lunes, 7 de noviembre de 2011

EL ESTUDIANTE DE OCULTISMO Y LA POLÍTICA.- Francisco-Manuel Nácher López - en you tube -


EL ESTUDIANTE DE OCULTISMO Y LA POLÍTICA
por Francisco-Manuel Nácher

en you tube, desde aquí
https://www.youtube.com/watch?v=CRJdGQSY4u4&t=290s

Parecería que el estudiante de ocultismo podría y aún debería quedar al margen de la política.

Y es cierto, pero sólo en parte. Dada la imperfección humana de que nuestra sociedad hace gala, no es aconsejable a un estudiante de ocultismo pretender dirigir un pueblo o un partido o un movimiento político porque, si pretendiese, una vez conseguido el poder, aplicar y exigir el cumplimiento de lo que sabe como tal estudiante de ocultismo, a una saciedad civil no preparada para ello, sería incomprendido, mal interpretado, difamado y pronto retirado de la circulación. Eso ha venido ocurriendo con todos los idealistas puros, desde que el propio Platón intentó, y por dos veces, hacer realidad sus ideas sobre el gobierno, en la Siracusa de Dionisio el Viejo y en la de su hijo, Dionisio el Joven, fracasando en ambos casos. Y ha ocurrido hasta Gandi, que fue retirado de la vida violentamente sin haber sido verdaderamente comprendido.
No. El estudiante de ocultismo no puede, no debe, hacer de la política su principal actividad porque, o le ocurriría como a Platón y a Gandi y a tantos otros o, tendría que claudicar y establecer leyes y exigir conductas y sancionar posturas que, si bien en la vida política son corrientes, desde el punto de vista oculto plantearían grandísimos problemas al gobernante
ocultista.

Pero, como hombre responsable que es, el estudiante de ocultismo, deseoso de que y comprometido en que la Humanidad evolucione, no puede permanecer al margen de las ideas políticas.

¿Qué hacer, pues?. Influir con sus ideas y con su ejemplo sembrando inquietudes, fomentando la justicia, la tolerancia, la colaboración, el compañerismo, la comprensión... el amor en una palabra. Debe, pues, no desperdiciar ocasión de aportar su grano de arena a cualquier iniciativa que suponga tender a mejorar la situación de los menos favorecidos, proporcionándoles los medios para mejorar cultural, económica y, sobre todo, éticamente. Debe colaborar, bien físicamente, bien mediante su aliento mental y sentimental con las Organizaciones No Gubernamentales (ONGs) que tanto están proliferando y que, al tiempo que, implícitamente, denuncian con su existencia y su multiplicación imparable, grandes fallos, enormes lagunas, en las políticas de todos los países, como tales y como conjunto, hacen lo posible por subvenir a las necesidades que esos vacíos legales y de conciencia, dejan desamparados y sin atención. O, si se siente con ánimo, crear una ONG que se preocupe de cualquier aspecto de la justicia social aún no atendido o que lo esté siendo indebida o insuficientemente.

Pero no con ello habrá cumplido el estudiante de ocultismo con lo que de él se espera desde el punto de vista político.

Primero, porque, como ciudadano, como sujeto activo y pasivo de derechos y obligaciones con relación a sus semejantes y a las instituciones de la sociedad en que vive, ha de tener los conocimientos suficientes de política para poder aplicar debidamente las Enseñanzas que ha recibido y que ha de divulgar Es decir, ha de tener una cultura política mínima, y eso
supone tener claras las ideas básicas de la sociedad organizada como estado.

Clases de gobierno

Por supuesto, hay que hablar del gobierno sin gobierno, es decir, de la tribu, de la selva, de la sociedad humana sin leyes. Pero eso no puede considerarse como una forma de gobierno, sino de desgobierno, donde nadie se siente asistido para ejercitar sus derechos ni a nadie se le puede exigir el cumplimiento de sus obligaciones, con lo que la sociedad es un caos en el que cada cual campa por sus respetos. Es lo que se llama la ausencia del Estado de Derecho, la “ley de la selva”..

