveché para admirar la belleza total que me rodeaba por doquier. De un modo mágico, todo parecía ocupar su sitio, desarrollar su papel, como si de una gran sinfonía se tratase, cada una de cuyas notas hubiese asumido la forma de un romero, un tomillo, una jara, una amapola, un pajarillo, una abeja, una nubecilla, un gorjeo, un ronroneo, un arrullo... y, todos juntos, en completa armonía, elevasen al cielo un cántico de amor, de adoración, de identificación, de totalidad... Sólo yo resultaba una nota disonante en aquel acorde eterno, siempre nuevo y siempre el mismo. Deseé de todo corazón poderme integrar, poderme perder en aquel conjunto y, anónimamente, sumar mi nota diminuta a aquel clamor perfecto, equilibrado y ajeno a mí hasta entonces, pero que empezaba a reprocharme, en silencio y suavemente, mi falta de sintonía. Con aquella sensación me fui aproximando a un rellano arbolado del terreno, antes de la cima, que me había impuesto como meta y como refugio para mi desintoxicación espiritual. 
    Al llegar a la pequeña explanada, sin embargo, y recorrerla con la mirada, quedé profundamente sorprendido: Allí, sentado a la sombra de un pino y recostado en su tronco, había un hombre inmóvil, con los ojos cerrados. La sorpresa fue enorme: Era lo que menos esperaba encontrar en aquel paraje solitario y elegido al azar. 
   Pero mi sorpresa pasó pronto al asombro cuando, al aproximarme más a aquella figura inmóvil y contemplar su rostro, me di cuenta de que era... el mío.
  Totalmente perplejo, dudé entre echar a correr monte abajo o seguir allí. Mas, ¿por qué iba a correr, si aquél era yo? Y, por otra parte, ¿quién podría ser, si no lo era? Pero, ¿y si era otro que, casualmente, tenía un rostro igual al mío? 
   Una voz interior, sin embargo, me decía que no temiera. Así que me aproximé a él lentamente, dejé la mochila, me senté en el suelo y, apoyando también mi espalda en el tronco de otro pino, frente al ‘’desconocido’’, esperé así, observándolo, respetando su silencio y su meditación y asombrándome más y más del enorme parecido, de la total identidad.
   Permanecimos así, quietos los dos, por un buen espacio de tiempo. Vestía un pantalón vaquero, ya ajado, que creí reconocer; un suéter de manga corta, de perlé verde, que no me era extraño; llevaba, anudado al cuello, un pañuelo, que hubiera jurado que era mío; y calzaba unas zapatillas de deporte que me recordaron sospechosamente otras que había dejado en casa.
   Al fin, el extraño solitario abrió los ojos lentamente y... me miró. El encuentro con sus ojos ¡iguales que los míos! me conmocionó. Los miré y me miraron. Yo, escrutador, curioso, inquisidor, intrigado, ignorante. Él, pacífico, sabedor, seguro, confiado, dominador.
   Jamás había experimentado nada igual al cruzar mi mirada con la de nadie. Fue una sensación indescriptible: Un encuentro, un reconocimiento, una identificación, una eternidad en un instante... -   ¿Quién eres? - me atreví, tras un largo silencio, a musitar, temiendo romper con ello aquel encantamiento. - 
   Soy tú. - me dijo con una sonrisa.
 Pensé que la contestación debería haberme sorprendido. Sin embargo, no fue así. No sé por qué, la esperaba. -
  ¿Yo? ¿Yo mismo? - pregunté, no obstante, seguro de que así era. -   Tú mismo. Somos uno. - fue su enigmática respuesta. ¿Por qué seguir hablando? ¿Se rompería, si lo hacía, aquel hechizo, aquella situación insólita en que estaba teniendo la ocasión de verme a mí mismo, por fuera y desde fuera? Callé un momento, pero algo me impulsó a seguir preguntado, quizás con el secreto deseo, no concretado, de verme también por dentro... y desde fuera. 
 - ¿Y por qué nos hemos separado así? 
 - Porque se había hecho conveniente. 
 - ¿Conveniente para qué?, ¿y para quién? - Para ti. Para nosotros. Para que pudieras ver dónde estás y adónde puedes ir, desde la encrucijada de la vida en que te encuentras. 
 - ¿Quién te ha dicho que mi vida está en una encrucijada si yo mismo no lo sé? - pregunté intrigado.
  - Lo sé porque soy tú. - contestó con una sonrisa - O, mejor dicho, porque tú eres yo.
 - ¿Que yo soy tú? - dije sobresaltado. 
 - Sí. - sonrió.
