lunes, 23 de diciembre de 2013

CONOCIÉNDONOS POR DENTRO



CONOCIÉNDONOS POR DENTRO
por Francisco-Manuel Nácher


- ¿Por qué estás tan nervioso?

- Porque un conocido acaba de ofenderme.

- ¿Y cómo te ha ofendido?

- De palabra.

- Ya. ¿Y por una palabra te pones así?

- No ha sido una palabra. Han sido varias. Y todas ofensivas y con ánimo de hacerme daño.

- Y te lo ha hecho, claro. Ya lo veo.

- Sí.

- Pues es una lástima.

- ¿El qué?

- Que te dejes influenciar así por una impresión tuya.

- ¿Por una impresión mía? ¿No te he dicho que me ha insultado?

- ¿Y qué?

- ¿Y qué? Pues que yo me conozco y sé que no tolero los insultos.

- Yo creo que lo que te ocurre es, precisamente, lo contrario: Que no te conoces.

- ¿De dónde sacas tú eso?

- De tu manera de comportarte. Demuestra elocuentemente que no te conoces a ti mismo. Y, menos aún, conoces al que dices que te ha ofendido.

- ¿Que yo no me conozco ni conozco al otro?

- No.

- Me gustaría saber en qué te basas. Porque, el que no nos conoce, ni a él ni a mí, eres tú.

- ¿Me quieres prestar unos minutos de atención y verás cómo tengo razón?

- Claro. Estoy impaciente.

- Bien. Empezaremos desde cero. Imagina que te estás despertando esta mañana. Abres los ojos y, ¿qué ves?

- La luz.

- ¿Y qué más?

- ¿Qué más? Las cosas, los colores, la forma de los objetos…

- ¿Y cómo ves todo eso?

- A través de mis ojos. Por medio del sentido de la vista.

- ¿Si no tuvieras el sentido de la vista no verías la luz ni los colores ni las cosas?

- No, claro. El mundo, para mí, sería como un negro túnel.

- Pero, si no tuvieses el sentido de la vista y, en ese sentido, el mundo, para ti fuese un oscuro túnel, ¿tú seguirías siendo tú?
- Por supuesto. Aunque no tuviese vista, yo sería yo. Hay niños que nacen ciegos y no por eso dejan de ser ellos.

- ¿Y tú crees que lo que ves es precisamente como lo ves?

- Bueno, no. Mi retina percibe unas vibraciones y…

- ¿Y qué pasa con ellas?

- Pues que mi mente las interpreta.

- ¿Qué quieres decir con eso?

- Que una vibración la interpreta como luz, otra como color rojo, por ejemplo, otra como azul, etc.

- O sea, que los objetos no se reflejan en tu cerebro.

- No. Mi mente interpreta las vibraciones, que es lo único que le llega al nervio óptico.

- ¿Y en base a qué interpretas esas vibraciones?

- ¿En base a qué? Espera… En base a una serie de datos que tengo almacenados en mi memoria. En base, por tanto, a mi experiencia visual.

- ¿Eso quiere decir que, si tú vieras una máquina nueva, que no hubieses visto nunca, no sabrías lo que era?

- Claro. No tendría almacenado ningún dato sobre esa vibración y, por tanto no sabría interpretarla. No sabría lo que era.

- ¿Y si vieras una especie de burro volando gracias a una hélice que le crecía del lomo, no sabrías que animal era?

- No. Porque para mí sería un animal desconocido.
- Pero catalogarías de alguna manera a esa máquina desconocida y ese animal tan extraño,
¿no?
- Bueno… sí. Si la máquina se pareciera a otra conocida, por ejemplo, a una lavadora, yo la archivaría en mi memoria como “esa máquina que parece una lavadora pero que no sé lo que es”.

Así, la vez siguiente que la viera, ya tendría alguna referencia para juzgarla.

- ¿Y con el burro alado actuarías igual?

- Exactamente igual.

- O sea, que todas las vibraciones que recibes a través del sentido de la vista, primero las interpretas y luego las almacenas, ¿no?

- Sí, claro.

- ¿Siempre?

- Siempre.

- ¿Y qué pasa con los ruídos, las palabras y la música que llegan a tu oído?

- Pues pasa lo mismo: Que mi nervio auditivo recibe la vibración en que consisten y mi mente la interpreta en base a mi experiencia auditiva anterior.

- ¿Y si fueses sordo?

