sábado, 9 de mayo de 2015

El día en que fui inmortal

EL DÍA EN QUE FUI INMORTAL 
por Francisco-Manuel Nácher

       Debió ser porque aquella noche me acosté obsesionado con el problema de la inmortalidad, tal y como lo concibe la mayor parte de la gente, que quisiera prolongar su vida sobre la tierra sin reflexionar sobre cómo eso podría producirse. Lo cierto es que, en mi sueño – uno de esos sueños tan lúcidos y que aclaran tantas cosas – me encontré conversando sobre el tema con un habitante de aquel mundo, de la manera más natural, como si fuésemos viejos amigos. Sin embargo yo, en aquella conversación, me aferraba a la aspiración que he criticado más arriba. Por eso, en cierto momento de aquel diálogo. - que, a decir verdad, ni sé cómo se inició – dije que me gustaría poder ser inmortal en la tierra.
       - ¿Con tu cuerpo de ahora? – me preguntó 
       - ¡Claro! – respondí. 
       - Eso es imposible – dijo. 
       Aquella afirmación, tan rotunda, me molestó, así que insistí:
       - ¿Por qué ha de ser imposible? 
       - Porque tú mismo acabarías pidiendo morirte.
   - ¿Y por qué iba a pedir morirme si lo que quería era, precisamente no morirme?
      - Porque no te has fijado en todo lo que ello conllevaría.
      - ¡Claro que me he fijado: que no me moriría nunca.
      - ¿Y tú consideras eso una gran ventaja?
     - Por supuesto. Si me dan a elegir entre morirme o no morirme, lo lógico es que elija lo segundo. Pero no sólo yo, sino todo el mundo.   
     - Porque ninguno os lo habéis planteado seriamente.
   - Por supuesto que me lo he planteado seriamente – respondí molesto.
   - ¿Quieres – me dijo – que hagamos una prueba y verás como tengo razón y serás tú el que me pidas morirte?
     Aquella oferta me hizo pensar pero, me pareció tan tentadora que no pude resistirme. Así que acepté diciendo: 
   - Por supuesto que quiero, suponiendo que tengas poder suficiente para hacerme inmortal, cosa que, francamente dudo mucho. 
    - Claro que no tengo poder para ello, pero sí lo tengo para hacerte vivir esa experiencia y que tú mismo saques tus propias conclusiones. 
    Ni que decir tiene que me ilusioné con la aventura, convencido de que iba a vivir algo único y maravilloso. Así que dije:
    - Estoy dispuesto. 
    - Bien – me dijo – vamos a hacer una cosa.
    - Lo que tú dispongas – respondí ilusionado. 
  - Vamos a hacer correr el tiempo rápidamente. Yo creo que bastará con que vivas trescientos años.
   - ¿Tan poco?- dije decepcionado 
   - ¿No podríamos probar con quinientos o seiscientos, por ejemplo? –pregunté, ya molesto.
    - De acuerdo, quinientos. O, mejor, hasta que digas basta. ¿Vale?      - Vale. Y, ¿cuándo empezamos?
    - Ahora mismo. Ya hemos empezado. 
   En ese instante me vi a mí mismo como era en el momento de acostarme. Vi a mi mujer y a mis hijos también como eran. Pero, a partir de aquel momento, todo empezó a correr vertiginosamente: mis hijos crecían de un modo asombroso, mi mujer envejecía, la casa se iba ajando rápidamente, los árboles del jardín se elevaban hacia el cielo y yo…¡yo cambiaba también! Me miré al espejo y me di cuenta de que mi rostro iba acartonándose, perdiendo frescura, y las arrugas lo invadían, y me sentía menos fuerte y menos ágil, y mis cabellos iban cayéndose…Y comencé a encorvarme y, cuando miré a mi mujer, era una anciana como yo. Y mis hijos, ya adultos y maduros, eran casados y tenían hijos. Miré a mi interlocutor con cierto temor. Pero no quise darle la razón prematuramente, así que me tragué mis temores y, simplemente, le pregunté: 
   - ¿Cuántos años tengo ahora? 
  - Ahora vas por los ochenta y cinco – me dijo. 
