domingo, 28 de junio de 2015

Las Normas


LAS NORMAS 
por Francisco-Manuel Nácher

     Es interesante el estudio de lo que ocurre con las normas, cuál es su causa, cómo se aplican y cómo deberían aplicarse.
    El hecho de que existan normas obedece a que una parte de la sociedad, indudablemente más evolucionada que el resto, considera que es más interesante establecer un marco de actuación para la misma, un modelo al que la conducta de los hombres se ajuste, que su inexistencia, o sea, la anarquía, la ley de la selva o del más fuerte. 
   Teniendo, pues, clara la idea de que las normas, o sean, las Leyes, producen una situación, un modus vivendi más aceptable, más perfecto que la carencia de ellas, examinemos algunos casos que nos ilustrarán sobre su aceptación, aplicación y efectos. 

   Veamos primero una actividad familiar a la mayor parte de la sociedad: 

I .- EN EL DEPORTE 

   ¿Qué ocurre con el deporte y, especialmente, con el fútbol?      

   Ocurre que, para hacer posible su existencia y su permanencia, se le dieron unas normas, contenidas en un Reglamento. Era la única manera de que todos los equipos practicaran el mismo deporte y pudiesen competir unos con otros. De no existir ese Reglamento, hubiera sido imposible la práctica del fútbol por nadie.       

     Teóricamente, redactado el Reglamento, estaba todo hecho: Si los jugadores lo aprendían y lo observaban, el fútbol sería, además de un deporte, un espectáculo muy interesante en el que el equipo más hábil, el más experto, el que mejores condiciones reuniese, en una palabra, el que mejor jugase, ganaría. Se trataría de ver en cada confrontación cuál era el equipo que mejor jugara. 

   Está claro, pues que, sin Reglamento, no sería posible el fútbol y que, sin observarlo, el fútbol dejaría de serlo para volver al estado anárquico anterior.

  Era lógico esperar, por tanto, que los jugadores, conocedores obligatoriamente del Reglamento, se esforzaran por cumplirlo, jugando lo mejor posible; que los directivos y entrenadores se esforzasen en hacérselo observar escrupulosamente, ya que, su fiel cumplimiento por todos y en todo momento, sería la única garantía de que el fútbol perdurase; que los medios de comunicación alabasen públicamente a quienes lo cumpliesen y censurasen de igual modo a quienes lo infringiesen; y que, por último, los espectadores, conocedores también del Reglamento, pues de otro modo serían incapaces de seguir el juego con pleno conocimiento, admirasen a los que, actuando dentro del marco por él establecido, demostrasen ser más hábiles, más fuertes, más resistentes, más tesoneros, más honestos o mejor preparados.

  Para dilucidar las infracciones, las desviaciones sobre lo establecido, las interpretaciones torcidas, es decir, para "salvaguardar la salvaguardia", la norma, se establecieron tres jueces para cada partido, perfectos conocedores del Reglamento y que, en caso de necesidad, harían prevalecer su interpretación y mantendrían invariable la norma. 

  Las sanciones, como es lógico, se hicieron figurar en el Reglamento, no como algo consustancial al fútbol, sino como algo extraordinario y que iba contra aquél que, a toda costa, había que salvaguardar.

  Teóricamente, pues, un partido de fútbol, tal y como lo concibieron los redactores de su Reglamento, debería desarrollarse sin faltas, sin malas intenciones, sin piques, sin desprecios, sin odios, y sólo con deportividad, lealtad, respeto mutuo, esfuerzo y demostración de lo que se es capaz. Ello conduciría, lógicamente, a que el mejor fuera el que ganase y a que el perdedor, reconociendo su derrota, se aplicase con mayor empeño a mejorar.