Y, por otro lado, están los Estados de Derecho, es decir las organizaciones sociales que disponen de leyes que establecen los derechos y obligaciones de cada miembro y que tienen poder para exigir su cumplimiento.

Dentro de los Estados de Derecho hay, fundamentalmente, dos clases de gobiernos: Los autocráticos y los democráticos. En los primeros, la autoridad se la irroga una persona, que impone a todos los demás las reglas a seguir. Dentro de esa modalidad existen varias versiones como la Tiranía y la Dictadura, en las que manda uno sólo, y la Oligarquía, en la que manda un grupo. Pero siempre con una autoridad autoatribuída y ejercida por la fuerza

La Dictadura

Es el gobierno autocrático más conocido y más frecuente en nuestros días. En ella la autoridad suprema está en manos de una sola persona, no elegida por los ciudadanos del país en cuestión, y que les impone, por la fuerza y les exige unas conductas determinadas, que son las que el dictador considera más convenientes para la sociedad o para sus propios intereses personales (afán de poder, enriquecimiento, fama, etc.) si en él predomina, como es lo más frecuente, la parte negativa del hombre, desde el punto de vista ético. Generalmente el dictador se convence a sí mismo de que es un elegido, un ser especial, llamado a resolver todos los problemas que la vida plantea a una Sociedad de Derecho.

Ordinariamente las dictaduras se alcanzan mediante la violencia, bien asesinando al anterior dirigente, bien levantándose en armas contra él, y ocupando su puesto, sin más.

Desde el punto de vista oculto, este sistema no es el mejor para ayudar al desarrollo de los súbditos como seres humanos en evolución, pues no les da la posibilidad de pensar por sí mismos ni de discrepar, ni de hacer uso de sus libertades para equivocarse y, aprendiendo de sus errores, corregirlos. Por el contrario, el dictador establece lo que hay que pensar, lo que hay que estudiar, lo que hay que leer y lo que hay que hacer, y quien se sale de lo establecido, recibe el castigo previsto en las leyes promulgadas por el propio dictador para proteger su sistema.

En las dictaduras, el valor principal a defender es el del Orden Público, la paz social, la tranquilidad en las calles. Y, en segundo término, la justicia social. Pero, como la injusticia que toda dictadura lleva implícita en cuanto a limitaciones de las libertades individuales se refiere, acaba creando en el seno de la sociedad un movimiento de oposición, de ansia de libertad, de lucha contra la mordaza que las leyes suponen, acaban produciéndose movimientos clandestinos de liberación o de rebelión, dirigidos siempre por los que han aprendido a pensar por sí mismos y no han aceptado las prohibiciones del dictador, movimientos que, tarde o temprano, acaban saliendo a la luz y, al ser reprimidos con la violencia, saliendo a la calle y alterando el tan deseado orden público. Por esta razón, lo que más temen siempre los dictadores es eso, que la gente piense y quiera tener opinión propia distinta de la oficial y quiera expresarla y que se conozca por el resto de los ciudadanos.. Y, por eso, lo que más preocupa a los dictadores, su bien más preciado, es el orden público, la ausencia de voces discordantes, que tratan de acallar al instante, casi siempre de modo violento o, por lo menos, injusto.

También dentro de los regímenes autocráticos tienen cabida las monarquías absolutas, en las que el dictador hereda el cargo; y las llamadas ‘’dictaduras del proletariado’’, en las que el dictador asegura ostentar la representación de los ciudadanos que, realmente, no le han elegido para tal puesto.

Todas las dictaduras, lógicamente, tienden a desembocar en cierta oligarquía, pues el dictador necesita alguien que le defienda y le mantenga en el poder, y para eso se rodea de adictos que lo son porque a cambio reciben prebendas en forma de autoridad, poder, negocios, fama, etc., todo ello a costa de los ciudadanos de a pie, que nada pueden legalmente para terminar con tal situación. Por eso es tan difícil la salida de una dictadura que, casi siempre suele ser sangrienta y traumática. Y por eso la salida que en España tuvo lugar recientemente, tras cuarenta años de dictadura, ha sido ejemplar y modélica para muchos países del mundo.

