LA ORACIÓN
por Francisco-Manuel Nácher
Debemos orar - elevarnos - siempre que nos acordemos, siempre que
nos sea posible. Porque, cada vez lo hagamos, nos acordaremos más y, al
elevarnos, cada vez nuestra concentración será mayor. Y cada vez
estaremos rodeados de vibraciones más elevadas, que irán haciéndonos
inaccesibles o, mejor aún, insensibles, a las más bajas. Ello aumentará,
nuestra sensibilidad para las vibraciones sutiles. De modo que nuestras
actividades todas elevarán, día a día, su tasa vibratoria.
Pero, ¿cómo orar? Fundamentalmente, y convencidos
intelectualmente como estamos, de que somos una parte de Dios y, por
tanto, estamos permanentemente rodeados por Su amor, la oración ha de
consistir en enviarle el nuestro sin condiciones ni excusas, sin flaquezas,
sin más motivo que la necesidad que sentimos de estar con Él. Él, por Su
parte, derramará, acto seguido, su amor a manos llenas sobre nosotros, lo
cual nos hará amarlo más y tender más a manifestarle el nuestro.
No hacen falta grandes frases ni fórmulas rimbombantes. Basta algo
así como: “Señor, aquí estoy para hacer Tu voluntad”. Si lo hacemos
sinceramente, sentiremos en el acto el descenso de Su respuesta, que
recorrerá nuestro cuerpo todo, llenándonos de felicidad.
Hemos, pues, de orar, no de pedir. Pero, si queremos pedir, que sea
para la Humanidad en general, sin particularizar la petición. Si, no
obstante, creemos procedente pedir algo para alguien, debemos hacerlo
siempre con la coletilla sincera de “no obstante, que no se haga mi
voluntad, sino la tuya”, para no interferir con nuestra voluntad creadora en
los planes de Dios para con nuestro prójimo y para con nosotros mismos.
En cuanto a la petición para nosotros, en el Padrenuestro puso Cristo el
límite: “El pan nuestro de cada día”.
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