LAS INERCIAS
por Francisco-Manuel Nácher
¡Qué fenómeno tan curioso el de la inercia! Estamos quietos. Todo está quieto.
Todo en “stand by”. Todo en espera. Todo con infinitas posibilidades en su seno.
Todo con posibles futuros, bien alegres bien tristes, bien exitosos bien fracasados,
bien ascendentes bien descendentes. Todo con aspiraciones y con ilusiones, con
proyectos y con posibilidades, con realizaciones, con aciertos, con errores, con
pérdidas y con ganancias, con felicidad y con desdicha… Todo aún en el inexistente
mundo de las posibilidades.
Y todo está quieto, inservible e inútil… hasta que hacemos el primer
movimiento, damos el primer paso, escribimos la primera línea, lanzamos la primera
idea, movemos una mano, subimos el primer escalón, pronunciamos la primera
palabra…
Porque entonces, su energía rompe las compuertas que impedían manifestarse a
la vida y ésta se desborda encarrilándose por una de las mil posibilidades que
súbitamente se han abierto ante nosotros. Con ello habremos roto la primera
inercia. Eso lo vemos claro en el mundo físico: Es necesario hacer un primer
esfuerzo para mover algo.
Pero es que los seres humanos,- aunque la mayor parte no sean conscientes de
ello – estamos viviendo simultáneamente en varios mundos. Y en todos ellos rige la
misma ley de la inercia y, por tanto, ha de haber un primer movimiento para que las
cosas se muevan. Se necesita un “fiat”, un esfuerzo inicial de un ser creador, que
ponga en marcha la naturaleza.
Llegada la hora de cerrar debidamente el año que concluye, resulta oportuno
reflexionar sobre la inercia. Pero no sólo sobre la primera, la inercia física, sino sobre
otra mucho más importante para nosotros: la inercia espiritual Porque es muy
frecuente que leamos, que estudiemos, que reflexionemos, que asistamos a
conferencias, que estudiemos cursos, que nos empapemos de conocimientos ocultos
y, sin embargo, no hagamos ese necesario primer movimiento que rompa la inercia
espiritual. Porque, para movernos – en cualquier mundo – es preciso “querer
movernos” y, consecuentemente, dar el primer paso en la dirección correcta.
Todos hemos leído a Max Heindel, hemos memorizado sus Enseñanzas, hemos
admirado la claridad de sus exposiciones y hemos soñado con seguir sus pasos. Pero
la inercia se ha apoderado de nosotros y, creyéndonos ya en el camino definitivo, no
hemos dado aún el verdadero primer paso, es decir, no hemos decidido
definitivamente cuál es nuestra verdadera escala de valores.
Y eso es lo único que
nos puede ayudar en nuestra evolución: tener perfectamente clara nuestra escala de
valores.
Porque, una vez estructurada debidamente, respondiendo honestamente a
nuestras expectativas y preferencias reales, y sólo entonces, podremos caminar con
ierta soltura por el Sendero.
Pero esas circunstancias no se dan si perdemos de vista que somos partecitas de
Dios, que Él está viviendo en nosotros y nosotros en Él, exactamente igual que las
células de nuestro cuerpo viven, inevitablemente, en nosotros y nosotros vivimos en
ellas o, dicho de otro modo: vivimos gracias a ellas al tiempo que ellas viven gracias
a nosotros.
Aclarado esto, ya resulta más fácil estructurar nuestra escala de valores. Pero
no “la nuestra”, sino la de Dios, cuyas células somos y cuya vida vivimos al tiempo
que influimos en la Suya.
¿Y qué escala de valores tendrá Dios? ¿Cuál será Su primer valor, aquél a cuya
consecución todos los demás valores se supeditan? ¿nuestro éxito material?, ¿nuestra
felicidad?, ¿nuestra fama? ¿nuestras riquezas? ¿nuestra importancia entre los
hombres? ¿nuestra sabiduría?, ¿nuestro poder...?
¿No habrá que pensar que, si para nosotros el primer valor es la vida (puesto
que sin ella ningún otro valor significaría nada) y somos células en el cuerpo de Dios;
y, si la mejor manera de conservar la vida es lograr que nuestras células estén
“sanas”, ocurrirá lo mismo con Él y habremos nosotros de estar “sanos” para que
Dios lo esté también?
¿Y puestos en el papel de células del cuerpo de Dios, ¿qué conducta será la
más conveniente a Su salud? Lo lógico es pensar que la que nos aconsejó Él mismo
cuando estuvo entre nosotros.
Entonces, ¿será conveniente para la salud de Dios que nos enemistemos con
nuestros hermanos; o que pongamos nuestros intereses individuales por encima de los
de ellos; o que no ayudemos a quienes necesitan ayuda sabiendo que ellos y nosotros
somos lo mismo? ¿O será más conveniente que nos amemos unos a otros como Cristo
nos amó y nos sigue amando, como nos demuestra con Su venida anual en el
Solsticio de Invierno, para derramar sobre nosotros Su propia Vida con el fin de que
nosotros podamos vivirla y devolvérsela del mejor modo que sepamos hacerlo?
Planteadas así las cosas – y es la única manera lógica de plantearlas - ¿dónde
quedan nuestro orgullo, nuestros vicios, nuestras tendencias, nuestras enemistades,
nuestras venganzas, nuestras envidias, nuestro afán de bienes materiales y, en una
palabra, nuestro egoísmo?
Si, considerado lo que antecede. los probacionistas intentamos escribir la Carta
Anual al Maestro, ¿habrá realmente algo de lo que podamos considerarnos
orgullosos? Y, ¿de qué habremos de arrepentirnos y, por tanto, corregirnos?
Seguramente llegaremos a la conclusión de que estamos obligados a romper la
inercia, que nos tiene encadenados a una situación de inmovilismo mientras,
erróneamente, nos pavoneamos orgullosos de logros realmente inexistentes.
Ésta es, pues, la segunda inercia que hemos de vencer, la espiritual. Y la más
importante. Y, hasta que no la venzamos y nos pongamos seriamente en movimiento,
no tendremos derecho a enorgullecernos de nuestro recorrido espiritual.
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