    Bueno – pensé - ochenta y cinco son bastantes y no tengo tan mal aspecto Y, sobre todo, sigo vivo, que es de lo que se trataba. Pero, al instante, me vi mucho más arrugado. Mis brazos se movían sin agilidad y mis piernas eran pesadísimas. Quise mirar a mi mujer y no la encontré. Alarmado, pregunté a mi amigo:
     - ¿Dónde está mi mujer?
     - Tu mujer murió a los noventa años. Tú tienes ya ciento diez.
     - ¿Y mis hijos? 
   - Tu hija tiene setenta y cinco y tu hijo setenta. Y tienes siete nietos y cuatro biznietos. 
    Miré a mis hijos ¡y no los reconocí! Eran dos ancianos. Y mis nietos, un grupo de hombres y mujeres a los que ni conocía. Y mis biznietos, otro grupito de niños con los que no me unía nada. Empecé a sentirme solo y a asustarme. La siguiente vez que me miré al espejo me costó reconocerme. Parecía mi caricatura: delgado – piel y huesos – sin cabello, todo arrugas. Mi rostro apergaminado había cambiado terriblemente. Era casi un cadáver. Me resultaba difícil mantener los ojos abiertos, unos ojos que lo veían todo borroso. Al querer levantar los brazos, me fue casi imposible. Y las piernas se negaban a moverse. Mis hijos habían ya muerto de viejos. Haciendo un esfuerzo, pregunté a mi amigo: 
     - ¿Cuántos años tengo ahora? 
   - Ahora tienes ciento ochenta y cinco. Pero el tiempo corría rápido. Le pregunté sobre mis amigos, sobre mis conocidos, sobre mis vecinos…pero la respuesta fue siempre la misma:
  - Todos han muerto hace muchos años. ¿Quieres ver tus descendientes? 
    - Bueno – dije sin mucha convicción. 
    Y entonces aparecieron a mi vista una serie de personas, de todas las edades, a las que no conocí. Me eran completamente extraños. Empecé a preocuparme de veras. Estaba solo. Sólo en el mundo. No tenía nada en común con los que vivían. No podía hablar con ellos sobre nada, pues en casi dos siglos – o quizás ya los hubiese sobrepasado, a la velocidad a que iba - todo había cambiado de un modo para mí incomprensible e inasimilable. Pregunté mi edad:
  - Doscientos cincuenta. Entonces noté que ya me era casi imposible moverme. Ni pensar coordinadamente. Ni hablar de modo inteligible. Ni leer. Ni comunicarme con nadie Era una anomalía de la naturaleza. Y nadie se interesaba por mí, pues no tenía nada en común con ellos, ni nada que compartir, ni me debían nada, ni les inspiraba nada, ni les podía aportar nada. Cuando terminé esta reflexión, me resultaba ya imposible todo movimiento. Mi cuerpo era una estatua de materia mineral. Osificado, Cristalizado. Sin vida aparente. A duras penas pregunté con mi pensamiento: 
    - ¿Cuántos años tengo ahora?
   - Trescientos – fue la respuesta. Llegado a ese punto, con gran dificultad, pues mi cerebro ya casi no funcionaba, pensé que aquello era suficiente y que había llegado la hora de morirme. Mi amigo captó mi pensamiento, reaccionó al instante y me dijo:
   - Bien. Ahora ya sabes lo que supondría no morir nunca. ¿Has disfrutado mucho? Volví a sentirme y a verme como antes del experimento y respondí, completamente feliz, y como un rayo:
   - No. He sufrido lo indecible. Y he comprendido que es mejor morir que vivir así. Porque eso no es vida. 
    - Ya sabía que ibas a decírmelo – dijo sonriendo. 
   - Pero – respondí – recuerda que Jehová, según la Escritura, dijo que nos expulsaba del Edén para que no comiésemos del Árbol de la Vida y no nos hiciésemos inmortales como los dioses. Luego sí que se puede ser inmortal, ¿o no?
    - Ten en cuenta – me respondió mi amigo
    - que lo que Jehová llamaba ”inmortalidad” era, simplemente, un período de tiempo mucho más largo que una vida humana terrenal.       - ¿Por qué?
