viernes, 26 de octubre de 2012

DAR GRACIAS ¿A QUIÉN? por Francisco-Manuel Nácher




DAR GRACIAS ¿A QUIÉN?
por Francisco-Manuel Nácher

Dado que Cristo es el Regente y el espíritu interno de nuestra Tierra, cada vez que comemos, ingerimos Su carne y cada vez que bebemos, Su sangre. Por ello suena, en el mejor de los casos, como un contrasentido el pedirle, al sentarnos a la mesa, que bendiga nuestros alimentos, puesto que nuestros alimentos son ya benditos. Sin embargo, sí podemos y debemos darle gracias por ellos.

Meditaba recientemente sobre este tema, imaginándome dando
gracias, sentado ante la mesa preparada para, con mi familia, dar comienzo a una comida cuando, como ocurre siempre que se medita, de repente, empecé a ver claro: comenzaron a llegarme una serie de evidencias en las que nunca había reparado y que, como siempre también, desembocaban en la certeza de que, aunque no lo queramos o aunque no lo creamos, en todo momento estamos formando parte de un todo al que influimos y que nos
influye.

El punto de partida, como he dicho, fue: Si bien es cierto que resulta superfluo pedir a Dios que bendiga nuestros alimentos, sí parece lógico que, sentados frente a ellos, y antes de proceder a ingerirlos, agradezcamos el hecho de poderlo hacer.

Pero, pronto vi que ese alimento lo debíamos agradecer a muchas
personas, a muchos seres. Y apareció en la pantalla de mi mente, mi
esposa, que había dedicado su tiempo y su ciencia culinaria, en primer lugar, a buscar, elegir y adquirir, y luego a preparar aquellos alimentos de la manera que más agradables nos fuesen, con la mayor ilusión y dejando seguramente de hacer otra cosa que le hubiera resultado más atractiva; le debíamos, pues, mis hijos y yo, agradecimiento por ello. Parte, por tanto, de nuestra acción de gracias debería ir destinada a ella.

Pensé luego en el tendero, los tenderos que le habían proporcionado
los alimentos, así como las fábricas que los habían confeccionado y
preparado. Todos ellos buscaban su negocio, es cierto, pero, al mismo tiempo, inconscientemente, estaban desempeñando su papel en el engranaje de la vida y, gracias a ellos, aquellos alimentos habían llegado a nuestra mesa. A esos tenderos, pues, debería ir dirigido también algo de nuestro agradecimiento.


Recordé a continuación a los mayoristas, los transportistas, los

mediadores de todo tipo, que habían consagrado parte de su tiempo y de su actividad a hacer posible que, en ese momento, tuviésemos esos alimentos frente a nosotros.


Mi mente me presentó luego los trabajos y los sinsabores de los

agricultores, desde la siembra - o, incluso, desde la preparación de la tierra para la siembra - pasando por la labranza, el rastrillado, los riegos, la escarda, los tratamientos, el abonado, etc., hasta llegar a la recolección que, además, en muchos casos, incluye la siega, la trilla, etc., y va seguida por el transporte, el almacenamiento y el tira y afloja con los mayoristas para obtener la correspondiente compensación económica. Otra parte, pues, y no pequeña, de nuestro agradecimiento, debería ir destinada a los
agricultores que, en contacto directo con la tierra, realizan diariamente el milagro de multiplicar los alimentos.


Pero mi mente no se detuvo ahí. Enseguida caí en la cuenta de que,

antes que los agricultores habían actuado quienes les facilitaron las
semillas, los aperos agrícolas, los abonos, los medios de transporte, etc., ya que, sin ellos y su acción, tampoco los alimentos hubieran llegado a nosotros. Y más aún: Los que dieron lugar, con sus investigaciones y sus inventos, a la selección de las especies vegetales, a la fabricación de las máquinas y herramientas agrícolas; quienes descubrieron y transmitieron las leyes de la vida vegetal y los usos agrícolas e, incluso, quienes dieron lugar a las disposiciones legales que regulan la producción y tráfico de los alimentos; y quienes inventaron, fabricaron y permitieron que llegaran a mi
casa los utensilios de cocina que mi esposa había utilizado; y quienes hicieron posible que cada una de esas personas recibiese durante su vida el alimento que la mantuvo activa y la hizo capaz de desarrollar su labor; y los que construyeron sus casas e hicieron posible que se vistiesen y tuvieran luz y agua; los que los cuidaron en sus enfermedades y los que les compraron sus productos, haciendo posible que todo el tráfago de la vida continuase. También ellos merecían nuestra gratitud.