   Sin embargo, la realidad está bien lejos de todo esto: Privan la violencia, la desconsideración, el odio, el truco y la interpretación aviesa del Reglamento; el ganar a toda costa o, lo que es peor aún, a cualquier precio; la descalificación, el plante, la lesión voluntaria del contrario, la animadversión contra el oponente y las luchas entre espectadores; el haber tenido que enjaular a éstos y a los jugadores, como a los animales en los zoos, mediante rejas y zanjas; las manifestaciones tendenciosas de los entrenadores y directivos, bien contra los árbitros, a los que todos, por  definición, deberían respetar, bien contra el equipo oponente; la provocación premeditada de enfrentamientos, totalmente irracionales y viscerales, por parte de los medios de comunicación, etc. etc.

   Y otro tanto, en mayor o menor escala, podría decirse de todos los demás deportes. Porque, a estas alturas, lo que menos importa es el deporte en sí y lo que todos quieren es ganar. 

  Esta es la situación actual que, no lo dudamos, irá a peor de perpetuarse, como todo parece indicar que va a ocurrir, las posturas actuales frente al Reglamento, que es uno, uno sólo, y el mismo para todos. Y al que todos deberían respetar por igual. 

  Pero sigamos estudiando el fenómeno de las Normas en otros ámbitos. Estudiémoslo, por ejemplo, en la sociedad. 

II .- EN LA SOCIEDAD 

   También la sociedad tiene su Reglamento al cual todos deben adaptar sus conductas. Y ese Reglamento lo constituyen la Constitución y las normas emanadas de los representantes de la propia sociedad, bien en el Parlamento o bien en el Ejecutivo o en el Poder Judicial. 

    Y también , como en el fútbol, se han establecido unas sanciones, aplicables sólo en caso de infracciones de las normas de convivencia en que consiste el Reglamento de la sociedad, y que están contenidas en el llamado Código Penal. Mientras los ciudadanos se comporten de acuerdo con las Normas, es decir, con las Leyes, no será necesaria la aplicación de ninguna sanción. 

   Pero, lo cierto es que el Código Penal está de moda porque en la sociedad está ocurriendo como con el fútbol: miembros de todas las clases sociales, de todos los estamentos, de todas las profesiones, de todos los niveles culturales vulneran cotidianamente las Normas, y hay que aplicarles la sanción oportuna. Y hasta hay que tipificar nuevos delitos recién nacidos. Unos defraudan al fisco, aunque les consta que su dinero es necesario para el bienestar de todos; otros incumplen los contratos que han firmado o concertado; éstos hacen mal uso de su autoridad, de sus cargos o de sus poderes; aquéllos atentan contra la vida o los bienes o la honra o el buen nombre de sus semejantes; algunos, mediante un flagrante fraude de ley, se amparan en determinadas prerrogativas concedidas en defensa de la sociedad y las utilizan en beneficio propio; los medios de comunicación, que tienen la responsabilidad de informar fielmente de los hechos, se dedican no sólo a deformarlos, sino a interpretarlos torcidamente, creando estados de opinión artificiales e infundados, que producen desajustes innecesarios, en beneficio de intereses no confesados; los empresarios aprovechan cualquier posibilidad para reducir sus gastos o para aumentar sus beneficios a costa de los salarios, sin tener en cuenta las necesidades de sus empleados, ni sus derechos, ni la justicia que, según la Ley debe presidir sus actuaciones; los Sindicatos amparan del mismo modo a los honestos que a los vagos, los trepas, carentes de verdaderos ideales, en lugar de expulsarlos ignominiosa y públicamente de sus filas; los partidos políticos anteponen de modo permanente e indigno sus propios intereses a los de la sociedad que aseguran defender; los jueces, con frecuencia, se dejan llevar por sus sentimientos personales o se dejan influir por el ambiente social en el desarrollo de su difícil función, cuando no por otros intereses; los terroristas, que no aceptan las Normas, hacen lo posible por hacerlas desaparecer con la esperanza de, en esa situación, conseguir algo que ni ellos saben qué es y que, a la postre no sería más que favorecer los intereses económicos o de poder de determinadas personas que ellos ni siquiera conocen; la gente se enfrenta, en defensa o atacando a los representantes de ideas o tendencias distintas de las propias, sin tener en cuenta que toda la información que poseen sobre el asunto la han obtenido a través de los medios de comunicación, pero constándoles al mismo tiempo que esas fuentes, las únicas a su disposición, están siempre o casi siempre manipuladas... ¿Para qué seguir? 