Por supuesto, no hay que descartar la posibilidad de que un dictador tenga buenas intenciones o que sea buena persona y desee lo mejor para sus súbditos, lo cual sería rarísimo y moderaría los efectos negativos de su régimen. Pero, lo que es incuestionable es que la dictadura violenta la libertad humana en temas clave para la evolución, como son la educación, la cultura, la investigación y las libertades de todo tipo: de opinión, de reunión, de asociación, de oportunidades, de derechos y deberes, de desplazamiento, etc. Y eso es altamente negativo para la evolución de los súbditos.

Para la defensa de esa paz social que tanto valoran los dictadores, el edificio jurídico que construyen se basa en dos presunciones jurídicas. La primera es, sin embargo, también, base de todos los Estados de Derecho, y establece que “la ignorancia de la ley no exime de su cumplimiento”, o sea, que los ciudadanos se han de comportar como si conociesen las leyes, aunque las ignoren, y que el estado los obligará a cumplirlas de buena gana o mediante las penas previstas en las propias leyes. Por supuesto, esta presunción es totalmente injusta, pero es el precio que hay que pagar, hoy en día, para no tener un país en plena anarquía. Antiguamente, cuando cada ciudad era un estado, era fácil para todos conocer las leyes vigentes.

Ahora, sin embargo, que aparecen todos los días nuevas normas legales, que han de publicarse regularmente en los Boletines Oficiales del Estado y de las Autonomías, resulta totalmente imposible esperar que nadie conozca todas las leyes en vigor, que pasan de cien mil en un estado moderno. Sin embargo el administrado es tratado como si las conociese todas y se le exige su cumplimiento.

La otra presunción, ésta típica de las dictaduras, es la “presunción de culpabilidad” que significa que, cuando un ciudadano es acusado de cualquier infracción, es el propio acusado el que tiene que demostrar su inocencia. La carga de la prueba recae, pues, en el acusado. Y, por tanto, es considerado culpable hasta que demuestra su inocencia y es declarado inocente en el oportuno juicio. Como secuela de tal postura, el acusado no tiene derecho, en casi ninguna dictadura, a la designación y asistencia de letrado y, menos aún, si no puede costeárselo.


La Democracia

Frente a los gobiernos autocráticos existen, como otra opción, los gobiernos democráticos, que suponen el gobierno del pueblo por las personas elegidas libremente por el propio pueblo. Como sería imposible que todos los ciudadanos gobernasen (en la Grecia clásica se hizo, haciendo rotar a todos los ciudadanos por los distintos órganos gobernantes, pero entonces Atenas tenía sólo unos cuantos miles de habitantes), al ejercer su derecho al voto, cada ciudadano se supone que cede parte de sus libertades y de su poder como tal, a favor de la persona que elige como la más apta para llevar a cabo aquello que considera más conveniente para la marcha de la sociedad.

Frente a las dictaduras, para la democracia, es más importante la justicia social que el orden público y por eso garantiza la libertad individual en todos los aspectos, sin más limitación que las libertades de los demás porque, si las libertades individuales no tuviesen límites, se estaría en el estado sin leyes, en la selva, de nuevo. Por eso la democracia se da también leyes que, si bien, por un lado, limitan las libertades y derechos de los ciudadanos, las de todos por igual, limitan también las libertades de los gobernantes y de las instituciones.

Como la democracia se basa en la igualdad de todos los hombres ante la ley, otorga a cada ciudadano un voto, cualquiera que sea su cultura, edad, religión, ideas políticas, etc. Pero, como esa igualdad entre todos los hombres, en el actual estadio de la Humanidad, es imposible de obtener, la democracia acaba siendo un equilibrio inestable entre las varias tendencias, aspiraciones y proyectos que surgen en el seno de la sociedad y, entre los cuales, cabe distinguir dos grandes corrientes: La conservadora y la renovadora


La tendencia conservadora

La tendencia conservadora es típica de los ciudadanos que han alcanzado un determinado nivel económico, social, cultural, de poder, etc.