- El mundo sería un lugar permanentemente silencioso, sin ruídos, sin voces y sin música.

- Pero, aunque no tuvieras oído, si fueses totalmente sordo, ¿seguirías siendo tú?

- ¡Por supuesto! Hay niños que nacen sordos y, sin embargo, no dejan de ser ellos mismos.

- ¿Podríamos decir que el proceso es también el mismo con las vibraciones que percibes por los otros tres sentidos, los del olfato, el gusto y el tacto?

- Sí. Exactamente el mismo.

- Y si no tuvieses esos sentidos, ¿serías tú?

- Hombre, claro. Yo no percibiría los olores ni los perfumes ni los sabores ni la dureza y textura de las cosas ni su temperatura ni su peso… pero yo sería yo, sin duda alguna.

- ¿Y si no tuvieses ninguno de los cinco sentidos, serías tú?

- Lógicamente, sí.

- Bueno, de todo esto se deduce que tú no eres tus sentidos, ¿no?

- Claro. Los sentidos me dan noticia de lo que hay fuera de mí.

- ¿Qué quieres decir con “fuera de mí”?

- Bueno, fuera de mi cuerpo.

- ¿Es que no es lo mismo?

- Bien pensado, no es lo mismo mi cuerpo que yo.

- ¿Cómo llegas a esa conclusión?

- Porque, aunque no tuviese ningún sentido, yo seguiría siendo yo. Pero yo sé que tengo cuerpo porque lo percibo por mis cinco sentidos. Luego, si no lo percibiese, no dejaría de ser yo. Sería una
especie de autista absoluto. Pero sería yo.

- Muy bien. Eso por lo que se refiere a los sentidos, ¿no?

- Sí.

- ¿Y qué otro medio tendrías para conocer lo que hay en el mundo?

- ¿Otro medio? Espera que piense… Yo no encuentro ningún otro medio. Sólo tengo los sentidos.

- O sea que, si no tuvieses ningún sentido, no podrías vivir en el mundo?

- Realmente, no. No sabría ni que existe el mundo. Y en él me moriría. Porque no podría percibir ningún estímulo, ni el hambre ni la sed ni el calor ni el frío… ni nada.

- ¿Pero serías tú?

- Estoy seguro de que sí. Si ahora me quitasen los cinco sentidos, yo estoy seguro de que seguiría siendo yo.

- ¿Y cómo te explicas eso?

- Porque los sentidos o, mejor dicho, los estímulos que por ellos recibo y las conclusiones e interpretaciones que mi mente elabora a partir de ellos, hacen que tenga la atención, o sea, la
conciencia, centrada en el mundo exterior.

- ¿Estás convencido?

- Totalmente. Si no tuviese sentidos, yo seguiría siendo yo, sólo que, al no recibir ninguna noticia del mundo exterior a mí, tendría la atención puesta en mí mismo. Más o menos, se me ocurre ahora, como cuando medito.

- Bueno. Creo que has hecho varios hallazgos importantes.

- Ya me he dado cuenta, ya.

- ¿Te atreverías a enumerarlos?

- ¡Claro! Me han impresionado, aunque no he dicho nada: Primero, el de que todo lo que yo percibo no es exactamente lo que hay fuera de mí; sino una interpretación que yo hago de esas
percepciones. Luego, que yo no soy mis sentidos, sino que éstos son, en todo caso, instrumentos míos que yo utilizo para orientarme y manejarme en el mundo exterior. Y, por fin, que yo no soy mi
cuerpo, que puedo seguir siendo yo y siendo consciente de mi existencia aunque no perciba el mundo ni perciba mi propio cuerpo. 

Y, por tanto, aunque no lo tenga.

- Vaya, son buenos hallazgos, ¿no?

- Son impresionantes. Pero los tengo claros.

- Vamos, pues, a seguir. Y vamos a concentrarnos en las palabras. 
¿Qué proceso piensas tú que se produce cuando oyes una palabra?

- ¿Qué proceso? Pues el mismo que con todas las vibraciones que me llegan por el oído.

- ¿Exactamente igual? ¿El proceso es el mismo si oyes una frase que si escuchas una melodía?

- Bueno… no. Tienes razón. Si escucho una melodía, mi interpretación será más sencilla que si oigo una frase.

- ¿Por qué?

- Porque, en la melodía no hay intención, es decir, como la música es un idioma universal, que todos entienden, no necesita de interpretación. En cambio, una frase puede estar pronunciada, por
ejemplo, en un idioma que yo no entienda, en cuyo caso, mi interpretación sería sólo de perplejidad.

