sábado, 23 de mayo de 2015

La mosca enemiga de la pena de muerte




LA MOSCA ENEMIGA DE LA PENA DE MUERTE 
por Francisco-Manuel Nácher

        Estaba agobiado. Mi defecto congénito de proponerme realizar más trabajo del que puedo, me tenía esclavizado. Llevaba varios días sin descansar y la labor a realizar parecía aumentar en proporción creciente. De modo que había dejado pendientes varias cosas importantes, entre ellas, un aviso de Amnistía Internacional para escribir a determinado Presidente de Estado solicitándole el indulto de un condenado a muerte, en un juicio irregular, y cuya ejecución se había ya aplazado una vez, pero ahora se había fijado ya una fecha definitiva, muy próxima, para el cumplimiento de la sentencia. 
      En plena vorágine cumplidora de mis trabajos comprometidos, me había olvidado completamente de este asunto. 
    Y, hasta tal punto de agotamiento mental llegué que decidí concederme un descanso y salir al jardín a leer durante unos minutos algo que me distrajese. Y así lo hice. Elegí, para esa lectura, prácticamente sin pensarlo, de entre el montón de libros aún sin leer, que tengo a mi izquierda junto a la pared, (porque ya no hay sitio para ellos en ninguna estantería ni mueble de la casa), uno cualquiera, que resultó ser “El vellocino de oro”, de Robert Graves. Así que abandoné mi despacho, bajé la escalera, salí al jardín y me dispuse a leer a la sombra de un gran olmo que nos protege, amoroso, del sol excesivo. He de reconocer que comencé la lectura con fruición, no sólo para olvidar el montón de cosas pendientes y urgentes que dejaba arriba, sino porque hacía tiempo ya que deseaba leer aquella obra. 
      Apenas abrí el libro, una mosca inoportuna- hay pocos animales tan inoportunos – se posó en mi rostro y me obligó a espantarla con la mano. Pero, con ese tesón, digno de mejor causa, de las moscas, insistió, una y otra vez, en su empeño por aterrizar sobre mí. Yo, por mi parte, que al principio ni había reparado en ella y había actuado de modo casi automático para espantarla, empecé a seguirla con la mirada para “atacarla” inmediatamente al siguiente intento. Y así lo hice: apenas se me acercó, haciendo alarde de unos reflejos felinos, la atrapé (he de reconocer que, de niño, era un campeón y mis reflejos llegaron a ser dignos de ellas) y la retuve un instante, presa, en mi puño. Luego, lo abrí y la mosca se alejó – pensé - asustada del peligro que había corrido. 
     Así que seguí leyendo y me sumergí de veras en la lectura, que se prometía muy interesante. Pero, cuando llegué a la página 11, en la que se narra la conversación entre el griego Alceo (uno de los Argonautas) con una ninfa de las Naranjas (o Manzanas de Oro de las Hespérides) en la isla de Mallorca, regresó la mosca con renovadas fuerzas y se posó sobre el libro. Inmediatamente reaccioné y la espanté. Aquello se había convertido casi en una cuestión de amor propio. La espanté y se fue… para regresar al instante. Yo mismo me reí de aquella especie de guerra tan curiosa que nos habíamos declarado ambos y hasta me pregunté si realmente sería la misma mosca de antes. 
    Pero concluí que sí, que era ella. Que se había sentido ofendida por el apresamiento de que había sido objeto y regresaba para demostrarme que no me temía y que podía ser más ágil que yo. Y acepté de nuevo el desafío. 
   Así que ella se empeñó en posarse sobre la página que yo leía y yo me empeñé en alejarla de allí. Y tanto insistió, que aquello empezó a parecerme algo realmente especial y me sentí inclinado a dejarla hacer y observarla. Pensé que debería haber algo particular en aquella página para que la atrajese de tal modo. Pero la página no tenía nada de especial. 
  La mosca, entonces, como si, además, quisiese burlarse de mí, empezó a interpretar una especie de baile muy curioso: se posaba en un punto que iniciaba una línea, – siempre el mismo – caminaba a lo largo de esa línea hasta el final, como si la leyera detenidamente, luego volaba hasta el principio de la línea siguiente, que “leía” también completa y, después, emprendía el vuelo… para regresar, a los pocos segundos, a repetir toda la operación.
   Al principio, yo la espantaba tras la segunda línea (aún no muy consciente de que ella la “leía”), pero aquella insistencia, aquel repetir siempre el mismo recorrido, me llevó a pensar que algo anormal estaba ocurriendo y que yo debería reaccionar también de modo especial. Y repetí mi observación detallada: ¡Todas las veces hacía lo mismo!
   Realmente intrigado, hice lo que suelo hacer cuando tengo un problema que no alcanzo a resolver, e invoqué mi intuición. Y ésta, como siempre, me respondió al instante sugiriéndome que leyese las palabras sobre las que la mosca caminaba. Y, con verdadero asombro y gratitud leí lo siguiente: “A ningún hijo varón de nuestra familia se le permite vivir más allá de la segunda siembra” 
   ¡Se trataba de un recordatorio! En un instante, recordé a aquella persona condenada a muerte y la necesidad y urgencia de redactar el documento pidiendo su indulto. Dejé el libro sobre la silla, subí a mi ordenador y redacté y envié la petición urgentemente. Y me sentí avergonzado por que una mosca hubiera tenido que recordarme algo tan elemental como intentar salvar la vida de un hombre.
   ¡Comprobé, de ese modo, que toda la creación es un todo único, que a todos nos atañe el dolor de cualquiera, que los animales y los hombres, los ángeles y los arcángeles (espíritus grupo de los animales) miran por nosotros incluso con más amor que nosotros mismos. 
   Y agradecí al espíritu grupo de las moscas el inmenso favor que me acababa de hacer. Y le prometí firmemente no volver a asustar a ninguna de sus criaturas. 

* * * 

EPÍLOGO (Siete días más tarde) 

   Acabo de ver en la televisión el anuncio de la inmediata ejecución del condenado cuya vida quisimos salvar la mosca y yo. Una inyección letal la truncará. Algo se ha roto dentro de mí. Pero me queda la esperanza – remota pero esperanza - de que el cuento de arriba no se pierda en el olvido y algún lector, en algún momento y en algún lugar, haga suyo el mensaje y lo transmita. Y cunda. Y llegue un día en que nadie más se atreva a quitar la vida a un hermano. La mosca y yo se lo agradeceremos, aunque ya no estemos aquí.

* * * 


EPÍLOGO DEFINITIVO ((tres días después) 

      Hoy he llorado de nuevo. Pero esta vez de alegría, de gratitud y de felicidad. Cuando imaginaba a nuestro desgraciado hermano víctima de la justicia humana, la televisión de hoy nos ha obsequiado con la noticia: ¡el gobernador del estado, a última hora, le ha conmutado la pena de muerte por la de cadena perpetua! Ha triunfado, pues, la justicia divina. Y, tanto la mosca como yo, podemos sonreír porque nuestro diminuto esfuerzo no fue en vano. ¡Gracias, Dios! 

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