miércoles, 22 de abril de 2015

El cesto de manzanas

      


EL CESTO DE MANZANAS 
por Francisco-Manuel Nacher 

     Érase una vez un gran y hermoso cesto de mimbre, lleno de manzanas. Eran todas preciosas, grandes, sanas, coloreadas y emitiendo un agradable perfume que llenaba el ambiente. Habían sido seleccionadas porque prometían llegar a ser verdaderas manzanas excepcionales cuando terminasen su maduración interior. Las manzanas eran felices allí, compartiendo el mismo cesto, respirando el mismo aire, asimilando la misma luz y madurando lentamente en un ambiente ideal.

    Pero ocurrió que una de las manzanas de la superficie, inadvertidamente, entró en contacto con otra manzana de un cesto contiguo y ésta le contagió un hongo. 

     La manzana contagiada, al principio, no pensó que aquello fuera peligroso. Es más, viendo la hermosa pelusilla que empezaba a cubrir parte de su superficie, presumió de ella y eso hizo que algunas vecinas suyas empezasen a considerar que aquella pelusilla era algo nuevo y excitante.
      
      Entonces, se inició en el cesto una serie de divisiones sucesivas: algunas manzanas, que no se habían enterado de nada, siguieron su maduración, tranquilas e ignorantes del peligro que se aproximaba. 

    Pero el resto, que sí se había enterado, experimentó enseguida, entre ellas, una nueva división. Y así, unas, las que estaban cerca de la infectada y que ya estaban algo contagiadas, empezaron a defender a la causante de la infección y hasta a presumir de las pequeñas manchitas de moho que les habían aparecido en la superficie. Las demás, sin embargo, conscientes del peligro que aquello suponía para todo el cesto, dijeron que había que hacer algo. 

     Y ello produjo otra división entre las partidarias de “hacer algo”. Porque, unas, dijeron que bastaría con enviar mucho amor a la manzana infestada y a sus defensoras, contagiadas también, aunque levemente; y las demás opinaron que, sólo amándolas mucho no se curaría ni desaparecería la infección, sino que había ue tomar medidas de carácter físico y suprimir la infección del hongo. 

     Pero, aún entre éstas últimas se produjo otra división y, mientras unas opinaban que, si bien aquello suponía un peligro, éste no era tan grave como se decía y que bastaría con intentar desinfectar a las contagiadas, y, especialmente, a la causante del contagio. Las restantes, viendo lo que se avecinaba y que la plaga se extendía rápidamente, con todo el dolor de su corazón, se inclinaron por la expulsión de la manzana podrida. 

    Se intentó por las primeras la curación, pero la primeramente infectada se negó a ser tratada y sus vecinas la defendieron. 

   Ante ello, parte de las que se habían pronunciado por la expulsión, se arrepintieron de haberlo hecho y decidieron no hacer nada, ni a favor ni en contra, diciendo que ellas eran partidarias de la salud y la no infección, pero no de actuar contra ésta. 

     Y sólo quedaron unas pocas que siguieron luchando para obtener la expulsión de la más recalcitrante, que no quería curarse y que ya estaba totalmente cubierta de moho y podrida por dentro. 

      Y ocurrió que, curiosamente, esas pocas que luchaban por salvar a todas, fueron objeto de ataques furibundos por varios frentes: por las manzanas del fondo del cesto que, sin saber de qué se trataba, decían que todo aquello no hacía sino perturbar la paz y la tranquilidad de que se había estado disfrutando en aquel cesto; por manzanas de otros cestos, que ya conocían el hongo y estaban algo contaminadas y que alegaban que las que querían eliminar a la podrida no comprendían la situación y que había que aceptar el hongo en el cesto; y aún por otras que las acusaban de estar produciendo una gran división donde siempre había habido armonía. 

     Las que veían el peligro en toda su dimensión, sin embargo, y a pesar de todo, persistieron en su intento y lograron, finalmente, que la manzana ya podrida fuese trasladada a otro cesto, lleno de otras en semejante estado, y que se tratase a las que manifestaban una infección incipiente, con pequeñas manchas de moho en su superficie.

     Y así pudo salvarse el cesto de las manzanas que, con la lección de los mohos aprendida, pudieron seguir madurando por dentro, al tiempo que llenaban el ambiente con su perfume característico, y llegar, un día, a ser las manzanas perfectas que, quienes las habían inicialmente seleccionado, pretendieron lograr. 

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