jueves, 14 de mayo de 2015

Yo he sido mendigo


YO HE SIDO MENDIGO 
por Francisco-Manuel Nácher 

         Esta noche he tenido una pesadilla horrible. He soñado que, de repente, - una de esas cosas que, cuando ocurren en los sueños, nos parecen normales - no tenía nada. Sólo poseía lo que llevaba puesto: mi ropa. Ningún dinero. Ni documentación. Ni hogar. Ni trabajo. Ni amigos. No conocía la ciudad y no hablaba la lengua de sus habitantes. Y, a mi lado, mis dos hijos, de cuatro y dos años, pegados a mis piernas. Estábamos en la calle. Mis hijos tenían frío y hambre y yo no sabía qué hacer.
    Me pregunté cómo habríamos llegado allí, y no supe responderme. Pero me di cuenta enseguida de que eso no era lo importante en aquel momento. Lo importante era que mis hijos necesitaban de mí ayuda y que debía proporcionarles alimento y cobijo. Atardecía, y la noche se prometía fría. Traté de hablar con alguno de los transeúntes, pero nadie me entendió. Pero además, la gente no mostraba por nosotros el menor interés. Me sentí terriblemente solo. Abandonado. Miserable. Insignificante. Estoy seguro de que hasta se redujo mi estatura y mi espalda se encorvó y mi pecho se hundió y envejecí varios años en un momento y deseé morirme al instante. Pero estaba vivo. Y mis hijos también. Y me necesitaban. 
       Como un relámpago, pasaron por mi memoria todos los mendigos que, a lo largo de mi vida, había visto y a los que casi nunca había prestado atención. Y fui consciente de que, si bien para mí, cada uno de ellos había sido sólo un instante, para ellos, ese instante cerca de mí y esperando inútilmente mi comprensión y ayuda, había supuesto un fracaso más, un paso más hacia el desamparo, hacia la soledad, hacia la nada, hacia un futuro imprevisible y tenebroso… 
          El corazón me dolía. Y me dolía, no sólo por mí y por mis hijos, sino por todos aquellos mendigos a los que no socorrí, y por sus hijos. Y por su soledad y su miedo al mañana y por su desesperanza… 
          Y vi pasar ante mí lo que mi ayuda hubiera supuesto para cada uno de ellos. Y el contentamiento interior que hubiera significado el hecho de que detuviese mis pasos y me preocupara por ellos. Y por mi mente desfilaron todos de nuevo, esta vez sonriendo, agradeciéndome profundamente mi calor, mi comprensión y mi ayuda.
         Todo esto sucedió como en un relámpago. Pero, enseguida volví a la realidad. Ahora el mendigo era yo. Y no me iban a ayudar mis imaginaciones ni mis visiones del pasado., Ni siquiera mis arrepentimientos. Ahora, en la realidad, necesitaba hacer algo. Algo positivo. Algo que solucionase aquella situación tan frecuentemente vista pero tan lejanamente vivida.
          Miré a los transeúntes. Casi ninguno reparaba en nosotros. Me sorprendí a mí mismo extendiendo la mano ¡estaba pidiendo limosna! ¿Qué podía hacer? Al día siguiente buscaría algo más firme, algo más esperanzador, pero de momento, mis hijos tenían hambre y frío, la noche se venía encima y no tenía qué darles ni dónde cobijarlos. Y no conocía la ciudad y no podía hablar con nadie y… 
       Estuve a punto de desesperarme. Pero, afortunadamente, reaccioné y comprendí que ello no solucionaría nada sino que podría empeorar las cosas para mis hijos. Así que no tuve más remedio que acordarme de Dios. Y recé. Recé como nunca lo había hecho. Y, con un nudo en el corazón, prometí que, si algún día lograba salir de aquella situación, atendería con amor y comprensión a cuantos necesitados se me aproximasen.
           Y entonces se obró el milagro y me desperté. Tardé en darme cuenta de ello, porque seguía con el nudo en el corazón. Estaba en mi casa y mis hijos estaban a salvo. Y mi mujer estaba a mi lado. Y todo había sido una pesadilla. 
             Pero yo sé que no. Que no había sido una pesadilla. Que había sido un vislumbre de lo que nos ocurre en el purgatorio cuando allí llegamos.
             Así que he agradecido humildemente esta ocasión que se me ha dado para aprender y he prometido cumplir lo que en mi sueño prometí. Y lo cumpliré. Porque he sabido lo que es la soledad y el desprecio y la indiferencia y la miseria y, sobre todo, el miedo al futuro, cuando éste se presenta oscuro y sin esperanza. 


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