Porque, comparados con los que no han alcanzado ese nivel, ellos consideran que están bien y, por tanto, aspiran a mejorar o, por lo menos, a conservar su situación actual. Y, por tanto, se oponen a ceder parte de sus ventajas (bienes, autoridad, expectativas de futuro, etc.) a los menos favorecidos, para facilitar el disfrute más homogéneo de las posibilidades
que ofrece el país. Para defender su tesis conservadora tienen muchos argumentos, desde el “mi padre se lo trabajó y yo lo he heredado y, por tanto es mío” hasta el “que se lo suden ellos”, pasando por el “¿por qué he de renunciar a lo mío para dárselo a otro que yo no sé si está así por vago, por torpe o por cualquier otro motivo imputable a él mismo?” o por el “estoy dispuesto a dar limosnas, ayudas voluntarias, pero no a considerarme en plan de igualdad con las clases inferiores de la sociedad”.

No hace falta, desde el punto de vista oculto, aclarar la opinión de las Enseñanzas sobre este particular.

La tendencia renovadora

La tendencia renovadora, por su parte, tiene su base en las capas sociales más pobres, más desprotegidas, más incultas, peor formadas y, peor informadas, aunque siempre hay en estos movimientos algunos líderes procedentes de las otras clases y que, por tanto, aprendieron a pensar y están más preparados para exigir derechos en favor de los desprotegidos, por la vía del derecho y no de la revolución y del alzamiento, que no conduce más que a un punto en que hay que empezar de nuevo a construir el estado. También esta tendencia el arco que comprende es amplio y va desde el “lo que ellos tienen de más nos lo han quitado a nosotros mediante la explotación, los salarios de hambre, los fraudes de ley, los impuestos injustos, impidiéndonos la cultura y la formación y el ascenso social, etc.”, hasta el “la democracia debe procurar a todos las mismas oportunidades de mejorar en todos los aspectos, sin que haya clases privilegiadas, pues todos tienen, mediante su esfuerzo, que llegar adonde puedan”.

El valor fundamental para la democracia es la justicia social. Y, en segundo término, el orden público. Los demócratas, especialmente los progresistas, opinan que su principal misión es hacer todo lo posible para equilibrar a los súbditos, eliminando las diferencias extremas, de modo que cada vez haya menos distancia entre los más ricos y los más pobres, y todos tengan acceso a todos los servicios – educación, sanidad, servicio sociales, etc. - y a todas las formaciones, y puedan aspirar a lo mismo.
Porque, cuantas menos diferencias haya, más fácil será la paz social.
Desde el punto de vista jurídico, la democracia, además de basarse también en la misma primera presunción que las dictaduras, o sea, en que “la ignorancia de la ley no excusa de su cumplimiento”, tiene como segundo pilar en el que se sustenta, otra ficción jurídica, la “presunción de inocencia”. Quiere esto decir, y es fundamental, que para los demócratas, todo el mundo es inocente, y debe ser tratado como tal, hasta que sea condenado por un juez o tribunal. Y que, quien tiene que demostrar su culpabilidad es el que lo acusa. La carga de la prueba está en el denunciante y no en el denunciado como en las dictaduras. Secuela necesaria de esta postura lo es el derecho a designar letrado y a disponer de su asistencia en todo caso, bien pagándola bien, si no se puede, designándosele de oficio un letrado que pagará el estado.

La democracia tiene, sin embargo, una particularidad muy suya, que es el voto individual. Desde el punto de vista teórico es perfecto: Un hombre, un voto. Pero, en la realidad, ofrece serias dudas la justicia del sistema. Y no porque se niegue a nadie el carácter de ser humano o de miembro de la sociedad en uso de los mismos derechos que los demás miembros y con las mismas obligaciones, sino a causa de la distinta formación cultural, estatus social, conocimientos políticos y económicos, etc.