No tardé en darme cuenta, sin embargo, de que había más seres a los que debíamos dar las gracias: En primer lugar, las plantas y frutas que nos disponíamos a comer, habían dado su vida por nosotros. ¡Nada menos que la vida! Una vida física, una encarnación, para hacer posible una comida nuestra. ¿Podríamos nunca agradecer bastante a los espíritus de dichos vegetales, así como a sus espíritus-grupo, tal sacrificio? ¿Y qué decir de los espíritus de la naturaleza que hicieron posible el crecimiento de todos esos alimentos? Y, al fin, como base, como resumen, tras destinar nuestra acción de gracias a una serie casi ilimitada de seres, acabé, como es lógico, donde se termina siempre: 




En última instancia, debemos agradecer nuestros alimentos a la Madre Tierra, que ha hecho posible la vida física y la actividad de todos, esta Tierra cuyo Espíritu Interno es, precisamente, el

mismo Cristo. Eso es, indudablemente, lo que Él tenía in mente cuando afirmó que, al comer y beber, comíamos y bebíamos Su cuerpo y Su sangre. Y eso es lo que nos hace pensar que constituye casi una blasfemia el pedir a Dios que bendiga nuestros alimentos. 
Nuestros alimentos son más que benditos, son obra de Dios a través de miles y miles de seres, hermanos nuestros, incluso muchos de ellos pertenecientes a otras oleadas de vida, todos los cuales han trabajado y están trabajando para hacer posible nuestra existencia actual.


Al llegar a este punto no pude evitar un estremecimiento. Resultaba

verdaderamente impresionante, prácticamente inabarcable y casi
incomprensible, aunque evidente que, desde el origen de los tiempos, hubiera habido seres trabajando para hacer posible aquella nuestra comida; lo cual equivalía a decir que aquella comida nuestra estaba incluida en el Plan Divino que comprendía toda la Creación... Y todos esos seres, todos actuando, en todo momento, con entera libertad, al tiempo que realizaban su labor y con ello evolucionaban, hacían posible inconscientemente el
cumplimiento exacto y puntual de ese plan divino, en cuanto a nuestra alimentación se refería.


Un segundo estremecimiento me sacudió al dar el siguiente paso:



Nosotros, mi esposa, mis hijos y yo, también formábamos parte de esa Humanidad, también actuábamos y pensábamos y hablábamos

continuamente, también éramos miembros de esa cadena de seres que, innegablemente, están dando cumplimiento al plan de Dios y, por tanto,  cada instante de nuestras vidas estábamos siendo protagonistas de dicho plan, en cuanto que nuestras acciones iban a producir unos efectos innegables, inevitables, incalculables e imprevisibles en una serie de seres en los que ni siquiera pensamos pero que, en el Plan Divino son destinatarios de los efectos de nuestro paso por la vida...


Vi entonces claramente, qué gran responsabilidad entraña cada

pensamiento, cada palabra, cada deseo, cada acto e, incluso, cada omisión.


Comprendí, de manera incontestable, de qué modo tan fácil, tan sencillo y tan discreto actúa la Ley de Consecuencia; y me percaté, de un modo que ya nunca podré olvidar, de que no estamos nunca solos, de que somos únicamente un eslabón en la enorme cadena que supone la vida, pero en la que todos los eslabones son protagonistas: Que, aunque en algún momento de nuestras vidas podamos sentirnos olvidados o abandonados, ello no será


más que una ilusión nuestra, consecuencia de nuestros propios actos y de nuestras propias y consecuentes limitaciones, pero realmente imposible, puesto que imposible nos resulta a todos renegar de nuestra filiación divina. Comprendí, experimenté en mi propia carne mental, qué gran consejo es aquel de actuar siempre de acuerdo con las leyes naturales, de no oponernos a ellas, pues sólo desgracias nos acarrearemos y que, puesto que todos somos uno en Dios, el pensamiento clave de nuestras existencias
debe ser el formulado por el propio Cristo: “Ama a tu prójimo como a ti mismo”.


La Creación entera, pues, no es sino una ininterrumpida, ilimitada e

interminable corriente de amor, desde Dios hasta Sus criaturas, sin olvidar ninguna; y otra corriente, de justísimo agradecimiento, desde las criaturas hasta Dios. Todos somos uno, todos nos influímos, todos necesitamos de los demás, todos ayudamos a los demás, todos nos debemos amor, todos nos debemos agradecimiento, todos vivimos en Dios y Dios vive en todos.


¿Cabe nada más hermoso y confortador?



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