 - Sin embargo, yo me siento ‘’yo’’ y a ti te veo como otro igual a mí. - Ése es el error. Aquella situación me pareció tan confusa que, incluso sintiendo, teniendo la certeza interna de que ambos éramos uno, quise saber quién era ese uno, y cuál, digamos, el auténtico y cuál la ‘’imitación’’, convencido como estaba de mi propia identidad. Así que hice la pregunta clave: 
   - ¿El error de quién? 
  - Tuyo. Tú no eres más que un instrumento mío. - me respondió mientras seguía sonriéndome de un modo inexplicable pero tranquilizador. Me desplomé interiormente. ¿Un instrumento? ¿Entonces...? Aquello no tenía sentido. ¿Estaría soñando?
   - No, - dijo - no estás soñando. Pero estás equivocado. Y he creído que valía la pena sacarte de tu error, en bien de ambos.
  ¿De ambos? - pregunté, sin tener claro aún qué teníamos en común y qué nos diferenciaba. - Sí, de ambos. Tú eres un instrumento mío, pero necesario. Y tú me necesitas a mí. Y los dos somos el mismo.
  - ¿Cómo es eso posible?  
  - Porque moramos en mundos distintos. 
  ¿Que moramos en mundos distintos? Aquello había que aclararlo de una vez. Así que, de nuevo intenté formular la pregunta definitiva, y le pedí en tono premioso: 
  - ¿Podrías explicarme todo eso de modo que yo lo entienda? 
  - Claro. Verás: Yo soy lo que podríamos llamar tu ‘’Yo Superior’’, tu verdadero yo. Pero habito en otro mundo, en el Mundo del Pensamiento Abstracto. Y para evolucionar necesito actuar, además de en mi mundo, en el Mundo del Pensamiento Concreto, un poco inferior al mío, en el Mundo del Deseo, en el Mundo Etérico y en el Mundo físico, que es el tuyo o el que tú crees tuyo. Y, para actuar en ellos, he creado cuatro utensilios, cuatro herramientas, cuatro yoes, hechos a mi imagen y semejanza, uno en cada uno de esos mundos. Y tú eres el del mundo físico.
   - ¿Entonces, - dije atónito - yo no soy nadie? ¿Yo no pinto nada? ¿No decido nada? ¿No estoy viviendo, en realidad?
  - Sí. Estás viviendo, claro. Y pintas mucho, puesto que eres necesario para mí. Pero no te preocupes: Tú eres también yo.
  - No lo entiendo. - respondí desmoralizado. - Ten paciencia y lo entenderás: Tú eres lo que podríamos llamar mi “personalidad”. En realidad eres un cuerpo físico, un cuerpo etérico, un cuerpo de deseos y un cuerpo mental. Todos juntos, conexionados, interpenetrándose íntimamente, sintiéndose uno, siendo conscientes de vivir, pero sin dejar de ser instrumentos necesarios para mi evolución. 
  - O sea, - dije, cada vez más confuso - ¿que soy cuatro cuerpos? Pues eso aún lo entiendo menos.
  - Déjame explicártelo: - insistió, agudizando su sonrisa - Por el hecho de tener una forma física, compuesta de materia del mundo físico, eres un cuerpo físico, mi cuerpo físico, para ser exactos; pero, cuando asimilas los alimentos o creces o percibes algo a través de los sentidos o recuerdas algo, estás actuando con mi cuerpo etérico; y, cuando sientes deseos o emociones o sentimientos o atracción o repulsión por algo, es mi cuerpo de deseos el que lo hace; y, finalmente, cuando piensas, cuando razonas, cuando juzgas o interpretas, actúas en mi cuerpo mental. ¿Vas comprendiendo?
  Sí. Ahora voy viendo más claro. Pero entonces, ¿dónde estás tú?
 - Yo estoy más arriba, en un mundo más tenue y más real, puesto que está más cerca de Dios, fuente de la vida y de todo lo existente, y del cual yo, a mi vez, sólo soy un instrumento. Como, para que lo comprendas mejor, son instrumentos tuyos, sin los cuales no podrías evolucionar, las células que forman tu cuerpo físico. 
  Aquello iba aclarándose.
  - ¿Y de dónde han salido esos cuatro cuerpos? - quise saber, un tanto desazonado. 
  - Tu cuerpo físico es el más antiguo que tengo, el primero que creé. Y, por tanto, el más perfecto. El etérico, el de deseos y el mental le siguen, por ese orden, en edad y, por tanto, en perfección. Es decir que, aunque necesarios, me son menos útiles. Pero, vistos desde abajo, donde tú estás, a ti te son imprescindibles. Sin ellos no podrías vivir ni sentir ni pensar ni ser tú.
  - ¿Y qué es entonces la “personalidad” de que has hablado y que dices que soy yo? - aquello sí que era definitivo.