   Pasemos ahora a estudiar el asunto en otro campo mucho más importante. Estudiemos el comportamiento de los hombres frente a la Norma ética o moral o religiosa que, en el fondo, son lo mismo. 

III .- EN NUESTRO FUERO INTERNO 

   Por supuesto, existen normas éticas y morales y religiosas. Muchas de ellas, la mayor parte, han sido recogidas, aunque con el carácter de civiles y penales, en las Constituciones de todos los países y en las legislaciones que las han desarrollado. 

     Si repasamos, uno a uno, los célebres Diez Mandamientos que, según el libro del Génesis, Jehová entregó a Moisés, comprobaremos que  prácticamente todos ellos están contenidos en las legislaciones de los países civilizados. 

   Y, si estudiamos todas las religiones importantes, no sólo en su aspecto externo - siempre más mediatizado por la historia, los acontecimientos, las épocas y, en última instancia, los egoísmos humanos - sino en su vertiente esotérica - la pura, la prístina, la que constituye la verdadera fuente, sólo conocida por unos pocos de elevado nivel - comprobaremos que todas ellas basan su doctrina, dentro de las variantes de cada pueblo a que fue destinada, en la misma idea: "Compórtate con los demás como a ti te gustaría que los demás se comportasen contigo".

    Ésa es la clave de la sociedad perfecta. De ahí han derivado todas las religiones, todas las legislaciones y todos los reglamentos. En toda norma existente, en cualquier nivel de cualquier actividad, a poco que se hurgue con la uña, aflora siempre esa otra de Derecho Natural, esa Ley de Oro de la naturaleza.

    Es el único medio de convivir en paz, en armonía, en justicia y en felicidad. Imagina por un momento, querido lector, lo que sería una sociedad regida realmente por esa maravillosa Norma o Ley. 

IV .- ¿QUÉ HACER?

   Llegados a este punto de nuestra reflexión, se impone que nos preguntemos: ¿Y por qué, si tenemos Leyes, si las conocemos, si sabemos que son necesarias para la permanencia y funcionamiento de la sociedad a la que pertenecemos y que sin ellas vendría indefectiblemente el caos, no las cumplimos? 

  Esta es una buena pregunta. Una pregunta clave, profundísima. Una pregunta de alta filosofía. Pero que nos urge responder de modo claro, convincente y que todos entiendan.

  Para ello, hemos de darnos cuenta de que lo que acaece en la sociedad es consecuencia de lo que sucede en el aspecto ético de la conducta de cada uno: el olvido de las leyes morales y, fundamentalmente, de esa Regla de Oro citada. Porque todos tenemos nuestras normas de conducta privadas, nuestro propio "decálogo, para la convivencia", al que generalmente permanecemos fieles y que, desgraciadamente, se aleja bastante del citado ideal. 

  Y si, sabido y comprendido y aceptado que, si la sociedad se rigiese por esa Regla de Oro, todo cambiaría infinitamente para bien de todos y, sin embargo, no lo hace, nos queda por ver el por qué de una conducta tan ilógica.

