BUSCANDO LA FELICIDAD
por Francisco-Manuel Nácher
El hombre aspira a la felicidad permanente, que está seguro de que
existe y que intenta alcanzar a través del placer. Éste, sin embargo, es
fugaz, puntual, y nunca duradero, por lo menos el que proviene de causas
exteriores. Estudiemos el asunto con cierto detalle a continuación:
A.- Fijémonos en que la vida está, en realidad, compuesta de
adicciones, unas buenas y otras malas, que llamamos vicios. Pero
adicciones, al fin. El adicto se cree un ser libre que ”hace lo que
quiere con su cuerpo”. La realidad, si embargo, es muy otra porque,
precisamente, lo único que no es, es ser libre y, si bien puede sentirse feliz
en el momento de satisfacer su adicción, ésta lo tiene permanentemente
esclavizado. Así vemos que :
1.- El fumador ha de comprar el tabaco, tenga o no medios
para ello o tiempo y le apetezca o no.
Se siente mal cuando se abstiene.
Se desprecia íntimamente porque sabe que está minando su
salud y reduciendo su calidad de vida futura, si no su duración.
Se le hace patente su falta de voluntad para imponerse a su
vicio.
2.- El ludópata puede sentirse feliz mientras juega, pero
pronto se da cuenta de que ha dispuesto de un dinero que le hará falta
luego, a él o a los suyos, o que no era suyo, o que no podrá devolver. Y ya
no es feliz, con el desasosiego que todo ello le crea, más el permanente
tirón de la adicción que lo tiene esclavizado. Y la vergüenza ante sí mismo
por lo que está haciendo.
3.- El adicto al sexo puede tener momentos, - brevísimos –
de intensa felicidad, pero luego, pasados esos instantes, todo cambia y
vienen la indiferencia o las discusiones o el hastío o el alejamiento, para
volver a empezar y no lograr nunca sentirse plenamente satisfecho. Sólo le
cabe profundizar en su adicción, hasta llegar a la animalidad, a las
perversiones, quizás a la delincuencia... sin alcanzar nunca la plena
satisfacción a la que aspiraba.
4.- El drogadicto puede tener sus “vuelos” o su “resistencia
a prueba de cansancio” o lo que sea pero, pasados esos momentos, la droga
se cobra su precio y uno va perdiendo el dominio de sí mismo, las
energías, la lucidez, la ecuanimidad...y acaba en un submundo del que le
va a ser difícil salir.
5.- El poderoso - adicto al poder - puede sentirse
momentáneamente feliz, si alcanza cierta cota de él pero, enseguida se
dará cuenta de que:
- Sigue teniendo a alguien por encima, que coarta y limita ese
poder y, por tanto, le impide ser feliz permanentemente.
- Las circunstancias externas le imposibilitan el ejercer su poder
libremente y le están continuamente limitando su ejercicio.
- Su propia conciencia, sus convicciones íntimas, su ideario, su
religión, su educación y, sobre todo, su miedo a perderlo, le impiden
disfrutar de ese poder omnímodamente con lo que, por definición,
deja de ser ‘’poder’’.
-
6.- El famoso – adicto a la fama - puede sentirse
momentáneamente feliz si adquiere cierto renombre, pero pronto se
percata de que es imposible hacer durable ese placer, pues
- La fama peligra cada instante y el conservarla o aumentarla
exige tal esfuerzo, tal entrega, tales sacrificios, tales
hipotecas en tiempo, libertad, intimidad, etc., que hacen
imposible la felicidad.
-
7.- El rico – adicto a la riqueza - puede, por un tiempo,
sentirse feliz si alcanza determinado nivel de posesiones, pero pronto ve
que:
- La preocupación que supone su conservación, no le deja
disfrutarla.
- El deseo de incrementarla, que lleva anejo, le subyuga y hace
infeliz.
- El miedo a perderla le impulsa a cometer actos injustos, de
explotación de sus semejantes, que le impiden ser feliz de modo
permanente.
8.- Uno puede sentirse feliz temporalmente dando pábulo a
cualquier deseo de cualquier tipo (causar envidia, vengarse de
alguien, etc.). Pero, inmediatamente, pasado ese instante de satisfacción
íntima y quizás intensa de felicidad, uno se ve obligado a un esfuerzo
considerable para procurarse el próximo instante feliz, y ese esfuerzo
necesario le impide serlo mientras se esfuerza.
Resulta muy significativo que el suicidio se dé con tanta frecuencia
entre gente acomodada, famosa, poderosa, con un status envidiable para
los demás.
B.- ¿No existe, pues, la felicidad? En lo externo, no. Basados en lo
externo, no hay posibilidad sino de determinados momentos, y muy breves,
de pseudofelicidad.
Entonces, ¿cómo se logra? Si no está en lo externo, habrá que
buscarla en lo interno. Y lo lógico, aceptada esta afirmación, sería buscar
en lo interno con el ahínco con que se suele buscar en lo externo.
Pero, ¿qué es lo interno? Lo interno es lo más importante, lo más
valioso que tenemos, porque es nosotros mismos.