En principio nos parece lógico y justo que cada hombre tenga un voto, todos iguales. Pero, ¿es justo que valga lo mismo el voto de un catedrático o de un premio Nobel o de un intelectual, que es de suponer conocen suficientemente la sociedad y poseen criterio bastante para decidir con conocimiento de causa, que el voto de una anciana viuda y analfabeta que, generalmente no sabe a quién vota ni por qué ni para qué? Está claro que no. Sin embargo, a la hora del recuento de votos, valdrán lo mismo.
Cada papeleta, un voto. Eso no lo puede negar nadie. Y de ahí el gran problema de la democracia, a pesar de todo, mucho más deseable que la dictadura.

Desde el punto de vista oculto está claro que, si hay analfabetos y pobres e incultos y desamparados, es culpa de la sociedad misma y, por tanto, es su responsabilidad hacer que desaparezcan. Es su karma y ha de cargar con él y enmendarlo.

Desde el punto de vista político, sin embargo, la cosa ya no es tan fácil. Y aquí vuelven a surgir las dos tendencias clásicas reaccionando ante el fenómeno de modo distinto:
La conservadora, más o menos disimuladamente, hará lo posible por beneficiar a los suyos y por impedir a los otros el acceso a los puestos superiores. Y hará una política de reducción de impuestos directos (que pagan los que más tienen, en función de lo que tienen) y de ampliación de los impuestos indirectos (que pagan todos los ciudadanos, como la gasolina, etc.); o de privatización de la sanidad o la enseñanza, lo cual hará que quienes puedan pagarlo, o sean, ellos, puedan seguir estando más atendidos y mejor preparados que el resto de los ciudadanos; o favoreciendo la libertad salvaje en las empresas, en los contratos laborales, en los salarios, en la jornada laboral, etc.; o despenalizando la evasión
fiscal, cosa que, por supuesto sólo favorece a quienes tienen más ingresos y pueden evadir sus impuestos; etc.

Pero, como la mayor parte de la sociedad pertenece a las clases menos favorecidas y cada uno posee un voto, existe la ineludible necesidad de conquistar sus votos, para lo que se acude a la demagogia, que no significa otra cosa que prometer el paraíso terrenal, hacer afirmaciones imposibles de mantener, aprovecharse del poco criterio de los menos formados y menos acostumbrados a tomar decisiones y a examinar fríamente los problemas e, inflamando sus emociones, ganar su voto que, más tarde se volverá en su contra. Por eso les conviene que no haya demasiados ciudadanos con criterio propio. Por eso el “panem et circenses” de los antiguos romanos, para el pueblo, que con ello se siente
contento (o lo que es lo mismo hoy: toros y fútbol y programas televisivos y radiofónicos tendentes no a culturizar, sino a masificar, a desinformar, a confundir), mientras nosotros mantenemos nuestro status y nuestro poder y nuestro nivel de vida y, si es posible, lo mejoramos.

Frente a esta postura, la corriente renovadora, tiende primordialmente a culturizar al pueblo para que aprenda a oponerse a los halagos y las estratagemas de los conservadores y no caiga en la masificación y se conforme con los toros o el fútbol o los programas basura, sino que exija asistencia y sanidad y educación y acceso a puestos más elevados e igualdad de oportunidades.

Claro que, en el estadio actual de la Humanidad y no estando nadie libre de las tentaciones, existen también en la corriente renovadora demagogos y mentirosos y tránsfugas. Pero eso no cambia el que la meta de los renovadores sea siempre la de renovar, la de avanzar hacia la nivelación y en el reparto de los bienes y servicios del modo más equitativo posible. Y para ello insiste en los impuestos directos, en la sanidad y la enseñanza públicas e iguales para todos, en regular unos salarios mínimos y unas indemnizaciones de despido mínimas y unas pensiones de jubilación dignas, que alcancen a todos, y en controlar desde el estado los resortes clave para evitar el incremento de los desequilibrios.
También esta tendencia cae en la demagogia y promete el mismo paraíso que los conservadores y trata de advertir del peligro que para esa “mayoría que decide” puede suponer el triunfo de la tendencia conservadora. Pero no cabe duda de que la finalidad perseguida por la tendencia renovadora, la de la solidaridad, la del compartir, la del tender la mano, basada en la consideración de que todos, como seres humanos, somos intrínsecamente iguales y tenemos los mismos derechos, es más acorde con las leyes naturales, que la de la tendencia conservadora, partidaria de la limosna, la ayuda marginal, pero desde la diferencia y tratando de aumentarla.
La tendencia conservadora aspira a que la sociedad actúe libremente, de modo que los ricos tiendan libremente a hacerse más ricos a costa de lo que sea (explotación, etc.) y los pobres sean libres de dejar de serlo, pero con pocos medios para ello.