  Si estudiamos la antigua Atenas o la antigua Roma en sus momentos de mayor encumbramiento cultural, cuando alcanzaron el cénit de su evolución interior, veremos que se caracterizaron por su comprensión de la necesidad de la Ley y de lo que significaba para su supervivencia, así como por el respeto que sentían todos por ella. Conocida es la frase romana que resume este modo de pensar: "Dura lex, sed lex"; es decir, "la ley es dura pero es la ley". O sea: "Aunque a veces me perjudique, aunque a veces me gustaría más no cumplirla, como sé que es necesaria y que otras veces me beneficiará a mí y perjudicará a otros que, a pesar de ello, la cumplirán, yo cumplo la ley"

   Esa fue la base de su grandeza. Grandeza que empezó a decrecer cuando se dejó de respetar la Ley, cuando los dirigentes se convirtieron en dictadores, cuando los militares se erigieron en salvadores, cuando el pueblo, imitando a ambos, no vio en la Ley más que un impedimento para su propio bienestar, y cada ciudadano comenzó a esperar ingenua y egoístamente pero de modo suicida, que la cumpliesen los demás puesto que es necesaria para sobrevivir, pero no él mismo. 

  La Humanidad se halla una vez más en esa tesitura. Se hacen leyes, quizá demasiadas, que tratan de hacernos mejores y de perfeccionar lo existente, y todos esperamos que, gracias a su cumplimiento por los demás, funcione la sociedad como deseamos, pero sin sentirnos implicados en esa labor común, porque es común, de arrimar el hombro en lo que nos toque. 

V .- LA SOLUCIÓN 

   ¿Solución? La misma que hizo accesibles aquellos momentos de grandeza. Y no estoy refiriéndome a nada imposible. Es preciso convencernos, primero, de que una sociedad no puede vivir sin Leyes. Reconocido esto, hay que comprender que la sociedad la formamos todos y que, por tanto, todos tenemos que colaborar del modo que establezcan las Leyes para que esa sociedad se mantenga y mejore. Y que para eso tenemos la Ley Maestra, la Constitución. Y que de ella derivan, precisamente cumpliéndola, las elecciones. Y, de ellas, los dirigentes. Y que, por tanto, esos dirigentes, sean gobierno o no, tienen derecho a todo nuestro respeto y nuestra colaboración leales, sin dudas, sin fisuras y sin reticencias. Y que, consecuentemente, todo acto, palabra, interpretación o actitud que menoscabe ese respeto y esa colaboración, necesarias y obligatorias, o que, con cualquier excusa, pretenda salirse de la Ley, va contra la propia sociedad y persigue siempre, sin excepción, intereses aviesos que, a la larga, conducen al desmoronamiento de la sociedad que dice amar y defender. 

   ¿Cuál es, pues, el paso que nos falta por dar para alcanzar esa madurez griega y romana citadas? Simplemente la interiorización de la Ley: Que la situemos en nuestro corazón y la vivamos y la sintamos palpitar en nuestro seno, y la defendamos como un tesoro valiosísimo que nos ha costado mucho de conquistar, haciendo, de ese modo, innecesarios las sanciones y los Códigos. Y, como consecuencia de ello, que cumplamos con nuestra obligación, para sentirnos bien con nosotros mismos, sin importarnos lo que hagan los demás.
    Pero eso ha de empezar por la escuela. Y por la familia. Y, luego, continuar en la sociedad. Es una labor, partiendo del estado actual de las cosas, ardua y difícil pero no imposible y, por supuesto, necesaria. No tenemos más que mirar el globo terráqueo. ¿Qué países han venido y están viniendo a menos? Aquellos en los que la Ley dejó de ser respetada, primero por los dirigentes políticos o militares y luego por el pueblo, que siempre imita a los de arriba. 

    Miremos, pues, a esos países en plena desintegración, abocados a la desesperación y curémonos en salud del único modo posible: Sembrando ilusión y conocimiento y responsabilidad en los futuros ciudadanos, y tratando nosotros de reciclarnos a tiempo. 

   Porque siempre, siempre, esa falta de respeto a la ley humana entrañó una violación de la Ley Natural plasmada en la Regla de Oro: "Compórtate con los demás como a ti te gustaría que los demás se comportasen contigo". Y las leyes naturales ni hacen distingos ni perdonan. 

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