Imaginad un ojo o una lupa o un telescopio o un microscopio. Los
cuatro son capaces de ver multitud de cosas, próximas o lejanas, grandes o
pequeñas. Toda su existencia se la pasan viendo cosas, enfocando cosas,
haciendo posibles verdaderas maravillas. Pero no lo saben. No tienen la
posibilidad de verse a sí mismas viendo cosas. Ni siquiera de verse a sí
mismas, con lo cual se ven privadas de la felicidad inmensa que, el saber
de qué son capaces y el hacerlo conscientemente, podría proporcionarles.
Si la lupa diera valor sólo a un determinado objeto, hasta el punto de
no ver ningún otro, estaría limitando su capacidad de ver y, por tanto, su
capacidad de ser feliz viendo otros miles de objetos, quizás más hermosos.
De todos modos, sin embargo, seguiría teniendo la facultad de ver y de
aumentar cuanto quisiese. Y eso es, precisamente lo que ocurre con la
vida, tal como la vive la mayor parte de los hombres: Pendientes sólo de un
aspecto, el externo, de lo que dicen o hacen o piensan o sienten los demás,
se alejan, insensible pero inevitablemente, de lo que ellos mismos son o
piensan o hacen o dicen o sienten:
Tratamos de hacer propia la felicidad que el cantante de turno nos
asegura sentir, o su propio dolor; y hacemos propios los pensamientos del
pensador o escritor; o nos emocionamos con las emociones del actor; o nos
identificamos con el gozo que, aparentemente, les producen, al rico la
ostentación, al famoso la fama o al poderoso el poder.
Pero eso no deja de ser lo que sienten y experimentan y viven los
demás. ¿Qué es, entonces, lo que sentimos y pensamos y hacemos y
experimentamos nosotros? ¿Qué aportamos de nuestra propia cosecha?
¿Hasta qué punto somos capaces de conocernos y de saber realmente cómo
somos, puesto que ya sabemos cómo son los demás? ¿Es que sólo los
demás sienten o piensan o hacen o son humanos? ¿Es que no tenemos en
nuestro interior potencias suficientes para generar nuestros propios
pensamientos y nuestras propias emociones y nuestros propios actos?
¡Pues claro que las tenemos!
El problema está en que, llevados por los innumerables estímulos que
la vida actual hace llegar a nuestros sentidos, nos alejamos, cada vez más,
de nuestro propio ser y llegamos a olvidarnos completamente de que
somos seres iguales o incluso mejores que aquéllos a los que tanto
admiramos y cuyos pensamientos, emociones y actos hacemos
estúpidamente nuestros.
Entonces, ¿hemos de cerrar los ojos, taparnos los oídos y dejar de
pensar? No. Todos esos estímulos están ahí y debemos recibirlos y
aceptarlos, pero reconociendo que pertenecen a las vidas de otros.
Lo que hemos de hacer nosotros, una vez percibidos esos estímulos, esas
imágenes o palabras o ideas es, encerrarnos con nosotros mismos y sacar
nuestras propias conclusiones, nuestras propias ideas,
nuestras propias lecciones. Lo mismo que hace la planta, que:
recibe la lluvia, la acepta y la absorbe, pero luego la elabora, es decir, le
saca el jugo mediante sus propios procesos internos. Y esa absorción y esa
elaboración son las que la hacen crecer. Nadie podrá discutir que la lluvia
hizo crecer a la planta. Pero nadie podrá ya reconocer aquella lluvia en esa
planta que, gracias a ella y a su elaboración interna, la ha convertido en
savia y ha sabido desarrollarse. Claro que la planta hace todo esto de modo
inconsciente y exento de libertad, obedeciendo simplemente las leyes
naturales, y el hombre, en cambio, tiene la posibilidad de hacerlo
conscientemente. El hombre puede, si quiere, verse a sí mismo. Y puede
estudiar su propia composición, su propia estructura, su propio
funcionamiento y, además, puede actuar libremente y “mirar o enfocar o
aproximar o aumentar’’ lo que desee.
Y ahí está el secreto. Porque esa posibilidad es lo que le habilita para
ser feliz, siempre que se dé cuenta de que la felicidad no estriba en
los objetos, más o menos valiosos, que pueda ‘’ver’’ (puesto que eso lo
hacen el ojo, y la lupa y el microscopio y el telescopio y no son felices por
ello), sino en el hecho de saber que puede verlos y puede verlos
cuando quiera. Es el conocer sus propias capacidades lo que puede
hacer feliz al hombre, al margen de lo que pueda hacer. Es el saber que es
libre, que es creador, que existe al margen de las cosas, más allá de las
cosas, que no tienen por qué esclavizarlo ni someterlo ni siquiera
influenciarlo, porque no son más que objetos externos que uno puede
manejar, pero que no participan, ni pueden ni podrán nunca participar de
nuestro ser, ni podrán afectar a nuestra facultad de verlos ni a nuestra
libertad de mirarlos o no. Están fuera, son instrumentos, son accidentes,
nos son ajenos y, si les damos valor, nos dominarán y, si no se lo damos,
los dominaremos.
La actitud del hombre corriente, pues, persiguiendo las cosas,
viviendo exclusivamente en lo externo, no representa más que una especia
de ilógica e irresponsable huída hacia delante.
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