  - Es el conjunto de todos esos cuerpos, actuando al mismo tiempo, pero cada uno en su mundo. De igual modo que los pueblos tienen su manera de ser y de reaccionar y de pensar, que es la suma, la resultante de los de todos sus miembros, la personalidad, lo que tú llamas tu “yo”, es la resultante de los modos de ser, de reaccionar y de actuar de tus cuatro cuerpos, que son mis cuatro vehículos inferiores. ¿Lo entiendes?
  - Sí, eso lo entiendo. Pero, ¿por qué te me apareces y me dices todo esto? ¿A todos los hombres les ocurre lo mismo?
  - Al mismo tiempo, no. Aunque les ocurrirá en su momento. Cada uno de nosotros, a los que podrías denominar Espíritus Virginales, somos también distintos de los demás. Y cada cual tiene sus vehículos y cada uno de esos vehículos ha evolucionado de distinta manera. Y todos tomamos las medidas que consideramos oportunas para que nuestra propia evolución se desarrolle de la mejor manera posible. Tú, o sea, mi personalidad, has llegado a un momento de tu evolución en que he creído conveniente manifestarme a ti para que, a partir de hoy, si tú quieres, colaboremos más estrechamente en bien de los dos. - ¿Más estrechamente? ¿En bien de los dos? 
 - pregunté tratando de imaginar cómo podría actuar más estrechamente conmigo mismo - Explícame esas dos frases, por favor. 
  De acuerdo: Más estrechamente, porque, si bien tu personalidad actúa, de ordinario, por su cuenta, yo no dejo en ningún momento las riendas y hay momentos en que intervengo directamente.
  - ¿Cuáles, por ejemplo? - pregunté con verdadera curiosidad. 
 - Por ejemplo, para hacerte venir aquí. ¿Quién crees que te ha hecho sentir la necesidad de unos días de retiro, y ha propiciado que tu jefe, tan reacio y en un momento tan inoportuno como éste, tú lo sabes, te diese el permiso, y que tu mujer aceptase quedarse sola con los niños y la casa y su propio trabajo? ¿Y quién te ha guiado por la autovía y las carreteras y los caminos y las sendas, hasta aquí? ¿Quién hizo que entrases a trabajar en esa empresa, y que conocieras a tu mujer, y quién, antes, hizo que salieses ileso de aquel accidente consecuencia de tu imprudencia, y quién te ha hecho rezar con cierta frecuencia, y no caer en determinadas tentaciones, y mantenerte en una línea de rectitud y honestidad considerables, y quién te ha inspirado cuando has compuesto tus poemas y cuando has escrito tus obras, aún desconocidas para los demás? ¿Quién crees que te instruye cuando duermes y te aconseja en voz baja cuando dudas? ¿Quién es lo que tú llamas tu “conciencia”...?
  Aquello fue definitivo.
  - Pero, - pregunté emocionado - si todo lo que yo tengo es tuyo, y lo que hago lo haces tú, ¿cuál es mi destino?
  - Tu destino, tu meta, es unirte a mí, transmitirme todo lo que has aprendido y fundirte conmigo sin verte privado de tu propia identidad, que ya será la mía. Porque tu identidad y la mía se van aproximando, aunque desde distintos niveles. Si yo no existiese, tú no existirías Tú eres una manifestación mía en otros mundos, distintos del mío, un enviado especial con cierta autonomía y que se puede desviar de su cometido. Pero sigues siendo yo. ¿Comprendes? Por eso te he dicho que este encuentro era en bien de los dos. ¿Lo tienes claro?
  - Sí. Está claro. Pero, - quise saber aún - ¿cuál será mi papel a partir de ahora? 
  - El de siempre. Tú seguirás con tu familia y en tu trabajo actual y con los mismos amigos y conocidos, como hasta ahora. Pero ya no serás el mismo. Porque sabrás cosas muy importantes que antes no sabías y porque me has visto, y eso hará que tu manera de vivir y de hablar y de pensar y de actuar estén ya marcadas por ello. 
  - ¿Y por qué he de aprender, precisamente ahora, esas cosas?
  - Porque en nuestra evolución hemos llegado, tras muchas vidas, a un punto en que este encuentro se nos ha hecho posible. Hasta ahora, yo,  gracias a tu actuación durante millones de años y miles de vidas, he ido despertándome de un sueño que sólo cesaba poco antes de cada renacimiento tuyo, para recrear tus cuerpos con las lecciones por ti aprendidas, y en el que caía de nuevo poco después. Han sido tus vidas, tus experiencias, las que me ha ido proporcionando conciencia de mí mismo y de cuál era mi situación. Ahora ya estoy suficientemente despierto para tener este encuentro y, si tú quieres, acelerar, los dos de acuerdo, nuestra evolución y, por tanto, aproximar nuestra unión.