  - Porque, en aquel entonces, en plena Época Lemúrica, la Humanidad tenía su conciencia en el plano etérico y por eso podía ver a los dioses – los ángeles, cuyo cuerpo más denso es precisamente etérico – y, entre ellos, a Jehová, que es el más elevado Iniciado de los ángeles. 
   - ¿Y los ángeles no son inmortales? 
   - No. 
   - ¿Y Jehová tampoco? 
   - Tampoco. 
   - ¿Entonces?
   - Los ángeles – y con ellos Jehová – viven miles de años, porque la sustancia etérica no es tan rápidamente degradable como la física y es más fácilmente revitalizable, ya que es la vía de la vitalidad universal. Y, si el hombre hubiera “comido” del fruto del Árbol de la Vida, hubiese aprendido a construir y dominar su cuerpo etérico y a mantener su conciencia centrada en él cuando, lo conveniente para su evolución, era que la centrase antes en el cuerpo físico, de cuya existencia no tenía aún ni noticia.
     - Entonces, ¿los dioses no son inmortales?
   - Ten en cuenta que la materia – y la hay de diversas clases y densidades y composiciones en todos los mundos y submundos – es algo que los Espíritus Virginales utilizan para construir sus vehículos. Pero esos Espíritus Virginales – que sí que son inmortales, puesto que no hay materia en su ser - están todos evolucionando, es decir, viviendo en mundos que no son el suyo. Y la vida, en todos los mundos en que existe materia, es cambio permanente, adaptación permanente, elección permanente, acción permanente…y eso exige que los vehículos que los espíritus virginales utilizan vayan cambiando y adaptándose a las necesidades de cada momento. Vuestro cuerpo físico, durante toda vuestra vida, lucha por ir adaptándose, cada instante, al ambiente que le rodea, bien sea éste físico, etérico, de deseos o mental, pues todo repercute en el cuerpo físico. Y ya has visto lo que sucede cuando ese cuerpo no puede seguir adaptándose al paso del tiempo y de los acontecimientos.
   - ¿Tú sabes – continuó – cuál es la finalidad de que nazcáis y viváis muchas veces? 
    - Sí. Es para que evolucionemos.
    - Pero, ¿cómo se evoluciona?
   - Bueno, a base de la experiencia, es decir, aprendiendo de los errores y de los aciertos. 
   - De acuerdo. Y, ¿Cuántos errores y aciertos experimentabas cuando andabas por los trescientos años? 
   - Honradamente, ninguno. No podía ni moverme ni pensar ni hablar ni hacer nada. Era como vivir dentro de una estatua de mármol y, además, medio dormido.
    - Y, si hubieras seguido “viviendo”, te hubieras quedado sin conciencia de tu propia existencia en el mundo físico, porque el cerebro, el instrumento que la hacía posible, era ya incapaz de funcionar. ¿Lo has comprendido?
     - Sí. Perfectamente. Necesitamos cambiar la materia de nuestro cuerpo para ser capaces de vivir la vida y convivir y pensar y actuar y equivocarnos y rectificar y ser conscientes de todo ello y, así, aprender y avanzar en la evolución., Ahora lo veo claro. 
    - Porque la materia física no da para más. La etérica es mucho más fluida y elástica y tenue y puede ser aprovechable durante mucho más tiempo. Por eso Jehová hablaba de la posibilidad de “haceros inmortales”, lo que hubiera detenido vuestra evolución.
    - Lo comprendo perfectamente y comprendo también el punto de vista de Jehová. De todas maneras, para mí, después de la experiencia que he tenido, vivir dos o tres mil años es vivir una eternidad. 
   - Jehová tenía previsto que los humanos evolucionaseis lo suficiente para, llegados al punto apropiado, hacer descender vuestra conciencia al plano físico. Pero los Luciferes interfirieron en el proceso y precipitaron ese descenso de la conciencia sin que estuvierais debidamente evolucionados, con las consecuencias que todos conocemos. 
     - Sí. Ahora lo comprendo todo. Y te aseguro que, visto lo visto y vivido lo vivido, me alegro de tener que morirme cuando proceda y, tener ocasión de fabricarme un cuerpo lo mejor posible para la próxima vez. 
     - Me alegro – terminó sonriendo  - de que lo hayas comprendido. El plan divino no se equivoca nunca, tenlo siempre presente. 

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