La tendencia renovadora pretende que el gobierno elegido por todos y mayoritariamente por los menos favorecidos, debe controlar determinadas parcelas de la sociedad (materias primas, banca, sanidad, educación, transportes, gran industria, etc.), con el fin de subvenir a aquéllos, evitando su explotación y su privación de medios de progreso.
En todos los movimientos, como se dijo al principio, hay que contar con las debilidades humanas, especialmente el egoísmo y, por eso, en todas las tendencias hay quienes caen y quienes cambian de partido y quienes se venden. Pero eso ni afecta ni debe engañar al ciudadano consciente en cuanto a las ideas clave de cada una de las tendencias.

La tendencia conservadora arguye que, si se permite que los poderosos ganen más, ese incremento lo invertirán en nuevas empresas que producirán más puestos de trabajo y más salarios y más bienestar.
La tendencia renovadora, por su parte, arguye que la experiencia demuestra que esos incrementos no se destinan nunca, salvo honrosísimas excepciones, a esos fines, sino a mayor enriquecimiento, a mayores lujos, y a mayores diferencias sociales.

Con estas notas sobre las ideas políticas que todo ciudadano ha de conocer y manejar, más los conocimientos de nuestra Filosofía y las aspiraciones del mensaje de Cristo, fundamentalmente del “ama a tu prójimo como a ti mismo”, tenemos bagaje suficiente para enfrentarnos a nuestras obligaciones políticas con cierta base.

La manera correcta de actuar la ciudadanía en democracia no consiste en hacerse objetor o insumiso ni en cortar las carreteras ni volcar autobuses ni nada parecido. La actuación democráticamente correcta del ciudadano de a pie debe consistir en:

- Cumplir las leyes. Porque, buenas o malas, son las leyes de su gobierno legítimo.

- Votar al partido que en su programa incluya lo que él desea.
- Si no hay ningún partido que lo haga, reunirse con quienes sientan o piensen como él y tratar de hablar con los diputados que proceda para convencerles de sus tesis.

- Si nadie les hace caso, crear un partido político que propugne sus ideas.

- Pero, hasta que consiga que sus tesis sean aceptadas y defendidas por algún partido que alcance el gobierno, democráticamente, cumplir las leyes es lo procedente.

Porque, ser ciudadano demócrata significa:

- Aceptar que el gobierno que salga de las urnas y gobierne, sólo o con la ayuda de otros partidos democráticos, una vez asumido el poder, es el gobierno de todo el país y hay que obedecer todas sus leyes, nos gusten o no, nos favorezcan o no. Por supuesto, a salvo siempre los recursos legales contra decisiones, normas o soluciones aparentemente injustas o improcedentes. Y el gobierno legítimo tiene como primera obligación el hacer cumplir las leyes y perseguir a sus infractores con todo el peso de la ley.

Eso es la democracia. Y eso es lo que hay que enseñar y que aprender en las escuelas y en el hogar y en los medios de comunicación.

Después de todo lo expuesto, resulta comprensible que un ocultista no pueda ser gobernante. Y que, ni los mismos Hermanos Mayores consideren conveniente serlo, y prefieran canalizar energías o sugerir ideas positivas a través de determinados gobernantes.

EL ESTUDIANTE DE OCULTISMO Y LA POLÍTICA
 Francisco-Manuel Nácher López
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