  - ¿Y si no aceptase? - inquirí, más por curiosidad que por decisión interna.
  - Si no aceptases, habríamos de esperar una serie, quizás muy larga, de nuevas vidas. Tendrías que nacer y morir muchas veces, que cometer muchos errores y, aprendiendo de ellos, es decir, de sus consecuencias, ir conociendo lo que ahora pretendo que conozcas directamente para que tú evoluciones más deprisa con menos dolor y para poder, los dos juntos, ayudar a otros que estén más atrasados en su evolución.
  - ¿Y qué es lo que quieres enseñarme? 
  - En realidad, ya casi te lo he expuesto en cuanto he dicho: Que existe un proceso inevitable, una ley natural, que hace que tú vayas naciendo y muriendo, pero acumulando las experiencias adquiridas en las vidas anteriores. Que, entre cada dos vidas, recibes y vives en tus propios vehículos de deseos y mental, en lo que la gente llama el Purgatorio y el Cielo, las consecuencias de tus actos de la última vida. Que, con esos sufrimientos y esos disfrutes, aprendes las lecciones que te harán, que harán a tu personalidad, cada vez mejor. Y que esas penas y esos dolores responden a otra ley natural, que hace que todo lo que hacemos, decimos, pensamos, deseamos o sentimos, produzca unas consecuencias sobre los demás y sobre todo el mundo, de las que somos responsables; y, por eso, recaen luego sobre nosotros mismos, constituyendo la parte agradable o desagradable de la vida. Y que, por tanto, si hacemos, pensamos y decimos el bien, nos vendrán dicha y felicidad y evolución. Y, si actuamos mal, penas, dolor y retroceso. 
  - Pero, - interrumpí - ¿cómo puedo saber si lo que hago o digo o deseo o pienso es bueno o es malo?
   - Muy sencillo: Tú colócate siempre, antes de hacer, decir, desear o pensar algo, en el lugar del destinatario de tu actuación. Y haz, di, desea o piensa lo que a ti te gustaría que los demás hiciesen, dijesen, deseasen, o pensasen con relación a ti. Si así lo haces, estarás haciendo el bien y, por tanto, identificándote conmigo, evitándote sufrimientos y acelerando nuestra evolución. Si no, te alejarás de mí y sufrirás, vida tras vida, oyendo cada vez más lejana mi voz.
  - ¿Y qué me puede ocurrir si retrocedo en esta vida y luego sigo retrocediendo? 
  - Sólo una de estas dos cosas: Que recapacites a tiempo, que te canses de sufrir, que escuches mi voz, que te llegará de muy lejos porque te habrás hecho casi sordo a mi llamada, y tengas que recorrer de nuevo, a base de nuevas vidas y nuevos sufrimientos, el camino que ya habías recorrido. O que yo, ante tu insistencia en ir por el sendero equivocado, me convenza de que ha sido inútil crearte, y te abandone a tu suerte y te pierdas en el caos para siempre, diluyéndose en la nada tu personalidad. Quedé aterrado. ¡Diluirse en la nada mi personalidad! ¡Perderme en el caos!
  - No temas - me dijo sonriendo una vez más e interrumpiendo mis pensamientos - No ocurrirá. Estamos ya muy en contacto para que eso suceda, aunque tú no te hayas percatado del todo. Por eso es por lo que he querido que me vieras y que supieras de mí.
  - Y, ¿cómo sabré de ti, de ahora en adelante? - pregunté angustiado. 
   - Mantén siempre un estado de ánimo predispuesto a escuchar mi voz, y la oirás. Cada día más inteligible, más clara, más diáfana, más tuya. 
    Se quedó mirándome suave y profundamente. Sentí que su mirada me penetraba todo y me llenaba de amor, de luz, de alegría, de confianza... y me sentí en armonía con la naturaleza que me rodeaba, que pareció darse cuenta de mi incorporación y elevó su diapasón de colores, cánticos y felicidad.
   Y, en plena contemplación de mí mismo, de aquella imagen que me miraba desde mi más íntimo yo, desapareció de mi vista. En el lugar que había ocupado, para ahuyentar la posibilidad de que creyese que todo había sido un sueño, dejo el pañuelo, mi pañuelo del cuello.
 Los días siguientes, en contacto íntimo con él, en diálogo permanente, y formando ya parte del paisaje, por dentro y por fuera, entoné mi cántico particular y sumé mis acordes a los de todas las criaturas, que se regocijaron conmigo de mi despertar. Y mi vida cambió.

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