Pero, si está pronunciada en mi idioma, la entenderé y…

- ¿La entenderás?

- Si está pronunciada en mi idioma, sí, la entenderé.

- Pero, ¿qué es lo que entenderás?

- Bueno, entenderé las palabras.

- ¿Por qué?

- Porque cada palabra tiene un significado, ¿no?. Entonces, como conoceré el significado de cada palabra, podré interpretar el contenido de la frase.

- ¿Y en base a qué interpretarás cada palabra?

- Espera que reflexione… Habré de empezar por el que pronuncia la frase.

- Bien, empieza por él. ¿Cómo surge la frase de su boca?

- Él piensa una cosa, tiene una idea. Luego, empleando su memoria, busca la palabra que sirve para designar esa idea. Y así va formando la frase en su mente. Luego busca los sonidos que
representan a cada palabra y, por fin, los pronuncia.

- ¿O sea, que los sonidos que tú percibes son símbolos de las palabras?

- Claro.

- ¿Y las palabras, a su vez, son símbolos de las ideas?

- Exacto.

- Por tanto, lo que llega a tus oídos no son más que símbolos de símbolos.

- En realidad, así es.

- Símbolos de símbolos, según la interpretación que les ha dado el que pronuncia la frase, en base siempre a su propia experiencia acumulada en su memoria, ¿no?

- Sí, claro.

- Lo cual quiere decir en base a su cultura, a su léxico, a su conocimiento más o menos exacto del sentido de las palabras que emplea, etc., ¿no?

- Sí.

- Y luego, tú recibes las vibraciones de esa frase ¿y qué ocurre?

- Pues ocurre que interpreto esos sonidos y los traduzco a palabras y, luego, traduzco las palabras a ideas y entonces puedo entender la frase.

- O sea que, en lenguaje moderno, diríamos que tu interlocutor codifica unas ideas en palabras y esas palabras, luego las codifica en sonidos, y tú, a continuación, descodificas los sonidos a
palabras y éstas a ideas, ¿no?

- Sí. Es la manera más acertada de decirlo.

- Pero la interpretación que tú haces de la frase no deja de ser una interpretación tuya, ¿no?

- Sí, claro.

- ¿Basada en qué?

- En mi propia experiencia. En los datos que tengo almacenados en mi memoria sobre esas palabras o sobre esa frase.

- Pero no en la experiencia de tu interlocutor.

- No, claro. Eso no lo podré saber nunca… Es curioso, pero acabamos de descubrir otra cosa importante.

- ¿Cuál?

- Que nuestra memoria está hecha sólo interpretaciones que hemos hecho anteriormente, pero sólo contiene interpretaciones nuestras y nunca, porque es imposible, interpretaciones ajenas. O sea,
y es pavoroso pensarlo, ¡que todos los hombres estamos total y permanentemente incomunicados entre nosotros!

- ¿Y qué se deduce de todo ello?

- Otro hallazgo impresionante.

- ¿Cuál?

- El de que el mundo, nuestro mundo, lo creamos cada uno de nosotros. Es decir que, el mundo exterior no es el mismo para ti que para mí o, lo que es igual: que hay tantos mundos como hombres. ¡Es impresionante, pero indiscutible!

- ¿Qué valor, pues, puede tener, a la vista de tus hallazgos, una frase pronunciada por otro, que es fruto de cuatro traducciones o interpretaciones sucesivas antes de llegar a ti? ¿Qué certeza puedes
tener de que tu interpretación, la última, la cuarta, es la correcta? 
¿Y hasta qué punto vale la pena sentirte mal y reaccionar negativamente como consecuencia de una interpretación de una
interpretación, sabiendo que los dos estáis incomunicados y que nunca conocerás sus verdaderas intenciones, sino sólo el valor que tú les atribuyas?

- Tenías razón. No vale la pena. Será una pérdida de energía que sólo conducirá a que yo guarde en mi memoria sentimientos e interpretaciones negativas que, en el futuro, influenciarán mis
valoraciones de casos análogos, creando cada vez más irracionalidad y alejándome de lo correcto.

- Bueno. De aquí se podrían extraer aún muchas enseñanzas para comprendernos a nosotros mismos y a los demás. Pero, por hoy creo que basta.

- Sí. Yo también. Esta charla ha sido verdaderamente fructífera.

* * *

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